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Tolerancia e Intolerancia

 

Por Juan Antonio Rosado

COLUMNA TRINCHES Y TRINCHERAS

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Ha habido épocas menos tolerantes que otras, en que cualquier pensamiento hecho público que discrepe de la opinión o ideología oficial corre el riesgo de ser destruido. ¿Acaso la iglesia no quemó vivo a Giordano Bruno por sus creencias? ¿Acaso no hizo lo mismo en la Ginebra calvinista con Miguel Servet? En ciertos contextos, el pensamiento crítico resulta peligroso. ¿Qué es la historia de las ciencias si no un despliegue de controversias, debates, polémicas? Lo mismo ocurre con la historia de las ideologías, filosofías o teorías en el ámbito de las humanidades. Mucho antes del florecimiento de Grecia, en la India y en China hubo grandes sistemas filosóficos ajenos a las religiones: desde el escepticismo y el materialismo hasta el idealismo e incluso el nihilismo, como afirma Jaspers. Y esto para no hablar de otras disciplinas en que chinos e hindúes (utilizo la palabra hindú como gentilicio, lo cual es totalmente correcto) fueron grandes tratadistas. Pienso, por ejemplo, en el Artha-Sastra, un tratado de economía, política y administración que, entre otras cosas, clasifica los tipos de guerra. Recordemos que en extremo Oriente no hubo nunca conflicto entre ciencia y religión, como sí lo hubo en la Europa cristiana. A pesar de lo anterior, los tratados y ensayos del sistema ateo Lokayata fueron destruidos por los brahmanes, tal como mil años después (o más) la Inquisición destruirá textos considerados nocivos por la ideología católica, incluidos los de Hipatia de Alejandría y hasta los poemas de Safo.

Lokayata fue un sistema materialista y ateo hindú, que utilizaba la ironía para ridiculizar todo tipo de metafísica o idealismo religioso (en particular el hinduista). Lo sabemos porque los brahmanes, al atacarlo por escrito, reproducían citas de sus libros. Sin embargo, los únicos que defendieron a los Lokayata fueron los pensadores del jainismo, religión atea del siglo VI a. de n.e. que acuñó el concepto de ahimsa (no violencia), y cuyo sistema filosófico, el Anekantebada, propone que la verdad no existe; hay verdades o distintos puntos de vista. El Anekantebada utilizaba la parábola de los seis ciegos que rodean al elefante: un ciego toca las orejas, afirma luego que el elefante es un abanico y defiende su verdad con ahínco; otro ciego toca el colmillo y sostiene que el elefante es un tubo; un ciego más toca la pata y asegura que el paquidermo es una columna; otro toca la panza y asevera que se trata de una pared, etc. Pero ningún ciego posee la verdad, y así somos los humanos: ciegos que defendemos una verdad que podría desmoronarse en cualquier momento; ciegos que desconocemos que lo que hoy es verdad, puede que ya no lo sea mañana.

Agustín de Hipona escribió una frase poco conocida que le hubiera ahorrado al mundo millones de litros de sangre, masacres, cruzadas, inquisiciones y demás atrocidades que Karlheinz Deschner expuso en su Historia criminal del cristianismo. Escribió el doctor Agustín de Hipona: “Declaro que nuestra alma, aprisionada y hundida entre el error y la estulticia, anda buscando el camino de la verdad, si es que la verdad existe. Si en ti no sucede así, perdóname y comunícame tu sabiduría; pero si también en ti descubres lo que acabo de decir, entonces vamos juntos en busca de la verdad». Lástima que este docto se haya convertido en el antecedente por excelencia de la futura intolerancia. Cuando se repasa las contradicciones de las sectas y religiones occidentales, no se puede sino dudar de la verdad y adoptar la pluralidad, el relativismo cultural como máximas para mejorar la convivencia. Así lo entendieron los jainas seis siglos antes de nuestra era: no hay verdad, sino verdades. Así lo demostró la filósofa Hipatia, directora de la Biblioteca de Alejandría. Se afirma que esta mujer era tolerante hacia diferentes formas de pensar, pero la intolerancia acabó con ella, como lo hizo con una de las obras más importantes del filósofo Porfirio y con cientos de bibliotecas en Europa y en la América conquistada; por ejemplo, los miles de códices mayas que Diego de Landa hizo quemar. Esa gente creía en la verdad y no en la variedad de formas que ésta adquiere, y que vuelven nuestro mundo intelectual más rico y complejo.

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