WALTER BENJAMIN Y JOSÉ EMILIO PACHECO – ANTE EL LIBRO DEL MUNDO POR DANIEL ROJAS PACHAS






Walter Benjamin ante el libro del Mundo de José Emilio Pacheco parece estar narrando un relato policial, no es casual que el hecho diera pie a una investigación que culminó con el film noir, a medio camino entre el documental y el video art Quién mato a Walter Benjamin de David Mauas y la novela El pasajero Walter Benjamin de Ricardo Cano, que se centra en la recreación de los pasos que llevan al suicidio del intelectual por una sobredosis de morfina en una fonda en Portbou, un pueblo de frontera, testigo del horror de la persecución y el anhelo de libertad.

El retrato del crimen: La absurda muerte de uno de los más grandes pensadores del siglo XX en el marco de la segunda guerra. Una detención a pasos de su salida a Norteamérica y su anodina resolución. Los implicados quedan libres, menos uno, el misterioso hombre del portafolio negro que acaba con su vida.
El portafolio y su contenido, imagen que José Emilio Pacheco deja flotando en su crónica, la cual resuena como un eco que atravesará todo el texto del mexicano. Dos palabras retumban en la mente del lector, tempestad y ruina.

Benjamin brilla como una estrella solitaria ante el tormento que la lectura ensayística de su escritura implica para sus pares académicos. Como diría Martín Cerda en La palabra quebrada, un ejercicio fragmentado, discontinuo y exploratorio.

El texto de Pacheco inicia con una imagen ruinosa, la caída del muro de Berlín y la mirada acomodaticia de los críticos frente al marxismo, esa misma mirada acomodaticia pone en juego otro tipo de persecución, el boicot a la obra de Benjamin producto de la miopía de los teóricos. El origen del drama barroco alemán, el autor lo presentó a la Universidad Goethe de Fráncfort como medio para conseguir un puesto docente, pero el trabajo fue rechazado y este privado de enseñar en la universidad.

La suerte del manuscrito del Proyecto de los pasajes no es menos azarosa, perdido en una bodega digna del cine, como aquella con que cierra El arca perdida, es la otra imagen que Pacheco deja flotando pues ese pudo ser el destino de la obra, sin embargo, dice el mexicano, lo más probable es que haya terminado en un vertedero como parte del detritus cultural al cual Benjamin echaba mano para generar líneas de pensamiento.


Coleccionista empedernido de libros y en especial de obras infantiles (lo cual se puede constatar en la obra Desembalo mi biblioteca) y de objetos como postales, actitud que más que apelar al gusto consumista, nos traslada a una mecánica ligada a la memoria emocional. Recrear los pasos por la historia y los momentos que constituyen la condición del viajero, el sujeto en tránsito.

Las ruinas resuenan una vez más, pues la presencia de los objetos o parte de ellos remiten a una ausencia mayor, las trazas de un recorrido por completar, desdibujado por el tiempo, el aura como “la apariencia consoladora que ha adquirido lo lejano, lo extraordinario”.

El proyecto de los pasajes en esa medida, reconstruido a partir de apuntes inacabados, delata una esfera mayor del pensamiento escamoteado y vuelve a poner el ojo en la persecución, pues el borrador que da vida al libro que finalmente llega a nuestras manos, es la copia que quedó en manos de Georges Bataille, copia que este escondió en la Biblioteca Nacional de Francia para evitar los Nazis lo destruyeran.

La relación de Benjamin con la cosas, incluso de manera póstuma, no es antojadiza para usarla como forma de entrada a la obra del alemán, por eso Pacheco no utiliza al azar la imagen de Chichen Itzá para referirse a los fragmentos que sobrevivieron. Al igual que esas postales que Benjamin juntó desde su infancia, el manuscrito inacabado remite a algo inabarcable y escurridizo.

El encuadre es esencial y los vasos comunicantes anidan en los espacios ignorados por el ojo poco entrenado para traducir y ser un cartógrafo de la tierra incógnita. Como señala Pacheco en lo que dicen las cosas que no hablan, luego de dar cuenta de las múltiples dimensiones del autor y pasar lista a todo su recorrido intelectual, la imagen de Benjamin se nos dibuja como el gran arúspice, tampoco es casual la relación del pensador con ese vocablo que remite al sacerdote romano, aquel que ve el futuro en las tripas de los animales.

Benjamin ingresa a las entrañas de la gran bestia moderna, las ciudades y sus canales subrepticios, las galerías, los cabarés, los cafés y los pasajes de Francia, las vitrinas y las luces de neón. Pacheco alucina pensando en el segundo texto, Las ruinas de la utopía, que habría dicho el alemán de haber ingresado al torrente sanguíneo de Ciudad de México, el metro y su intrincado recorrido que delata el desborde de un país. Pues como dice Pacheco, nada triunfa como el fracaso y nada fracasa como el triunfo, esta vez conectando el carácter visionario de Benjamin con la imagen de la ruina, muy cara al tránsito del siglo que este no pudo terminar de recorrer a cabalidad.

El nexo explícito es con su rol de traductor de la historia social, a partir del montaje que puede hacer con las postales del paisaje urbano. Allí se produce un espejo del horror, las ruinas de Berlín, la ciudad familiar demolida y en 1990, tiempo desde el cual nos habla Pacheco, emerge la amenaza latente de una guerra química, lo cual se comunica con nuestro presente, y las ciudades de las tinieblas en que han devenido comunidades enteras en medio oriente.

La historia de esos desplazados cruzando fronteras remite otra vez al hombre del portafolio negro, atemorizado en un cuarto, bajo la custodia de aduaneros y militares. Portbou y otros pueblos de frontera, un espejo deforme del progreso, de cara al abismo, donde acechan monstruos viscosos que ennegrecen aún más la negra noche.




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