SOBREVIVENCIA
El viernes en el parque, mientras mamá levantaba a Jimena para colgarla del pasamanos, y yo patinaba en la pista de cemento, vi a una rata, enorme, junto al basurero. Mamá ni siquiera se dio cuenta de que patiné hacia el coche y saqué la pistola de la guantera. Aún en patines, apunté a la rata y la maté. Lo hice porque era peligrosa. En las noticias dijeron que una colonia de roedores había devorado a un chihuahua.
Cuando los vecinos se enteraron de que la hija de 11 años de la señora Cícero, la joven viuda que trabaja en el Ayuntamiento, le había disparado a una rata, no hicieron comentarios. En primer lugar, porque no es un crimen matar ratas y, en segundo, porque agradecen que haya menos.
Ese fin de semana mamá, “para ahorrar gastos y el trabajo de la limpieza”, clausuró la mitad de la casa. Por la mañana desempolvamos a conciencia, lavamos los cristales y aceitamos los muebles. En la noche, los cubrimos con sábanas viejas. Cuando mamá apagó las luces, puso llave a la puerta que comunica a lo que mi padre llamaba el área social: sala, comedor y estudio. Me tragué el llanto.
Del área social venía la música, el baile de mis padres, las conversaciones con sus amigos, y yo escuchaba risas, voces animadas, olía el aroma de la paella. Dijo mi madre que sólo abriríamos esa puerta cuando recibiéramos visitas.
—¿Qué es una visita? —preguntó Jimena, restregándose los ojos de sueño.
Jimena no sabe nada. Mamá dice que le tenga paciencia. Yo mejor guardo recuerdos: de papá enseñándome a batear, de la playa llena de niños en traje de
baño, de las excusiones a las pirámides con la escuela. Mi hermana nunca ha ido al kínder o a fiesta alguna. Cree que los cumpleaños se celebran a través de pantallas. Apenas tiene cuatro y mamá y yo tenemos que explicarle como era todo antes. Pero se hace tonta o no termina de entender ni siquiera con los álbumes ilustrados que le leo después de comer. Da igual. Al parque sí vamos, a la hora que nos asignó el Ayuntamiento, los martes de 5:30 a 6 de la tarde. Una familia a la vez. A las ocho de la noche nadie puede salir de su casa. Primero era a las once, luego a las diez, a las nueve… En el parque Jimena corre como loca, grita: “¡Ahhhhhhh!… ¡Viene el lobo!… ¡Viene el lobo!”, y yo corro tras ella para tragármela de un bocado. Creerá que el parque es nuestro, no sabe lo que es esperar a que una niña, del tipo Lupita Hudson, suelte el columpio, o que un bobalicón como Marito Montero te empuje para aventarte por el tobogán. Me entristece verla jugar sola en jardines desiertos, en donde han crecido hierbas espinosas y proliferado las culebras. Pero mamá enciende tabaco y con eso las ahuyentamos.
Odio cuando en las tardes airosas los columpios se mueven solos, incluso me entran ganas de ver a la insoportable Lupita Hudson columpiarse muy alto con cara de presumida. El parque ha cambiado, se me hace raro, el sonido del viento se escurre entre los árboles y las hojas secas se arrastran como llorando. No me acostumbro a su silencio huraño que tiene algo de pavoroso.
El trabajo de mamá es cuidar de los parques.
Antes mandaba plantillas de trabajadores a darles mantenimiento. Hace cuatro años les quitaron el uniforme por cuestiones de presupuesto. Vino el recorte y corrieron a la mitad de los jardineros, barrenderos, fumigadores y los que formaban el equipo. Recuerdo a mamá hablándole con autoridad a su plantilla: “Los parques tienen que estar en óptimas condiciones”. Y así estaban antes de que empezara todo. Pero el perfeccionismo de mamá disminuyó y su
mandato bajó de tono: “Cuando menos deben estar limpios”. Y hoy: “Que no representen un peligro”. Lo dice por las bandas de delincuentes y roba-chicos que van en aumento, y por los animales salvajes que se acercan. No es raro encontrar a un venado mordisqueando los arbustos del camellón ni ver a un mono trepándose a un poste de luz.
Igual que el parque, mamá ha cambiado. Un médico dijo que sufría de ansiedad y le recetó unas pastillas; contra el insomnio y le mandó otras. Es por tanto estrés, yo sé, ahora hay muchas viudas y viudos y huérfanos y perros perdidos en la calle. Todos tenemos miedo a morir. Al principio aguantó, pero cuando las casas empezaron a cerrarse y las calles se oscurecieron, sus nervios se debilitaron y sufrió ataques de pánico.
Jimena seguido se pone insoportable, corretea sin rumbo, trata de salir de la casa, arranca las cubiertas de los libros o se envuelve la cabeza con papel de baño. Asoma la cara por la ventana y grita: “¡caca, caca!”
Una noche salimos a dar un paseo en la camioneta para tranquilizarla. Se había portado tan mal que se llenó la boca de tornillos. Las luminarias de la avenida Balché estaban apagadas, sólo la mitad de las casas contaban con un foco de luz junto a la puerta.
—Miren cuántas casas deshabitadas —comentó mamá aterrorizada. Antes era difícil conseguir una vivienda en esta zona, ahora se ven
montones a la venta, con letreros chuecos y despintados. Otras ni siquiera eso, simplemente fueron abandonadas.
—¿Cómo cuántos quedaremos? —preguntó ella en voz alta.
No creo que pensara que Jimena o yo pudiéramos contestar. Mi hermana, con la cara pegada al cristal, apuntaba con el dedo a los perros flacuchos, carteles caídos o casas engullidas por la maleza. Yo contaba las viviendas con luz, igual que a la edad de Jimena lo hacía con las adornadas de Navidad.
—Según el Ayuntamiento poco más de la mitad —se contestó.
Cuando se trata de temas de adultos, mamá habla sola, ha de ser que extraña a papá o echa de menos las reuniones con sus amigas.
—No te preocupes, Monserrat —siguió hablando consigo misma—, con esta mitad nos basta y regresaremos el próximo año a la normalidad.
—¿Qué es la normalidad? —interrumpió Jimena con el dedo en la nariz.
—¡No seas cochina! —la regañé.
—Jimena no es cochina —la defendió mamá como siempre—. Tranquilas hijas —levantó la mano—, voy a decirles algo bueno: quedan muchos niños.
No contesté, era una verdad a medias. De mi edad sí, está Lupita Hudson, Marito Montero y la mitad de mi clase, pero de 4 años como Jimena sólo unos pocos. Y menores ninguno. Cuando Jimena nació ya había empezado todo así que las parejas dejaron de tener hijos.
Las luces de una patrulla nos deslumbraron. El policía nos amonestó por el altavoz. ¿Qué hacíamos fuera de casa? ¿No sabía la señora del peligro nocturno? La policía, el ejército y la marina son los únicos que conservan uniforme. Tienen armas potentes, coches, camiones y barcos. Aunque de ellos también queda la mitad. Mamá asintió y sacó la cabeza por la ventana para gritar que la disculparan, habíamos tenido una emergencia y nos regresábamos a casa ya. Pero una vez que perdimos de vista a la patrulla, giró inesperadamente en una calle estrecha y tomó un rumbo diferente.
—¿Mamá?
No contestó, estaba como ida.
—¿Mamá?
—Necesito respirar —dijo para sí con los ojos metidos en la oscuridad al frente.
La maestra Eurídice nos dice que somos afortunados por tener un alcalde. Otros lugares han caído en la etapa de sálvense quien pueda. Nuestra ciudad mal que bien funciona, aseguran las noticias. “A medias”, dice mamá. “Relativamente”, señala miss Eurídice. “Gracias a Diosito”, agradece Lupita Hudson. “Del asco”, se desahoga Marito Montero. Hay mucha gente sin trabajo, faltan alimentos, medicinas, y han aumentado los asesinatos y los suicidios.
—¿Qué es un suicidio? —quiso averiguar mi hermana, pero ni mamá ni yo le contestamos.
En la escuela nos preparan para regresar a la vida de antes, de manera que no han eliminado ninguna materia ni incluido otra. La única variante fue que las clases empezaron a impartirse a través de plataformas digitales. Padres de familia exigen una actualización del currículum escolar para incluir materias de sobrevivencia. Mamá cambió mis clases particulares. En lugar de tenis voy a tiro con pistola —ahora todos guardamos un arma en la guantera del automóvil—. En el campo de tiro únicamente estamos el instructor Darío y yo. Dice que tengo buena puntería y que soy responsable. Sé que las pistolas matan. Y entiendo la muerte: papá no va a regresar.
—Mamá, ¿a dónde vamos?
Conducía en dirección contraria a nuestra casa. Las calles sucias, oscuras, lúgubres. Los muros pintados con groserías y palabrotas se alumbraban con los faros del coche.
—¿Vamos a casa, mami? —preguntó Jimena, apretándose las piernas.
Quiero hacer pipí.
—Aguántate, por favor —supliqué.
Temí que mamá detuviera el coche. Las puertas y ventanas de las casas estaban totalmente cerradas. El motor de la camioneta era el único sonido a la redonda. Junto a algunas puertas había altares negros con diablos entre veladoras y foquitos encendidos. Jimena apuntaba con el dedo los nichos de los satanes.
—¿Qué son?
—Demonios y muertos —respondí.
— No miren por la ventana, niñas. Antes esta calle no estaba así. Ya casi llegamos.
Ni Jimena ni yo hicimos caso y seguimos viendo los jeroglíficos macabros y las piedras con estatuas de demonios. Jimena apuntó a algo que se movía, abrió la boca y giró la cabeza para seguir su sombra.
—¿Qué viste? —pregunté.
—¿Un perro? —dudó—. ¿Un perro grande? —se apretó de nuevo bajo la cintura . ¡Ya no aguanto, mami! —lloriqueó.
—Espera un poco, Jime.
—No puedo.
—¡Aguántate! —le grité.
—¡Mamaaaaá! —berreó Jimena.
—¡Cállense, niñas! Apenas encuentre el camino, regresamos.
—¿Estamos perdidas? —sacudí el asiento de mamá.
—¡No empujes!
—¡Mami, plis! —chilló Jimena.
Mamá se detuvo en una esquina con un disco rojo. Empezó a hablarse a sí misma:
—Espera, Monserrat —aquí no está tan feo. Hay menos altares—. No debemos bajar. Sólo van a ser unos segundos. ¿Alguien cerca? Nadie. Pues dale.
No apagó el motor, pero sí las luces. Checó la pistola en la guantera. Se apeó sin ruido, abrió la portezuela de Jimena y soltó el broche de la silla de niños.
—Shhh —cruzó el dedo sobre los labios.
Mamá la abrazó y las piernas delgaditas de Jimena se enroscaron a su cintura. Una de sus sandalias se había desprendido del talón. Puso de pie a mi hermanita y observó el entorno. Le quitó el calzón, amarró su vestido a la altura de la cintura y le dijo que se agachara. Permanecieron pegadas a la puerta del coche. La noche estaba negra, soplaba aire y los pocos sonidos que se oían eran de bichos nocturnos y ranas.
—No me sale —susurró Jimena—, mis nalgas están frías. Tengo miedo, mami.
—Concéntrate —Mamá se puso en cuclillas para sobarle la espalda.
Me escabullí por la portezuela abierta y caminé alrededor de la camioneta. Sentí en la piel el sereno de la noche, su humedad. Me latía aprisa el corazón, estaba fascinada.
—Isela, regresa —ordenó mamá en voz baja.
No contesté.
—Cierra tus ojos, afloja la pancita —la oí murmurar—. Isela, vente ya — me apuró.
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, de manera que lograba ver más lejos. Crucé la calle. Todo seguía quieto, como fantasmal. Había coches abandonados en la banqueta, una bicicleta sujeta por una cadena a una reja oxidada, un bote grande de basura volteado. De repente el aire se impregnó de un perfume fuerte, agradable, atrayente. Un deseo irresistible de seguirlo me dominó. Inhalé hondo. Caminé como hipnotizada tras su rastro. Pero se rompió el hechizo al oír a Jimena orinar. Regresé. Mamá se apresuró a poner a mi
hermana en su sitio, miró para sus costados y entramos al coche. Fue cuando el gran animal saltó de quién sabe dónde y se paró frente al vehículo. Lo vimos deslumbrarse con la luz de los faros, rugir y enseñar sus fauces, volver la cabeza, mostrar los colmillos. Me impactó su mirada fiera, la fuerza de la mandíbula, los ojos amarillos. Mamá enmudeció. Cuando logró articular las palabras “nadie se mueva”, el felino despareció de otro gran brinco.
Nos alejamos rápido del crucero. Yo revisaba las calles temiendo que volviera. Jimena se tapó la cara con las manos. Cuando logré respirar, dije:
—¡Qué susto! ¿Qué animal era?
—Una pantera —la voz de mamá temblaba.
—¿Nos quería comer? —preguntó Jimena, abriendo los dedos como abanico.
—No —mamá pisaba el acelerador—. De seguro perseguía a un venado.
No se asusten, niñas, ya la dejamos atrás. Mañana aviso al Ayuntamiento.
Logramos salir de los callejones y tomar una avenida principal. Llegamos al corazón de la ciudad, una plaza con los árboles más grandes, antiguos y bonitos: el Parque de la arboleda. Mamá ansiaba que lo conociéramos, de manera que se saltó las reglas.
—¿Estamos seguras de querer bajar, mami? —pregunté, dudando.
—Sólo será un minuto. Quiero mostrarles un árbol.
Caminamos tomadas de su mano sin alejarnos mucho de la camioneta. A mamá el sitio le era familiar, se sentía mejor al aire libre que entre paredes.
—Este es un makulis —dijo—. Aquel un mangle, ese otro un laurel. Hizo que Jimena y yo nos acercáramos al tronco enorme de un árbol de
hule.
—Amo este árbol —lo rodeó con los brazos—. Abrácenlo niñas para que nos pase su energía y cure las penas.
Mamá pegaba su cuerpo al tronco.
—Es muy viejo, estaba aquí desde antes que construyeran la alameda. Sus raíces se extienden bajo la tierra varias cuadras a la redonda. De repente asoma la punta de una por la cañería de algún restaurante. Su historiador escribió que lo curioso de este árbol es que a la gente le gusta hablarle, ya que escucha, guarda las palabras bajo la tierra, las nutre de minerales y las materializa.
Jimena y yo imitamos a mamá, nos pegamos al árbol y extendimos los brazos y las piernas. Y así estábamos las tres, cuando empezaron los chillidos. Jimena apuntó con el dedo hacia la copa.
—¡Monos! —brincó.
Soltamos el árbol. Mamá los alumbró con su teléfono y los chillidos se intensificaron.
—Tengo miedo, mami —lloró Jimena.
—No van a atacarnos —prometió mamá.
—¿Regresamos ya? —dije, viendo a los changos colgarse de las ramas. Mamá nos llevó a una banca junto a la camioneta para seguir observando
a esos animales que aventaban ramitas y huesos de frutos. Jimena se veía pequeña, sus piernas colgaban sin fuerza, había perdido una sandalia, estaba despeinada y cabeceando de sueño. Mamá, en cambio, en medio de árboles, entre los monos, pareció crecer de tamaño y levantó la cara al cielo estrellado. Se cargaba de fuerza. Mejor no interrumpirla. Tomé la mano de Jimena, la conduje a la camioneta.
—Cierra los ojos, Jime, yo estoy aquí.
Se durmió enseguida tomada de mi mano. La solté con cuidado, bajé del coche y caminé al centro de la plaza, cubriéndome la cabeza. Pinches simios escandalosos, no dejaban de gritar.
—Vamos —insistí, jalando el brazo de mi madre. Sabía que mamá se aasfixiaba en la casa se asfixiaba, se ponía pálida, le entraba un miedo enorme a algo intangible.
—Vamos —repetí—. Si supiera conducir te dejo aquí.
—Disculpa, Isela. Es que…
—Ya sé —me abracé a ella—. No tienes que explicar nada.
Aún recuerdo ese abrazo porque mamá me apretó, y por el intenso olor que brotaba de ella, de su piel vibrante. Mi oído sobre su pecho captó los latidos de un corazón bombeando sangre. Tardé en soltarla. Me demoré porque la mamá de la casa no olía ni palpitaba. Tampoco me abrazaba tan fuerte.
Algo me contagió porque levanté la cabeza y chillé. Los monos callaron para escucharme. Chillé más fuerte y algunos me contestaron, otros arrojaron ramitas. Algo cambió de repente, su chillido se tornó alarmante. Empezaron a corretear por las ramas, a sacudirlas, treparon a la punta de los árboles, y todo movimiento y ruido cesó de golpe. Mamá y yo nos miramos.
—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Por qué se escondieron?
Mamá señaló un punto lejano. Un grupo de personas, caminando como en procesión, asomó en esa esquina. Llevaban antorchas, caretas, vestimentas largas y cantaban, ¿o gemían?, monosílabos roncos. Por la estatura pude identificar que también había niños. La persona que iba adelante ondeaba un sahumerio colgado de un palo.
—¡Corre! —mamá me jaló horrorizada.
Nos metimos en la camioneta y pusimos los seguros. Mamá arrancó sin siquiera ajustarse el cinturón de seguridad o encender los faros. No sabía que podía ser tan ágil. El ruido del acelerón sonó como una ametralladora. Mamá, con la vista al frente, rodeó la plaza a velocidad peligrosa rechinando las llantas. Jimena se sacudió en su sillita. Los tipos disfrazados detuvieron su rito para
señalarnos. Uno grandote soltó la carrera en nuestra dirección, pero se detuvo al darse cuenta de que era inútil perseguirnos. Hizo movimientos bruscos con los brazos para insultarnos y aterrorizarnos, pero a mí no me asustó porque lo apuntaba con la pistola. En segundos dejamos el parque atrás. Mamá tomó una calle principal, aunque nos pillara otra patrulla.
Al día siguiente, miss Eurídice comentó temas de actualidad. Habló de la invasión de monos. Compartió un protocolo: Qué hacer si te encuentras un primate. Lupita opinó que sería bueno adecuar un refugio que podría llamarseSimios´s House. Marito Montero dijo que mejor matarlos, porque, ¿quién iba a alimentarlos? ¿A cuidarlos? Él no. ¿Qué estábamos esperando? ¿Que empezaran a robarnos la comida?
Lupita arremetió:
—¿Y qué quieres, Marito, salir con tu escopeta y acabar con la vida del planeta? ¿Terminar con todo lo que no es humano?
—Sólo quiero acabar con los monos, Lupita, no te asustes si un día encuentras a uno ahorcando a tu yorkie.
Lupita se sacudió. Viró la cara, miró hacia el techo y se desconectó del aula virtual. La clase sabía que Lupita había sustituido a su hermana fallecida con una perrita yorkie, y que la familia de Marito apenas comía.
—Ya sé, soy horrible —dijo Marito. Y también se esfumó de la pantalla.
—Que nadie más se desconecte —ordenó miss Eurídice—. Todos tenemos nuestras pérdidas. Sin embargo, necesitamos seguir.
El segundo tema de actualidad trataba de venados. Si veíamos uno dentro la zona conurbada no debíamos cazarlo sino dar aviso al Ayuntamiento.
—¿Y a las panteras sí podemos dispararles? —pulsé el icono de la mano en alto.
Algunos niños de la clase rieron, otros se atemorizaron. —¿Panteras? No hay panteras, Isela —dijo la maestra. —¿Y si hubiera alguna siguiendo el rastro de un venado?
—Si se encontraran con un animal peligroso es mejor notificar a la policía o al ejército. Todos tienen sus números, ¿verdad?
Le respondimos que sí, incluso el de la marina.
Había dado al centro de la diana. Mi instructor me felicitó:
—Tienes excelente puntería. Cuando regrese la normalidad deberíamos inscribirte en una competencia. Eres buena.
Me costaba trabajo escucharlo por la careta tipo esgrima que traíamos. Levantando la voz, casi gritando, pregunté cómo sabía uno que estaba en verdadero peligro y debía usar el arma. Darío se quitó la careta y sacudió el pelo. Estaba prohibido quitarse la máscara.
—Verás, Isela, es una buena pregunta —carraspeó—. Retrocedí un paso,
no quería que sus gérmenes me alcanzaran. Al darse cuenta de mi miedo, él
igual reculó unos pasos.
—¿Tienes miedo?
Asentí con la cabeza.
—¿En dónde lo sientes?
—¿Cómo que en dónde?
—¿En qué parte de tu cuerpo? —dijo, dando un gran paso para adelante.
—En la cabeza.
—¿Piensas que deberías dispararme?
—¡No!
Sonrió, se puso la careta y se acercó más.
—Isela querida, cuando te halles en peligro vas a tener la certeza. Y lo sentirás en el estómago, la piel, el corazón.
—Voy a pensar en lo que has dicho —toqué mi careta—. ¿Por qué te quitaste la careta, Darío?
—Bueno… quería respirar aire puro. Dicen que ya no somos tan peligrosos para los demás. Algunas ciudades dejaron de usarlas.
—¿Las de sálvense quien pueda?
—No, por desgracia, de ésas ya no queda mucho. En las ordenadas como esta. Verás que en unos meses recuperaremos algo de la vida de antes.
—Ojalá —suspiré—. Hasta la próxima, Darío.
—Isela, espera —me detuvo sin tocarme—, no pienses que las personas cuentan con un instinto como los tuyos. Tienes un don.
La pantera es el único animal cuyo olor natural es agradable. La pantera exhala un olor que cautiva a todos los demás animales, es por ello que cuando caza, se esconde para atraer a su presa con su perfume.
Teofrasto
Teofrasto vivió en Grecia. No conozco Grecia, Jimena menos. Mis padres dejaron de viajar hace mucho. Encontré otra cita de un italiano. Mañana pregunto a miss Eurídice quién fue ese Leonardo da Vinci que escribió sobre panteras:
… Su hermosura deleita a los animales, que siempre le andarían alrededor, si no fuera por su terrible mirada. La pantera, que no ignora esta circunstancia, baja los ojos; los animales se le aproximan para gozar de tanta belleza y ella atrapa al que está más cerca y lo devora.
—¡Isela, vente a cenar! —llamó mamá.
Dediqué la tarde para investigar sobre panteras. Aquel rugido se me grabó en la cabeza. Esos ojos amarillos indomables, el color negro negrísimo, el extraordinario y raro olor.
En la cena mamá habló de una sorpresa para mi cumpleaños. Jimena, que no soportaba que mamá le quitara un segundo los ojos de encima, tiró la leche.
Miss Eurídice retrasó la clase de aritmética para comunicarnos que pronto tendríamos la presencia virtual de cada uno, como si estuviéramos todos en el salón. Levantó el pulgar. Siguió con una mala noticia:
—Individuos y familias huyen del centro de la ciudad, las cofradías de rufianes se están expandiendo y las autoridades han acordonado la zona. Quiero decirles que ya no pueden entrar al centro por ningún motivo. Se han robado niños.
—Yo nunca voy al centro —dijo Lupita Hudson.
—Ni yo —encogió los hombros Marito Montero—. Mi abuela me llevaba a comer tortas de pavo, pero el negocio cerró.
—Todos los comercios del centro han cerrado —agregó miss Eurídice. Permanecí callada. Mis compañeros no tenían una madre tan imprudente
como la mía.
Por último, comentó que el Ayuntamiento estaba considerando clausurar el zoológico, pero los protectores de animales se oponían a su sacrificio.
Lupita Hudson levantó la mano.
—¿Cómo va a ser el futuro, miss?
La maestra tardó en contestar, sus ojos parpadeaban en la pantalla.
—Lo pregunto porque creo que ya nadie sabe a qué vamos a regresar — agregó Lupita.
Miss Eurídice puso dos dedos sobre sus sienes.
—En algunas ciudades empiezan a quitarse las máscaras. Nadie sabe qué sucederá después ni cuánto tiempo pasará hasta que las parejas se animen a tener hijos. Confío en que encontraremos la manera de perdurar.
—¿Cree que desaparecerán los parques como tantas otras cosas? — pregunté ansiosa.
—¿Los parques? No. Los parques siempre encontrarán la forma de sobrevivir.
Era una tarde amarilla, aireada. Mamá, sentada en una banca, vigilaba a Jimena en el tobogán. La niña reía, aunque no tuviera compañeros. Todo se miraba tranquilo, seguro, hasta parecía que el mundo no había cambiado; que los árboles que empezaban a crecer en las azoteas de las casas no significaban nada. Había una palmera con cocos en el techo de la vecina. Caminé alrededor del parque, alejándome más que de costumbre. La fuente estaba seca y deseé que pronto, cuando acabara todo, mamá y su equipo la llenaran de agua. Me senté en la orilla, fingí tocar el líquido e imaginé a Lupita junto a mí. Extrañaba la escuela. Regresé a la banca, me acomodé junto a mamá. Ella miraba lejos, no a mi hermanita sino a las copas de los árboles cuyas ramas oscilaban en un compás arrullador. Se levantó sin decir nada y caminó hacia ellas. Me inquieté. Jimena se subió a la esfera giratoria y mamá miraba los árboles como magnetizada. Sentí un hormigueo en los brazos. Mi estómago se tensó. Me puse de pie, miré a mi alrededor, volví a sentarme. Qué raro. Fui hasta el coche, tomé la pistola y regresé a la banca, pero me mantuve de pie. Sentí la necesidad de vigilar.
—¡Mamá! —grité—. ¡Mamá!
No contestó, parecía hipnotizada buscando algo entre las ramas. Quité el seguro a la pistola. El aire trajo aquel perfume agradable, atrayente, letárgico. Mamá fijó la vista en un árbol y caminó mansamente hacia él. Corrí veloz. La fiera la esperaba en una rama. Su fragancia se expandió poderosa, aturdiendo a mamá. Extendí el brazo apuntando a mi objetivo. La pantera levantó los ojos y mostró su terrible mirada. Con toda su potencia saltó rugiente hacia mi madre. La bala la atravesó en el aire. Su cuerpo negro lustroso se desplomó sobre la tierra al caer.
Corrí por Jimena. Seguía dentro de la esfera, aferrada a los barrotes. La esfera giraba como si alguien la hubiera empujado. Apunté para aquí, para allá, buscando el peligro. Sudaba, tenía las manos calientes. Mi vista y olfato se crisparon. Me sentía cargada de fuerza. Permanecí atenta a cualquier movimiento, sonido, sombra, hasta que mi madre se repuso y llamó al Ayuntamiento.
Mamá acarició con una inexplicable ternura el cuerpo de la pantera y le cerró los ojos. Una opresión me cerró el pecho. Hubiera preferido no matarla. No volvimos a hablar de esto, de esa belleza, esa majestuosidad, ese peligro. Sólo Jimena la nombraba cuando sacaba la cabeza por la ventana y gritaba: “¡Panteraaa!”
Tres días después, gente anónima abrió las jaulas del zoológico. A la ciudad salieron jirafas, leones, tigres, llamas, gorilas, elefantes, avestruces, flamencos, cebras y todos los animales que estaban cautivos. Empezó su lucha por la sobrevivencia y enfrentamientos con los animales que llegaban de fuera. Los parques se convirtieron en territorio salvaje. En la piscina de Lupita apareció un cocodrilo.
Jimena despertó acelerada el día de mi cumpleaños. Quitamos las sábanas de los muebles y barrimos la sala y el comedor. En la tarde mamá me condujo al salón con los ojos vendados. “¡Sorpresa!”, dijeron todos al unísono. Fue emocionante saludar a mis amigos, como si de verdad estuvieran en mi casa. Era alucinante verlos de tamaño real. Todos habíamos cambiado. Nos mirábamos, reconociéndonos. Mario Montero creció, se alargó su cara. Lupita lucía más espigada y con el pelo corto; entre sus piernas giraba su yorkie. Vino hacia mí para abrazarme, pero su imagen me traspasó y empezamos a reír. Mamá puso música para bailar. Jimena caminaba en medio de los hologramas y mis amigos se entusiasmaron de ver a una niña tan pequeña. Cuando anocheció seguíamos bailando. En toda la cuadra debió notarse el brillo de la casa y escucharse la música.
La gente empezó a emigrar. Nadie quería toparse con una boa constrictor. Mamá dijo que, aunque la selva se comiera a la ciudad, nosotras nos quedaríamos.
—¿A dónde ir? ¿A una ciudad de las de sálvense quien pueda? ¿Solas a la mitad de la jungla? ¿A la mitad de la nada?
Además, aquí tenía su trabajo y ahora estaba ocupada por la imparable penetración de lo salvaje. El alcalde, con el pelo ya blanco, siguió sesionando para salvar la ciudad con los regidores que se quedaban. Yo ocultaba a mamá que en nuestros paseos en la camioneta veía menos casas con luz y más tragadas por la maleza.
Jimena se puso insufrible sin el desahogo de los parques. Vació en el lavabo el perfume preferido de mamá. Como última opción recurrimos al techo de la casa. Colocamos sillas plegables, una mesa, una malla sombra. La gente descubrió que era ameno instalarse en las azoteas a conversar. Empezaron a
crecer árboles, plantas y flores en los techos y a construirse puentes entre los edificios. Se instalaron telescopios para mirar los planetas. Había tanto aire fresco, que los regidores decidieron eliminar las mascarillas.
Desde mi techo alcanzaba a ver mi parque. Me daba la impresión de que esperaba el regreso de los niños, las mamás conversadoras, los bebés en sus cochecitos. Sus árboles se llenaron de loros. Apareció un chimpancé aprendió a aventarse por el tobogán. En las noches, en la pista de patinaje, aullaban lobos.
La maestra Eurídice suspendió la clase de geografía para decirnos, emocionada, que gente nueva empezaba a llegar. El cabildo otorgó facilidades a los forasteros. Dieron casas abandonadas a estos inmigrantes a cambio de que las restaurasen. Eran familias que habían huido de las ciudades sálvense quien pueda.
El alcalde, con el ánimo reparado, comunicó por la televisión que entre los inmigrantes llegó una mujer embarazada. Mamá abrió grandes los ojos y adelantó el torso. Nacerían niños de nuevo. Tardamos unos días en asimilar la noticia. Había que construir una maternidad, replantear las escuelas, fundar centros de recreo.
Terminaremos edificando una ciudad arriba de la otra. Por lo pronto hay más puentes, calles sobre pilares y la vegetación sigue creciendo y multiplicándose en las azoteas. Mucha gente cultiva ahí sus hortalizas. Ha comenzado la construcción de una amplia plaza en el segundo piso. A veces olvido si estoy arriba o abajo. La nueva ciudad será una réplica moderna de la antigua. La mayoría de la gente prefiere vivir arriba, en la novedad, la seguridad, la prosperidad. Yo también. Basta decir que en dos días es el cumpleaños de
Lupita y, como ella siempre lleva la delantera, nos ha invitado de manera real a su nueva casa, que está encima de la anterior. Estoy contenta pero nerviosa, veré a mis amigos otra vez, podré tocarlos, abrazarlos, ahora que han quitado las restricciones. A todo mundo digo que estoy feliz en nuestra morada alta que mamá mandó edificar, y en la que ha recuperado el entusiasmo. He regresado a clases de tenis y Darío me ha inscrito en una competencia de tiro. Lo que no confieso a nadie, ni siquiera a mamá, es que a escondidas mantendré siempre una puerta de la casa antigua abierta y, cuando duerman en la casa de arriba, me deslizaré a la ciudad de abajo, la de los animales, iluminaré la sala para recordar a papá y a mamá bailando y a Jimena corriendo con los brazos abiertos. Abriré mi camino entre los animales y quitaré las rejas para que entren en mi jardín. Regresaré una y otra vez al árbol de mamá, en donde estaremos siempre las tres abrazadas, y le hablaré sobre mi vida adulta. E iré a mi parque original a buscar a mi pantera, y cada vez que la encuentre, me dejaré cautivar por ella, disfrutaré largo rato de tanta belleza, de aquel perfume y de la fascinante mirada.
Gará Castro
Gará Castro nació en Mérida, Yucatán, en 1961. Es licenciada en Informática por la UIA de la CDMX.
En 2015 ganó el Premio Estatal de Cuento de la SEDECULTA y el Concurso de Cuento de El Diario de Yucatán. Miembro de la Escuela de escritores de Yucatán, ha participado en talleres de la 68 Casa de Cultura Elena Poniatowska y dirigido cursos literarios. Obra suya está publicada en periódicos, medios digitales y antologías. Familias perfectas es su primer libro