Zap. Moacyr Sclair traducción de Raúl Sosa.
Tomado de: “Los cien mejores cuentos brasileños del SXX.”
No hace mucho que tenemos este nuevo televisor a control remoto. Debo
decir que se trata de un instrumento sin el cual ahora no sabría vivir.
Me paso los días sentado en el viejo sofá, cambiando de un canal a otro; una
tarea que antes requería cierto movimiento pero que ahora es mucho más fácil;
estoy en un canal, no me gusta, zap, cambio a otro. No me gusta, de nuevo,
zap, cambio a otro.” Un día me gustaría ganar en dólares el número de veces
que cambias de canal en una hora”, me dice mi madre. Se trata de una
pretensión fantasiosa, pero al menos indica una disposición al humor,
admirable en esa mujer.
Mi madre sufre. Siempre sufrió. Infancia carente, padre cruel, etc. Pero su
sufrimiento aumentó mucho cuando mi padre la dejó. Hace tiempo ya, luego
que yo nací y ahora tengo trece años. Una edad en la que se ve mucha
televisión, y en la que se cambia de canal constantemente, aunque mi madre
piense que eso es un absurdo. Desde la pantalla, una joven sonriente pregunta
si el querido telespectador ya conoce cierto nuevo jabón en polvo. No
conozco, ni quiero conocer, de manera que Zap, cambio de canal. “¡No me
abandones, Mariana, no me abandones!”! ¡Te abandono! No tengo el menor
remordimiento, tratándose de telenovelas, zap, y ahora es un dibujo animado
que ya vi doscientas veces, y zap, un hombre hablando. Un hombre abrazado a
una guitarra eléctrica le habla a una conductora. Es un roquero.
Además de lo que está diciendo, que es un roquero, que siempre fue y siempre
será un roquero. Tal vehemencia se justifica porque no parece un roquero, es
medio viejo, tiene el cabello gris, arrugas, le falta un diente. Es mi padre. Y
esta hablando sobre mí. ¿Usted tiene un hijo, no es así? Pregunta la
conductora, y él algo presionado por la situación, poco admisible para un
roquero de verdad, dice que sí, que tiene un hijo, sólo que no lo ve desde hace
mucho tiempo. Duda un poco y agrega, “Usted sabe, tenía que tomar una
decisión, era la familia o el rock.” La entrevistadora, no obstante, insiste, (¡que
pesada!) ¿Pero a su hijo le gusta el rock? ¿Que usted sepa, a su hijo le gusta el
rock? Él se revuelve en la silla; el micrófono, sujeto en su desteñida camisa le
roza el pecho, produciendo un sonoro y desagradable ruido. Su angustia es
comprensible, ahí está, en un programa local y de bajísima audiencia, y
todavía tiene que pasar por el vejamen de una pregunta que lo incomoda y a la
cual no sabe responder. Entonces él me mira. Ustedes dirán que es a la cámara
que mira, aparentemente es eso, aparentemente está mirando a la cámara,
como le dijeron que hiciera, pero en realidad, es a mí a quien mira, sabe que,
en algún lugar, frente a un televisor, estoy mirando su rostro atormentado, las
lágrimas corriéndome por la cara, y en mi mirada busca la respuesta a la
pregunta de la conductora. ¿Te gusta el rock? ¿Me quieres? ¿Me perdonas?
Pero ahí comete un error, un equívoco mortal; insensiblemente,
automáticamente, sus dedos comienzan a rasgar las cuerdas de su guitarra, es
el vicio del viejo roquero, del que no se puede librar nunca, nunca. Su rostro
se ilumina (¿reflectores que se encienden?) y va a decir que si, que su hijo ama
el rock tanto como él, pero en ese momento, zap, acciono el control remoto y
desaparece. En su lugar, una bella y sonriente joven que está desnuda
(exceptuando el pequeño reloj que lleva en la muñeca) completamente
desnuda.