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Vivir en México

Augusto Monterroso

 

Sí, pero cuando en 1944 llegué a México era entonces, cuando la vida comenzaba, con una prolongación de la Europa en guerra. Quiero decir que había aquí ya tantos refugiados españoles, checos, alemanes, lituanos, húngaros, rusos, etcétera, que aquel dolor, en apariencia remoto, podía tocarse literalmente con la mano cada vez que uno estrechaba ña de uno de ellos, cosa que pasaba a cualquier hora del día o de la noche, en cualquier casa y casi en cualquier calle.

Estaban también los hispanoamericanos, venidos de la lejana Bolivia, del Perú o de Venezuela, y de aquí cerca, de Nicaragua o de Cuba, con los que no gastaba largas partes de su tiempo hablando del cercano fin de la guerra y de la mejor manera de cambiar el mundo, o sea de política, tanto que de vez en cuando, en medio de una reunión en la que el alcohol había hecho también lo suyo, podía escucharse la voz de Ernesto Cardenal que rogaba desesperado: “¡Hablemos de literatura!” Y por fin, cuerdamente, hablábamos de literatura. Todo aquello ha quedado atrás, como un sueño.

Sin embargo, cuarenta y cinco años más tarde, México sigue siendo el mismo y, por desgracia, Hispanoamérica sigue siendo la misma. Y Europa, ¿volverá a ser la misma? ¿Qué nuevas oleadas de refugiados, checos, alemanes, lituanos, húngaros o serbocroatas volverán, como en un eterno retorno, a instalarse en los cuartos de criados del centro de la ciudad? ¿Habrán llegado ya algunos cuando aparezcan estas líneas?

No, yo no vine a México por mi voluntad; pero por mi propia voluntad sigo aquí, el sitio que considero el mejor para vivir, trabajar y soñar, conservada como la conservo, esta última capacidad, y cerradas las puertas de mi patria, Guatemala, envuelta hoy en crímenes más atroces que los que me empujaron al exilio en 1944; y en 1954, hasta el día de hoy.

¿En qué forma formular, dada mi circunstancia, un elogio de México que no parezca interesado, hijo de la mera gratitud, o lo que sería peor, cursi?

Hace poco me pidieron que hablara de la literatura fantástica mexicana. Y la he buscado y perseguido; en la mía y en bibliotecas públicas y privadas, y esa literatura casi no aparece, porque lo más fantástico a que se puede llegar aquí la imaginación se desvanece en el trasfondo de una vida real y de todos los días que es, no obstante, como un sueño dentro de otro sueño. Lo mágico, lo fantástico y lo maravilloso está siempre a punto de suceder aquí, y sucede, y uno sólo dice: pues sí.

En medio del ruido de la ciudad inmensa hay un gran silencio en el que pueden oírse voces, voces altas y voces apagadas como los murmullos que emitía mi amigo Juan, Juan Rulfo, antes de desaparecer en su propio silencio. Y entre esas voces vivo y persisto, y con una buena dosis diaria, bueno, tal vez sólo semanal, de Séneca, estoy contento, voy y vengo, me alejo y regreso, como desde el primer día. Aquí tengo familia, tengo mujer y tengo hijos; y tengo amigos, cada vez menos, porque las amistades se desgastan, desaparecen o se van concentrando en unos pocos que, a su vez, empiezan a ver las cosas del mismo modo, es decir, con nostalgia, porque la vida está acabando y es mejor irse despidiendo en vida, sin decirlo, simplemente dejándose de ver, de llamar, de amar.

 

[Número 55 – La Literatura Después del Boom]

 

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