Mauro Barea
Aquellos hijos de la chingada vinieron por mí al atardecer. Esperaron a que me tomara una ducha rápida, solo. Un gordo con un tatuaje de un león mal dibujado y mostrando los colmillos en la cabeza rapada, con los pantalones ya abajo y meneando su inmensa polla, se me acercó sonriendo. Tras él llegaron otros tres idiotas, llenos de cicatrices y pinchazos en el cuerpo y bajándose los pantalones también. Se reían y estaban excitadísimos. Agarré la barra de Zote con la que me enjabonaba. La sostuve con fuerza y me volví hacia ellos.
—Si no te resistes, igual lo disfrutas, papi —dijo el gordo menea-pollas, relamiéndose los labios resecos. Los demás rieron. Sus ojos chispeaban y los veía a través del agua cayendo como una cortina sobre mi cabeza. No dije una sola palabra y mi rostro permaneció inexpresivo. Miré las paredes pintarrajeadas con penes y vaginas continuas, ortos como asteriscos y cualquier clase de dibujos soeces con pelos rotulando ese miserable reducto del mundo.
Llevaba recluido unos dos meses en el penal de Querétaro tras el martillazo del juez y su dedo acusador, inmenso, señalándome. Aunque el tiempo era lo menos importante en esa ratonera, en esa suerte de apando: me habían inculpado el asesinato de Elena con una facilidad terrible. Elena, mi Elena. Para lo rápido que me hundía la vida, aquí ya se habían tardado en tratarme de carne fresca.
—Está muerto de miedo ese puto, míralo —dijo uno de los que le acompañaban.
—Déjanos ver ese culito, anda, tira el jabón, no hay pedo, tíralo, no hay pedo —dijo otro, tartamudeando. Estaban temblorosos de placer, como unas bestias babeantes y amorfas.
Oprimí el jabón Zote aún más. Tenía suerte de que aún no estuviera muy gastado. Recordé mis épocas de beisbol en la cuadra, mi brazo que ponchaba a todos los incautos bateadores creyéndose Mark McGwire o Sammy Sosa. La imagen debió venir tan vívida que tiré la barra del tamaño de un ladrillo justo a la cara del gordo. Ni la vio: su nariz crujió al recibir el impacto y el jabón salió rodando, manchado de sangre, un ponche perfecto. Al mismo tiempo, corrí hacia él y le tiré una patada en los huevos. Los otros tardaron dos segundos más en reaccionar, por lo que agarré de nuevo el Zote y lo blandí como una piedra. Estaban demasiado empalmados para entender que me los iba a putear a todos. Pensé en Elena muerta, en el verdadero asesino libre, yo, un chivo atrapado ahí, y mi furia salió como un dragón de mi pecho, sin medir consecuencias, y un velo rojo recubrió mi visión, acompañado de un retumbar de tambores en las sienes. En algún momento, uno de ellos sacó una navaja y me cortó en el cuello y me dio unos piquetes en la espalda. Ya no sentía nada más que coraje. Hice palanca y le rompí el brazo. Su aullido de dolor salió a la par de mi grito de rabia y frustración contenida. Ninguno de ellos sabía pelear arriesgando su vida; eran unos alfeñiques que solo tenían a su favor el tamaño y la facha de criminales de mierda. Uno quiso sujetarme por la espalda y le rompí la nariz de un cabezazo. Sentí el cartílago hundirse bajo mi nuca.
Cuando me di cuenta que seguía descargando golpes a horcajadas sobre el gordo, su cara era una máscara de sangre y tejidos bajo mis puños. Reaccioné entre el susto y la adrenalina y me vi las manos como guantes rojos. El velo rojo desapareció. Los tambores se desvanecieron entre el sonido del agua cayendo en las baldosas. Miré mi cuerpo desnudo salpicado de cortaduras y sangre. Regresé a la ducha, que seguía tirando el agua, y me enjuagué.
Entonces entraron los guardias, quienes con toletazos e insultos me obligaron a vestirme mientras se llevaban a la enfermería a los demás. Esos mierdas debían ser los que vigilaban la orgía y se hacían de la vista gorda a cambio de cigarros, droga o chupe. Me esposaron y condujeron a uno de los calabozos donde no penetraba ni un rayo de luz y del que también había oído hablar con palabras temerosas de los otros reos, “una especie de apando, carnal, ese apando de pesadilla del que hablaba Revueltas en sus cuentos”, nunca entendí ese término hasta ahora. Olor a heces y orines de roedores me abofetearon la nariz. Seguro me esperaba un castigo de días o meses entre la más remota oscuridad y silencio, pero lo que no sabía el sistema penitenciario era que no había oscuridad ni silencio que lograran llenar el vacío dentro de mí, siquiera un poco. Sin esperarlo, un golpe me volteó la cara. Rodé entre la oscuridad, con las manos atadas y viendo estrellas.
—¿Conque el Tigre, eh? Pobre payaso.
Escuché la voz que reverberaba en la oscuridad. Mi vista no se podía acostumbrar a las tinieblas, y solo sentía el aire desplazado por aquella presencia que me hablaba.
—Vas a morir, hijoputa —dijo la voz.
—¿Quién es? —grité, mientras sentía el sabor alcalino de la sangre correr entre mis dientes. Escupí—. ¿Eres tan pinche cobarde que te cubres en lo oscuro, con alguien atado?
Una risa nasal. Un chasquido de dedos, y una débil luz iluminó aquel rostro inexpresivo, que me miraba como si fuese basura. Era un tipo delgado, que llevaba una especie de gabardina negra que lo cubría hasta el cuello, y no permitía ver sus pies. Detrás de él, había otros tipos con la misma indumentaria.
—¿El bebé tiene miedo a la oscuridad? ¿Es eso?
—No, así puedo ver a quién me voy a chingar.
Y por toda respuesta, me abalancé hacia él con las garras por delante, como un tigre, como mi apodo dictaba. Debió haber un instante en el que el tipo se desconcertó completamente; descargué un golpazo al rostro con las esposas a las que me habían atado. Tan mala era la seguridad del puto penal que las esposas estaban viejísimas y el seguro era tan endeble como las que se vendían para los niños en las jugueterías. La sangre salpicó y el tipo se tambaleó. Los otros que le acompañaban no movieron un músculo. Volví a la carga. No me importaba nada en ese momento. Para mí, desde que vi el cadáver de Elena sobre la cama, inexpresiva, con sus ojos castaños abiertos como los de una princesa esperando un beso milagroso, cada instante era matar o morir. Esta vez, el hombre se rehízo y me cogió de la garganta. Me alzó con increíble facilidad y sonrió a través de las cortinillas de sangre que corrían por su frente. Su mirada, de pupilas dilatadas y de muecas furiosas, me fulminaba. Apretaba más fuerte mi cuello y sentía que me ahogaba. Se escuchó un «click». Cuando volvió la mirada a su brazo, comprobó que me había esposado a él. Sin duda lo había agarrado desprevenido.
—¿A qué coño estás jugando, mozalbete?
—La pregunta es para ti, pendejo. A mí no me amedrentas, puto.
Me columpié y asesté un rodillazo a su quijada, que tronó y volvió a hacer eco en el calabozo. El tipo se derrumbó y me llevó con él. Jadeaba y trataba de incorporarme, recordando que había otros tipos en el cuarto. ¿Ya me matarían? Pero, increíblemente, el tipo al que creía fuera de combate me asestó un puñetazo que se hundió en mi vientre. Sentí que el aire salía de golpe y el estómago se me pegaba al espinazo. El tipo se levantó jalándome de las solapas de mi uniforme de presidiario como si nada, y se acomodó la quijada en otro «track» que hizo un eco estremecedor en el calabozo. Seguía impasible, con esa mirada de odio sobre mí. De un movimiento, se soltó el seguro de las esposas y me dejó caer de culo. Veía doble, la consciencia me dejaba. Trataba de respirar pero todo se me iba en toses. Gateé, tratando de rehacerme.
—¡Suficiente, Tlön! Más que suficiente —dijo uno de los hombres que le acompañaban, con la débil luz oscilando haciéndolos apenas visibles en el fondo de la habitación. Parecían unos fantasmas flotando, etéreos, en una dimensión distinta a la nuestra.
—Mena, Alonso. 18 años. Adoptado. Acusado de violación, tráfico de drogas y asesinato en primer grado, pandillerismo. No es de sorprender todo esto, no tiene nada qué perder —dijo otro.
—El chico está dispuesto a morir, y respondió mejor de lo que esperaba —dijo Tlön. Increíblemente no jadeaba ante el esfuerzo realizado, pero la sangre seguía corriendo por su rostro. Al tipo simplemente le importaba un bledo.
—Un poco mayor para reclutamiento, pero está bien. Lo llevaremos. Es el último de la lista aquí.
No entendía nada. Abrieron la puerta, y un par de celadores me sacaron a rastras, me pusieron una capucha negra en la cabeza, nuevas esposas, y ahí empezó mi viaje. Solo me sentí desplazar en un auto, luego en un avión y luego otro auto. Cuando me quitaron las esposas junto con la capucha negra muchas horas después, entre mi visión borrosa y el aturdimiento, descubrí con azoro que me encontraba en una oficina por demás simple, blanca y limpia. No parecía ser ningún presidio. La sed y el hambre me atenazaban el cuerpo y olía a sangre y sudor entremezclados con el aire acondicionado que se colaba por los filtros del techo. Debía parecer un muerto viviente. Detrás de un escritorio, un tipo alto, con uniforme impecable y medallas de todo tipo enganchadas al pecho me miraba con atención. Tras él descubrí, perchada, una bandera con dos franjas rojas y una amarilla. Respondí en automático al apretón de manos que me ofrecía, mientras trataba de asimilar sus palabras.
—Bienvenido al Departamento de Fuerzas Especiales de España, hijo. Has pasado las pruebas mucho mejor de lo que esperábamos. Toma asiento mientras te cuento lo que será de ti de hoy en adelante.
“De hoy en adelante”. Pues les diré algo, sonaba bien. Por primera vez en muchos días me sentí bien a pesar de las dolencias corporales, y le sonreí limpiamente al hombre uniformado; pensé en Elena y sus ojos de princesa, muertos, y su verdadero asesino, suelto y riendo, riendo y quizá volviendo a matar en algún lugar de este mundo. Y por lo pronto, yo ya tenía un día más para pensar en ello.