Un brazo de mujer. Rubem Braga

 

Subí al avión con indiferencia. Como el día no era lindo, lancé apenas una mirada distraída a la ciudad de Río de Janeiro, y me sumergí en la lectura de un periódico. Después me quedé mirando por la ventanilla; no veía sino nubes, y feas. En verdad no estaba en el cielo; pensaba cosas de la tierra, mis pobres, pequeñas cosas. Una molesta somnolencia me fue ganando hasta que una señora nerviosa a mi lado, me dice que: “¡No podemos aterrizar!” El avión ya había llegado a San Pablo, pero estaba dando vueltas dentro de una niebla cerrada, a la espera de la orden para aterrizar. Traté de calmar a la señora.

 

Ella estaba tan preocupada que aunque hiciera frío se abanicaba con una revista. Traté de convencerla de que no se debía abanicar, pero acabé sintiendo que era mejor que lo hiciera. Ella tenía que hacer algo, y la única medida que aparentemente podía tomar en aquel momento de miedo, era abanicarse.

 

Le ofrecí mi periódico doblado, en lugar de la revista, y quedó muy agradecida, como si creyendo que al producir más aire adquiriera mayor eficiencia en su lucha contra la muerte. Invertí cerca de media hora con la aflicción de aquella señora. Al darme cuenta que una amiga de ella estaba en otro asiento, le ofrecí cambiarme de lugar, y aceptó. Pero esperé inútilmente a que recogiera sus piernas para que yo pudiera salir de mi lugar junto a la ventanilla. Acabó confesando que realmente así estaba bien; prefería tener un hombre –“Usted”- a su lado. Eso lisonjeó mi orgullo de caballero; me sentí útil y responsable. Si ese avión no osaba caer, era porque estaba yo allí, un hombre. Ciertamente estaba el piloto y el copiloto, y varios tipos más en el avión. Pero yo era el hombre a su lado, el hombre visible, cercano, el que ella podía tocar. Era en eso que ella confiaba; en este ser de traje de casimir, de corbata, de bigote, a cuyo brazo acabó por aferrarse. No era mi brazo lo que apretaba, sino un brazo de hombre, un ser de misteriosos atributos de fuerza y protección. Llamé a la aeromoza, quien intentó calmar a la señora con galletas, chicles, cafecito, palabras de aliento, y con la mano en su hombro, algodón en sus oídos y una voz suave y firme que a veces contenía un leve regaño, y a veces se mezclaba con una sonrisa que, sin duda, era del reglamento de Aeronáutica Civil, la llamada sonrisa para ocasiones de emergencia.

 

¿Pero de que sirve una aeromoza? No es muy convincente; es una funcionaria. La señora la consideraba evidentemente como una especie de cómplice del avión y de la empresa, y en el fondo (por el resentimiento con que reaccionaba a sus palabras) responsable de aquella niebla peligrosa. La joven de uniforme sin duda, le estaba escondiendo la verdad y diciéndole palabras hipócritas para que ella se dejara matar sin reaccionar. Evidentemente la única persona de confianza era yo. Aquella señora que en el aeropuerto tenía cierto aire desdeñoso y solemne, dijo groserías a la aeromoza y se aferró definitivamente a mí. Entonces me animé a poner mi mano derecha sobre su mano, que me apretaba el brazo. Ese gesto de cariño protector tuvo un efecto completo; dio un profundo suspiro de alivio, cerró los ojos, volteó ligeramente la cabeza hacia mi lado y se quedó inmóvil, quieta. Era claro que mi mano la protegía contra todo y contra todos; estaba como adormecida.

 

El avión continuaba volando monótonamente dentro de una nube obscura; cuando daba un salto más brusco, yo le daba a la pobre señora una garantía suplementaria apretando ligeramente su mano con la mía. Esto sin duda le hacía bien. Volví a mirar tristemente por la ventanilla, veía el ala derecha, un poco alzada, en medio de la neblina. Como la señora no me dio trabajo y el tiempo fue pasando, volví a pensar en mí mismo; triste y débil tema.

 

De repente me vino la idea de que de verdad no podíamos quedarnos eternamente con ese motor roncando en medio de la niebla, y que me podía morir.

 

Estábamos hacía mucho tiempo sobre la ciudad de San Pablo, tal vez estuviera lloviendo abajo; de cualquier manera la gran ciudad, invisible y cercana vivía su vida, indiferente a éste ridículo grupo de hombres y mujeres, presos dentro de un avión, ahí en lo alto.

 

Pensé en San Pablo, y en el joven de veinte años que llegó con veinte pesos en la bolsa una noche, y que salió caminando por el antiguo “Viaduto do Cha,” sin conocer a nadie en la ciudad extraña. Ni ese viejo viaducto existe más, y el aventurero chico de veinte años, callado y lírico, es un triste señor que mira la niebla y piensa en la muerte.

 

Me llegaron otros recuerdos, y pensé que, a la hora de la muerte, según dicen, la gente se acuerda de un montón de cosas antiguas, dulces o tristes. Pero la visión monótona de esa ala en medio de la nube me provocaba una apatía, y ya no pensé más.

 

Era como si detrás de esa niebla el mundo dejara de existir, y por eso poco me importaba morir. Tal vez, hasta fuera bueno sentir un choque brutal y que todo se acabara. La muerte, debía ser eso mismo, una niebla intensa, sin color, sin forma, para siempre.

 

Sentí placer al pensar que ahora no habría nada más, que no sería necesario sentir, ni reaccionar, ni proveer, ni torturarme. Sentí que todas las cosas y criaturas que tenían poder y mandaban en mi alegría o en mi aflicción se habían borrado y disuelto en aquel mundo de niebla.

 

De repente la señora se sobresaltó, y muy preocupada empezó a hacerme preguntas. El avión estaba descendiendo cada vez más, pero aún no se alcanzaba a divisar nada. El motor parecía tener un sonido diferente. Podía ser ese el último y desesperado falso ronquido del minuto anterior a morir reventado y desesperado. La señora extendió el brazo derecho, tomando el respaldo del asiento de adelante, y entonces me di cuenta que esa mujer de cara delgada y dura, tenía un brazo bello, armónico y con buenos músculos. Me quedé viéndolo con calma, desde el hombro fuerte y suave, hasta las manos de dedos largos, y me vino una nostalgia extraordinaria por la tierra, por la belleza humana, por la estimulante y persistente tontería del amor. Ya no quería morir, y la idea de la muerte me pareció tan equivocada, tan fea, tan absurda, que me sobresalté. La muerte era algo gris, oscuro, sin la gracia ni la delicadeza ni el calor, la fuerza rígida de un brazo o un muslo, la suave irradiación de la piel de un cuerpo de mujer joven.

 

Manos, cabellos, cuerpo, músculos, senos, extraordinario milagro de cosas suaves y sensibles, tibias; hechas para ser amadas infinitamente. Toda la fascinación de la vida me golpeó, una profunda delicia y un gusto de vivir, una ardiente y conmovida nostalgia, qué nostalgia los músculos del cuerpo, estiro las piernas, siento un leve ardor en los ojos. ¡No debo morir!

 

Esa apatía mía de segundos atrás me pareció de repente una cosa enfermiza. Levanté la cabeza, miré alrededor a los otros pasajeros como si me dispusiera por fin a hacer algo. Mi gesto pareció inquietar a la señora; pero mirando nuevamente por la ventanilla descubrí casas, una cancha verde de fútbol, un terreno de tierra rojiza, todo ahora a través de un débil velo de neblina. Fue una visión rápida, perdida pronto en la densa niebla, pero me dio una certeza profunda de que estábamos a salvo porque la tierra existía, no era un sueño distante, el mundo no era sólo niebla, y había realmente todo lo que hay, casas, árboles, personas, suelo; un suelo sólido, inmóvil donde uno se puede acostar, donde se puede dormir seguro y con tranquilidad, donde un hombre puede apretar el cuerpo de una mujer para amarla con fuerza, con toda su furia de placer y con todos sus sentidos, apoyándose en el mundo.

 

En el aeropuerto, mientras esperaba el equipaje, vi de cerca a mi compañera de asiento. Estaba con un señor de lentes, que con su recibo pedía que le entregaran su maleta. Ella dijo algo a ese hombre, y él se acercó a mí con una mirada inquisitiva que trataba de ser cordial. Estuvo mucho tiempo esperando, al principio dijeron que el avión iba a aterrizar enseguida, sólo era cosa de que la pista quedara libre. Después alguien anunció que todos los aviones habían recibido orden de aterrizar en Campinas o en otra pista; él imaginaba las molestias que me habría dado su señora, siempre tan nerviosa. “Pues no, Señor.” Se despidió sin darme la mano, como si con ese agradecimiento, que fuera compelido a hacer por las circunstancias, acabara de cumplir una formalidad desagradable hacia un extraño, que debía permanecer extraño. Un extraño y hasta cierto punto un intruso. Fue así que me sentí delante de ese hombre de cara desagradable. Tuve la impresión que de cierta manera lo había traicionado, y que él lo sentía.

 

Cuando se retiraban, la señora me lanzó una pequeña sonrisa. Tengo una tendencia romántica a imaginar cosas, e imaginé que ella tuvo la precaución de sonreírme justo cuando el hombre no pudiera notarlo; una sonrisa sin consentimiento marital, una sonrisa levemente cómplice.

 

Realmente nunca más la veré, ni lo espero. Pero su bello brazo fue en un momento para mí, la imagen misma de la vida, y no lo olvidaré tan fácilmente.

 

 

Traducción: Raúl Sosa.

*Tomado de: Los cien mejores cuentos brasileños del siglo. Editorial Objetiva.

 

Raúl Sosa (Traductor)

Nace en Montevideo, Uruguay. estudia historia y bellas artes. vive y estudia en Venezuela, Cuba, Costa rica, Alemania y México donde reside. Trabaja la multidisciplina: escultura en cerámica, proyecto escénico-musical con textos propios y traducciones suyas, con música electrónica: «Raíz nómada». ha participado en innumerables exposiciones colectivas e individuales en la Ciudad de México y el extranjero. Su obra se encuentra en varias galerías (Misrachi del hotel Nikko, entre otras colecciones privadas). Contacto: guriruco@hotmail.com

 

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