Dossier: Saúl Ibargoyen (I)

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La revista realiza este pequeño reconocimiento a Saúl Ibargoyen, mas allá de su reconocida valía creativa, como poeta, narrador, ensayista y crítico social, Asimismo, pues fue un colaborador constante con nuestra publicación, nos acompañó como traductor de poemas del portugués, la entrega de poemas de su propia creación, a lo largo de estos 30 años y la colaboración de enlace con escritores de diferentes partes de nuestro continente.., Fue y es parte activa de la difusión literaria de Blanco Móvil .

Eduardo Mosches

 

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SAÚL IBARGOYEN

 

La vasta y reconocida trayectoria del maestro Saúl Ibargoyen -poeta, novelista, cuentista, editor, dramaturgo, ensayista, docente, periodista y traductor- de origen uruguayo mexicano está plasmada en un centenar de publicaciones que quedan como legado para la literatura latinoamericana.  Entre ellas destacan Soñar la muerte (1994), El escriba de pie (2003) con el cual obtuvo el Premio Nacional Carlos Pellicer para obra publicada en 2002, ¿Palabras? (2006) que lo hizo acreedor al Premio Nacional de Poesía Juegos Florales de San Juan del Río en 2004, Sangre en el Sur (2007)  y Gran Cambalache de 2013. En 2008 el poeta fue nombrado miembro de la Academia de las Letras de Uruguay, su país de origen, donde recibió, también, varios premios y reconocimientos que pueden consultarse en la página Palabra Virtual donde, también, encontraremos poemas de Ibargoyen en su propia voz.

Saúl fue integrante de la llamada “Generación de la Crisis”, ubicada en Uruguay, entre los años 50 y 60 del siglo XX y radicó en México desde 1976 obteniendo la nacionalidad mexicana en 2001. Fue maestro de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM y director de numerosos curos y talleres literarios en México y Latinoamérica (Taller Juntaversos el más reciente), fungió como editor de la Revista de Literatura Mexicana Contemporánea y Subdirector de la Revista Plural. Nombrado Doctor Honoris Causa por la Universidad “Monseñor Oscar Romero” de El Salvador colaboró en la edición electrónica de la antología 43 poetas por Ayotzinapa publicada en 2015. Recibió el Bastón de Mando de los Pueblos Originarios en el estado de Hidalgo. Su obra fue traducida al inglés, ruso, francés, polaco, coreano, portugués, bielorruso, rumano, árabe, alemán, esloveno, croata, italiano y neerlandés

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ALADA PRESUNCIÓN DE LA SEMILLA

Angélica Santa Olaya

Coyoacán, 13 enero 2019

 

El conocimiento absoluto, no existe, pero hay que buscarlo… Quizá el amor tampoco exista, pero hay que buscarlo, dijo Saúl aquel día mientras hojeábamos libros de poesía y conversábamos de la insustancialidad de las certezas y de la dolorosa materialidad de la injusticia en la intimidad de su estudio, acogidos por la impaciente tibieza de las palabras que asomaban por entre los lomos polvorientos o lustrosos desde los altos libreros de la pequeña habitación.

Me gustaron tanto estas frases que las escribí de inmediato en la memoria de las cosas sustanciales. Faltaba espacio para almacenar tantas sabias y amorosas palabras germinadas por su boca de vate irredento, auténtico hasta la crudeza, terco en su colectivo pensar, amoroso en su áspera, pero límpida ternura. Conversar con Saúl Ibargoyen era beber de una fuente inagotable de sabiduría. Su memoria prodigiosa, la cual conservó hasta el último momento de conciencia, tenía la lucidez y el brillo de una necia luciérnaga que alumbra la oscura realidad.

Saúl tenía la fragilidad física de una libélula y su misma agilidad. Iba de un lado a otro sin cesar a todos los lugares donde la palabra pudiese habitar y ser construida. Volaba de un lado a otro del mundo dejando en el soplo de sus alas el mágico aliento de la poesía verdadera. Esa que sólo existe en los seres que no fingen, que lo dicen todo sin importar las consecuencias.

No soy el escriba

ni sentado

ni en cuclillas

apenas balbuceante

apenas de pie.

Simplemente no pude mentir.

 

Saúl Ibargoyen no le mentía a la poesía porque sabía que ella era su amante más fiel. Entre sus palabras preferidas estaba “pellejo”. Esta palabra y sus derivados son una constante en la obra de Saúl y tengo la impresión de que cada pellejo nombrado por el poeta es precisamente esa piel de la que él se desprende para mostrarse ante los demás a través de su palabra.  Esa cubierta, cáscara o escama, como también le llama, que parecemos ser y que con frecuencia se aleja de las profundidades. Con ella, el entrañable maestro nos alerta acerca de esa apariencia que puede resecarse, desgarrarse o incluso partir y abandonarnos dejando lo esencial intacto. Como la cáscara que cubre la carne jugosa, no siempre gustosa, de un fruto pero que, sin lugar a dudas, constituye la sustancia de su ser y a la que hay que llegar para conocerse.  

Saúl Ibargoyen escribió y escribió, caminó y caminó por los despellejados y violentos territorios de este planeta sin soltar la pluma.  Cada poema, cada cuento, cada novela, cada testimonio, es un intento de conocimiento y autoexplicación.  Cada verso y cada línea la confirmación de que no pudo detenerse en el camino porque es un “animal incesante” que nos regala, paso a paso, la belleza y profundidad de su palabra que invoca los pellejos de todos los lectores, escuchas y aprendices.

Por eso Juan Gelman, quien compartió con él la dura experiencia del exilio además de la amistad, decía que Saúl era un “poeta original” que “suele padecer el embate del silencio que le dedican quienes están afiliados a lo novedoso y no atienden a lo sustancial.”  La palabra de Ibargoyen no fue vacua ni cumplió mandatos de silencio acerca de lo esencial que es, siempre, lo que a todos atañe. Por eso a veces el atronador silencio a su alrededor, por eso la cruenta cáscara de la indiferencia que de soslayo lo miraba, a veces, como se mira la verdad que padece de impudores. Las rasposas “pellejas” en las letras de Saúl no eran tersas y a veces rezumaban mostrando los agrios jugos en que dormita la indolencia. Palabras no aptas para oídos sordos guardados en la caja de las canonjías. Palabras que para el poeta eran un instrumento social. La firmeza de su ideología política marxista-leninista aderezada con el budismo y el sufismo, no era un abalorio sino la viva encarnación de la dolencia por el otro.  En ella no cabía el individualismo ni la falta de amor y esa membrana, tejida con el pensamiento y el sentimiento más desnudos, lo cubrió siempre con la luz que pertenece a los seres que esparcen su vital esencia con la sencilla generosidad de la semilla.

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El poeta Fernando Corona lo ha nombrado, sin titubeos, “el poeta más poeta” porque él y su palabra, entes indisolubles, perennes animales incesantes, eran Poesía. Cuando lo escrito va de la mano de lo andado no hay diferencia entre el poeta y su verso. Imposible distinguir al uno sin el otro. La poesía de Saúl Ibargoyen es inconfundible porque lleva el sello de la autenticidad y de la intensidad con que eróticamente, en el amplio sentido del término, exorcizaba la prolija turbiedad de lo inmóvil. Y, sin embargo, reconocía la belleza aún en lo confuso. Sacaba el agua de la piedra con su cincel de escriba terco que ha decidido grabar su huella indeleble. Y con esa misma humildad del escriba que sólo tiene cincel y corazón, dejó luminosos rastros forjados con recuerdos como hacen los grandes poetas con la tierra que los vio pasar.

 Para Angélica de su presunto maestro y amigo, Saúl Ibargoyen solía firmar -abrazos más, abrazos menos- los libros que me regalaba subrayando, con el “presunto”, la vulnerabilidad de la certeza que en él era cualidad y no defecto. Cuando escribió “Para la amiga y colega” mi corazón dio un vuelco porque sabía que él no hablaba de más ni perseguía la facilidad de algunas sonrisas triviales. Si alguna palabra, sobre mi palabra, creí con la certeza de estar viendo la luz, fue la de él. Porque cuando tuvo que sustituir la sonrisa por el gesto adusto para señalar el abrojo lo hizo y cuando tuvo que empujar el carro de la ajena indecisión lo hizo también con la férrea disciplina que tan bien sabía combinar con la claridad de sus afectos. Corregirnos sin dejar de hacernos sentir su cariño fue uno de sus grandes regalos.

Recuerdo que, al terminar el diplomado de Creación Literaria en la SOGEM, el cual cursé del 2004 al 2006, el maestro invitó, al terminar la última clase, a un pequeño grupo de alumnos, yo entre ellos, a conformar un taller fuera de aulas que, junto con sus enseñanzas anteriores, sentó las bases de mi quehacer literario. Desde ese momento se convirtió en mi guía, en mi gurú. Cuando publiqué mi segundo libro, “El lado oscuro del espejo”, tuve la ocurrencia de solicitar el prólogo de un renombrado poeta que en el texto más bien descalificaba mi trabajo. Totalmente confundida y triste, acudí a mi maestro y le pedí que me diera su opinión y la verdad porque, mi juventud y mi corto camino en el mundo literario, me hicieron trastabillar y contemplar la posibilidad de abandonar el intento de ser escritora. Cuando me llamó, luego de haber leído el libro, dijo: “Tengo que hacerte algunas indicaciones”. Temblé.  Al llegar me señaló una coma de más, un punto y el traslado de un verso a otro lugar del poema donde la música era mejor. Criticó mis tres puntos suspensivos que nunca le gustaron y que son mi maña. “Pero, ¿es publicable?”, pregunté aún incrédula. Me miró fijamente y dijo: “¡Por supuesto que es publicable! ¿Por qué no habría de serlo?” Y escribió la contraportada poniendo el calor de su mano en el hombro de mi temor. Nunca le mencioné el susodicho prólogo. Y, entonces, más que nunca, seguí con toda atención y  hambre sus enseñanzas que no sólo eran literarias, sino principalmente, de vida. La congruencia, la generosidad, la sensibilidad le eran inevitables.

Saúl Ibargoyen sufrió, física y psicológicamente, los golpes del poder desmesurado que transforma a los hombres en bestias indolentes y altaneras.  En junio del 2014, la UNACAR, Universidad Autónoma del Carmen, Campeche, rindió al maestro Ibargoyen uno de los numerosos homenajes de que fue sujeto. Ahí tuve el honor de proporcionar un acercamiento, al público carmelita, sobre su obra y su relación con las cruentas vivencias experimentadas durante la dictadura que propició su exilio en México donde permaneció 43 años hasta su muerte.

El poeta luchó, decenas de años, contra la indolencia y contra los estragos del exceso de poder no solamente desde su literatura en libros como Poesía política, Volver volver o Sangre en el Sur, por ejemplo.  Saúl es admirable porque luchó esgrimiendo la pluma para denunciar las desgracias del abuso de poder en las sociedades y también luchó, de manera directa y personal, en la construcción de una opción de gobierno mejor para las sociedades latinoamericanas. Sólo quien ha vivido en carne propia la tortura y el encarcelamiento, sólo quien sabe lo que es la huida en medio de la noche evadiendo al enemigo, sólo quien ha amado a un país, a una mujer, a un amigo, a un hermano o a una causa con la pasión con que Saúl lo hizo puede escribir desde el corazón el manifiesto amoroso, bien arraigado en la tierra, que lo echó al mundo. Un legado que Saúl desgranó, palabra a palabra, semilla a semilla, a lo largo de los años en su obra literaria. 

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Pero no por esgrimir la pluma como arma se olvidó de amar y cantar a la mujer. Saúl no sólo cantó a la dolencia y al deseo de justicia en el mundo. Amó y cantó a las mujeres que, sin saberlo, paren a veces a los monstruos y a sus víctimas. Les cantó porque son el origen de la esperanza que el poeta tanto busca en los entresijos de las letras. El poeta ama la justicia de la palabra y de las mujeres al crear vida y materia con el amor. Las ama y les canta a todas. A las amorosas, a las malditas, a las polvorientas, a las solísimas, a las enviejadas, a las llorosas, a las eróticas, a las hermosas, a las sacerdotisas, a las extranjeras, a las doncellas, a las deshojadas, a las que viajan en avión y a las encalzonadas. Todas las mujeres y sus empellejados encantos fueron inspiración para la pluma del escriba que canta de pie a su diversa magia en libros como Poemas con amor, Erótica mía, Maldita mía o La musa en calzones.

 

Saúl Ibargoyen es un escritor mayor no sólo por la multiplicidad de sus temas sino por la variedad de géneros literarios que produjo. Novela, poesía, cuento, ensayo, testimonio. Además de ser periodista, traductor, editor, jurado, congresista, conferencista, prologuista, colofonista, incluso presentador de presuntos escritores árabes, activista y, por supuesto, Maestro. Un maestro generoso que compartió su sabiduría y su conocimiento; porque sabiduría y conocimiento no son lo mismo. Sabiduría es más que conocimiento, es intuición, es emoción, es corazón. Yo seguí su huella con fiel interés y amoroso respeto porque no sólo compartió conmigo su saber y conocimiento, sino porque fungió como discreto impulsor-catalizador de mi andar por el difícil mundo literario. De él he recibí no sólo la herramienta y la técnica, sino también la intención del conocimiento propio y de la otredad. Lo más valioso que Saúl me regaló, aparte de su amistad, es la conciencia de la otredad. Saúl no es un escritor del sólo si mismo. Su conciencia colectiva va de la mano de su experiencia y su grandeza humana.

Él, el Poeta. El despellejado que no duerme, el animal incesante, el palabrero de todos los abismos y todas las fronteras, el Escriba de pie que nos enseñó su peculiar y poético  modo de estar y tratar de ser en el mundo, o en la realidad, que es más pequeña que el mundo para nunca olvidar quién se es, junto a la musa, o el muso, que a veces andan por ahí rondando y cantando sus heridas en calzones.

 

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