Tinísima (fragmento)*

Elena Poniatowska

 

De los pretendientes, el que más inquietaba a Weston era Xavier Guerrero con su mutismo, su casi displicencia. No hacía sino mirarla, nunca decía una palabra, ni siquiera se movía. No bailaba y Weston sólo captó una mueca despectiva del día en que él se vistió de mujer en la fiesta en casa de los Salas y empezó a contonearse. No, no eran macho como él, Dios me libre, ni ostentaría jamás una pistola ni un traje de charro. –Qué mariachis tan exhibicionistas, los muralistas, qué machismo el suyo! Para hacerlo rabiar se acercó a Guerrero: “¿Me permite esta pieza?” El ídolo lo miró indignado y al poco rato se fue para su casa. “Qué hombre tan cerrado, no es un hombre, es una piedra.” “Sí, pero muy bien tallado”, le contestó Tina.

A cambio de las tamaladas de Lupe, los moles de olla de María Orozco Romero, el pollo de pipián, las enchiladas verdes o rojas de los Mérida, las apellas de los Salas (Fito Best Maugard jamás invitaba; tenía fama de tacaño) Tina ofrecía en el Buen Retiro un espagueti al dente, vino tinto a pasto, lechuga orejona, berro fresco, hierbas de olor, aceitunas y aceite de olivo, en una ensalada boscosa y, los amigos se quedaban hasta las cuatro de la mañana.

Dentro de ajetreo de invitaciones y salidas al campo había días blandos, de una flojera que invadía la casa, de suerte que cada uno se adormilaba en una recámara, arrellanado en su cama, recuperando por medio de siestas el sueño perdido. Tina envío una nota con Elisa:

            “Eduardo, ¿por qué no vienes aquí arriba? Es tan bella la luz a esta hora y yo estoy un poco triste”.

Weston subió y el atardecer transcurrió en la recámara y en sus brazos, ante el balcón abierto Chandler llegó más tarde con naranjas, chirimoyas y pulque todavía fresco de la fiesta de Nahui Olín a la cual lo habían delegado. Esa vez Weston se acostó en su recámara reconciliado con Tina. “Hay una cierta inevitable tristeza en la vida de una mujer muy bella y muy solicitada”. Pensó, Tina ni tenía amigas ni cómplices: de allí su camaradería con los hombres. Le era sencillo obtenerla, era muy jaladora, muy buena compañera. No se cansaba, salía a todas partes, pero ¿qué sucedía a la hora de la verdad? Weston recordaba una conversación acerca de cierta mujer fea, reprimida y probablemente incapaz de conseguir amante, sin embargo apreciada por ambos sexos. Tina exclamó en forma patética: “Al menos, tiene buenos amigos”. Weston deseaba profundamente ser su amigo, no forzarla, no cobrarle lo que querían todos; que su relación durara siempre por el amor de Tina era exactamente el que había buscado, el más estimulante, el que lo mantenía en ascuas, el que necesitaba para su arte; vivir sentado sobre cabrones ardientes, pero ¡qué tortura! ¿Cuánto aguantaría? Admiraba a Tina y admiraba también su libertad a pesar de que sus celos lo hacían sufrir. “Estoy celoso” –se dijo a sí mismo–.

 

Al día siguiente de su cumpleaños –treinta y ocho años– recibió varios regalos de Tina, entre ellos tres jacintos morados en botón con una carta con dos palabras: “¡Edward, Edward!”

Curiosamente en los días que siguieron Tina no salió a ninguna parte. Se afanaba en la cocina junto a Elisa y, Weston, tranquilizado volvió a la azotea; las nubes lo tentaban de nuevo. Ya en la cubierta del “SS Colima”, las nubes empezaron a ejercer una forma de fascinación. Dios, ¿cómo era posible que nunca antes las hubiera notado? (Levantaba la vista alguna vez en Glendale) ¿Había visto el cielo en Los Ángeles? no lo recordaba siquiera. Las nubes no eran objeto de fotografía. “Después del registro de una expresión fugitiva o de revelar la patología de un ser humano ¿puede haber algo más elusivo que una nube?” Durante diez días en el “Buen Retiro”, Edward trepó a la azotea, el sol en el cenit quemándole la niña del ojo. Esperaba la nube acostado sobre su espalda, la cámara pesándole sobre el pecho. Desde la popa del “SS Colima” una mañana de aguas tranquilas tomó una gran nube sobre el mar de Mazatlán y a partir de ese momento se obsesionó por los cúmulos y los cirros, las nubes mexicanas que aprendió a distinguir. Acostado sobre la madera blanca calculó los nudos de navegación y la velocidad de la nube, “la nube es más rápida” concluyó y así le dio una exposición de un décimo de segundo. Allá a lo lejos, la costa era una raya apenas levantada por las montañas; la nube avanzaba desde el horizonte como una blanca ballena del cielo, abría la boca inconmensurable, venía hacia la cámara y en el preciso instante en que iba a engullirlo, Weston apretó el obturador. Después, en el Buen Retiro la reveló y llamó a su placa: la gran nube blanca de Mazatlán

 

*Fragmento de la novela del mismo título

 

[Número 50 – Inéditos de Narradores]

 

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