Nadie puede callarme los ojos
Juan Mireles
La preocupación, la angustia: el derrumbe en los ojos. Los elementos se mezclan: inocentes, calles, balas distribuidas en un azar violento: la fotografía. Más allá, el hambre. Una televisión. El noticiero. Una noche lluviosa. Otro titular en el periódico y otra muerte y otros muertos: los desaparecidos. Nadie es nombrado: somos un número con el que se nos condena. Resulta de pronto la pregunta, ¿cuándo seguiré yo? El número escondido entre los cabellos es una visión del futuro, de la catástrofe individual. La familia y los hijos se pierden en el vacío que dejan las mujeres muertas: la salvación se desvanece ante nuestros ojos que muestran una incertidumbre que de tanto va petrificándose.
Las calles, su muchedumbre, nulifican cierta sensibilidad: la conversación es humo que los autos dejan escapar por sus fisuras: el ruido, lo ensordecedor que nos calla: tantas voces en conjunto gritan el hambre: todos caen. Somos una crucifixión advertida, sólo eso, la amenaza. Nada se cumple o se cumple a medias. El apocalipsis no llega. Ni queriendo lograremos acabar con nosotros, sólo se continúan infectando las heridas que siempre duelen. Me vuelvo hacia los otros y se caen al igual que yo en un reflejo inconsciente, un duelo que no termina por pasarse del todo. Nos quedamos a mitad de camino, escuchando, leyendo el sufrimiento que inunda las venas de todos. “Nunca me va a pasar”. “A mí no”. “Imposible”. En un tiempo fuimos ciegos. No quisimos ver la carne, sus pedazos. Hoy todos nos movemos en el lodazal. Hoy todos podemos ver los huecos, vacíos por donde salen los humores de ese inmenso cuerpo del que somos parte. Dalí tenía razón. Dalí abrió los cajones que contenían la miseria humana. Olemos a algo muy distinto a lo que deberíamos oler; tal vez, en el principio sólo podíamos identificarnos entre nosotros, al rastrear el cálido rumor de la sal recorriéndonos: el mar. Más adelante otro llanto y otra madre que exige una justicia que la propia ley no comprende, porque la justicia es un concepto que se ha derrumbado sobre nosotros.
Llora una madre, llora a su muerta, a su desaparecida, a los restos de su hija que nada más ella reconoce, y al hacerlo, también muere.
Recostarse junto a los muertos, cerrar los ojos, es la única forma de huirse, para no terminar, en algún momento, rendidos a las formas más violentas posibles.
Sí, lo irrespirable…, no es el ambiente, sino los otros que, bien pensado, tienen la misma cara: esa transparencia que escondemos detrás de la máscara y que de tanto fingir, se nos pierde, porque nos la fijamos muy bien al rostro, hasta que encarna. Ahí nos creemos distintos, porque al no saber de qué estamos hechos, al no saber realmente nuestra naturaleza, nos inventamos otros nombres, otras ropas, otras formas de caminar, de mirar, de hablar, para entonces rebautizarnos con las cenizas y el polvo de los que ya lo han hecho: la tradición.
Vuelvo. La televisión sigue encendida. Un reportero narra los hechos ocurridos hace apenas instantes: tres adolescentes muertos por arma de fuego. El dinero y la posibilidad que da el arrebato, su sencillez, esa simpleza que se advierte impune. El camarógrafo se concentra en los pies de Kevin “N”. No hay detenidos. La lluvia continúa en la Ciudad de México.
Una voz, desde el otro extremo del departamento, me dice que ya no piense, que ya no importa, que ese malestar me va a consumir —yo estaba hablando en voz alta, en el sueño—. El desahogo, la inconformidad, el grito, lo mutila la rendición de lo cotidiano. Y puede ser cierto: pensar es perderse o creer, que a final de cuentas, no tiene caso ir más allá de las cosas, porque quizá aquello terminará conmigo y con mi mundo y el de afuera: la sociedad que al unísono canta una melodía fúnebre, al cielo, a lo inhabitable.
Celia no entiende que mi dolencia tiene un desdoblamiento que no sirve sino para configurarme de tal forma que el malestar esté siempre ahí. Esa obstinación que podría ser placentera; sin embargo, su principal función es la de no hacerme olvidar que aquí, estamos muertos.
Yo duermo con las cejas arqueadas, la mano apretando el descansabrazos del sofá, la tensión en mi rostro por todos los fiambres que se me acumulan del otro lado. En la pesadez, el hundimiento, pudo ver las cosas tal cual son.
Picasso no podía explicar sus pinturas porque aquéllos no eran capaces de ver lo que él. En este sentido, cómo puedo explicarle a mi mujer, a quien sea, que lo que veo afuera, también me está pasando muy adentro.
La tragedia y su desmesura: su gangrena; y sus pedazos cayendo sobre el mundo.
Me levanto del sofá. Al fondo está el estudio. El cuarto que todos tenemos dentro, como pensaba Kafka, para pensar otras cosas. El hombre moderno lo exteriorizó de tal manera que ahora es un espacio físico en el que hay libreros llenos de literatura, un escritorio, una pluma, notas, libretas, más libros, revistas, borradores y una computadora con la que comienzo a escribir mis sueños muertos.
Dentro de mí existe una falla y la energía de los caídos son capaces de percibirla también. Bourdieu fue exacto: las personas perciben y son conscientes de lo que sucede, lo que les falta es entenderlo, comprender realmente el origen de sus malestares y el de los otros. Y ahí estoy yo, intentando explicar las heridas:
Todo está enfocado en la humanidad del futuro, pero yo me pregunto si en ese avance que planean los entusiastas estaremos los de a pie o serán otros, o están pensando en otra especie, en una mucho más artificial y dócil, adaptable a los softwares, a los procesadores, a la inteligencia artificial. Esa maldita confusión. Ese purgatorio en el que estamos viviendo y que más que un lugar “es un tiempo”. Sí, Jacques Le Goff, sí, es sólo un tiempo dispuesto para resolver el enigma de la muerte. Ese proceso para sacar el odio y la pertenencia y las conexiones con los demás que se han ido; pero no podemos renunciar a la tibieza de las imágenes que nos sirven de refugio, al cariño que aguardan: esa infancia, esa capacidad por amarlo todo es lo que extrañamos, es lo que evita desprendernos: muertos que aferramos a lugares que son ofrendas que son altares, donde invocamos la presencia y la salvación de los que se quedan.
El amor-odio, el odio-amor y a veces sólo el odio, y basta con mirar alrededor para resignarse a odiar, para buscar en la escritura una expresión que alcance a los que ahora mismo lloran o gritan o se acongojan o creen ser todas las penas del mundo, la pena en sí: el melancólico.
Pienso en el sufrimiento, la indolencia, el clamor de justicia, en las cruces (karma que nos persigue), en los gestos hipócritas de los gobernantes; pienso en los puentes y sus colgados, en las cartulinas con faltas de ortografía amenazantes, en los acribillados, en la peligrosidad de las grandes ciudades en donde todo puede pasar en cualquier momento; pienso en la capacidad de los vivos por aferrarse a la esperanza y a esas familias que lo han perdido todo y que no saben cómo empezar de nuevo porque lo suyo fue una suerte de actos que de alguna manera fueron encadenándose hasta conseguir una casa o un cuarto y un hijo o unos hijos y un marido o una esposa y un trabajo o varios trabajos y entonces todo se termina, y más allá de eso, la imposibilidad, un rumor ajeno que no termina por ser claro.
Los hechos, las evidencias, costras que anuncian todo lo mal hecho. ¿A quién culpar? A todos y a nadie.
Seamos un paisaje desolador, una pintura que alguien mira desde afuera. Dejémonos que alguien nos reconozca a la distancia, para que venga a rescatarnos, para que acumule la suficiente fuerza para imaginarnos de otra manera, una menos cínica y desapegada, menos podrida. Porque si no, el escape será ilusorio. No habrá muerte que funcione para despertarnos. Ni mujer que pueda revelarnos la idea del mundo, su complejidad —ellas son el sitio en donde todo sucede; sin embargo, se dice que estar en el hecho en sí, es vivir una parte, que desde cierta distancia se logra ver todo, entender, y en ese sentido, quien siempre ha mirado desde lejos ha sido el hombre, quien sólo se ha quedado mirando la podredumbre—.
Salgo del estudio agotado. Vuelvo a la cama. Abrazo a Celia. Ella no quiere saber acerca de lo que escribí. No me lo dice pero sé que no quiere escucharme: ella sólo quiere prestarme sus ojos para que vea la belleza del mundo. Me lo ha dicho.
Por ahora me voy a concentrar en ella, en su mejor perfil, en sus relajados pechos, en su boca llena de flores y de nacimiento, en su principio, en sus palabras cálidas que silencian a los dolorosos, a los heridos, porque ella ve agua donde hay sangre y ve grandes árboles frutales donde yo veo cabezas cercenadas. Celia, desde hace tiempo, advierte que lo agrio de mi boca la va quemando poco a poco. Mis palabras la incomodan, pero quizá lo que más la asusta es cuando me escucha hablando en sueños.
Está harta de callarme día y noche. Me quiere arrancar los ojos, para apaciguarme.
Juan Mireles. Estado de México, 1984. Escritor, editor y articulista. Actualmente dirige la editorial Capítulo Siete y la revista literaria y de arte Monolito. Es autor de la novela Yo [el otro] Octavio (Ediciones El Viaje. México, 2014) y Algunas cosas que contar -o el significado de los días (Ediciones Letras de Pasto Verde. México, 2017). Colaborador del noticiero de Eduardo Ruíz-Healy en Radiofórmula y Telefórmula. Ha sido publicado en más de una treintena de revistas en Latinoamérica, España, Brasil y Estados Unidos; columnista durante los últimos seis años en medios digitales e impresos tanto en España, Brasil y México.