Marina Porcelli
A Federico Ursi.
… no solo el cese de la actividad por parte de la materia,
sino su desaparición total.
Paul Davies, El universo desbocado
Pasa que el tiempo y el espacio se comportan de un modo extraño. Mire a esa chica, por ejemplo. La que está junto a la ventana. Mientras usted se toma con naturalidad el café, y le resultan nuevos, digamos, el chaleco con flores del mozo, o su cara de amargado, ella ya se ha muerto varias veces. No abra así los ojos, quiere, no estoy loco.
Es un asunto meramente matemático, no un lío de fantasmas. Altas matemáticas, diría yo. ¿Usted estuvo harto alguna vez? ¿Harto de verdad, digo, harto de un modo bestial? Porque si alguna vez se sintió así, puede entender lo que quiero contarle. Una historia de amor, pero al revés. ¿No buscaba historias? Mire que el cuento viene largo, y si ya desde el vamos empieza a cuestionarme, ¿dónde me dijo que trabaja? Un periódico barrial, ajá. Está bien eso de escribir sobre la gente común, aunque a mí, con esa cara de desvelado, no me engaña, eh, usted debe ser como nosotros. Todos los que vivimos de noche estamos hartos. Nos aturde la luz. Rechazamos, de alguna manera, el orden impuesto para las cosas. Imagínese viviendo en este barrio. Una porquería, ya sé. No hay una sola vieja, de esas que pasean el perro por el Parque Rivadavia, que no merezca que el pichicho no le cague los zapatos. Se lo digo yo, que las observo desde hace años. Fui cajero en el bar de acá a la vuelta, Shananá, ese, el que estaba sobre la cortada, me jubilé cuando lo cerraron. Horario nocturno, panorámica completa desde mi silla alta detrás de la barra, se podía leer. Ciencia ficción, sobre todo. Historias de laboratorio. Ya le dije que sí tiene que ver. Qué terquedad, che. ¿Nunca leyó a Pascal? ¿La Muy Interesante? Una lástima. Y cómo llegó a periodista, dígame. Bueno, bueno, no se ofenda. Le decía que entonces empecé a venir a este bar y la descubrí a ella, a la muchacha sentada en la primera ventana. En la misma mesa y en la misma posición que tiene ahora, con las piernas cruzadas. El tobillo de la izquierda bajo la pierna derecha, ve. Siempre igual desde hace años. Ah, claro, a eso voy. Ella duerme de día en su casa, llega acá después de la medianoche, se acomoda en su lugar, toma notas, lee, fuma como una condenada y mira por la ventana. La negrura del parque no la ayuda, ya lo sé. Ni el contorno diluido de los árboles, ni el farol del fondo. Pero, créame: para ella todo esto no significa nada. Yano significa nada. La repetición, me entiende, acaba por eternizar las cosas, las vuelve agobiantes, las instala como en otra realidad. Espérese, no me apure, primero tiene que saber que ella está ahí porque lo espera. Al marido no, al novio. Le apuesto lo que quiera que ella va a subirse a un auto a mitad de la noche. La van a recoger, lo sé, porque la veo hacer lo mismo desde hace quince años. ¿Cómo, no estamos en el dosmildiez? Son quince años justos, entonces. Está bien, sí, sí, ahí tiene razón: ya no es una chica, es una mujer, aunque para mí sigue siendo una muchacha, exactamente igual a cuando la vi por primera vez. ¿Se da cuenta? La clave está en el observador, en la posición del observador.
Es que la gente nocturna, en los bares, siempre termina por hablar. Se organiza una comunidad tácita, digamos, con reglas, con ritmos; al nuevo le cuesta integrarse al principio. Le cuesta hablar. Está desesperado, primero necesita aislarse, pensar un poco. Después, en algún tramo de alguna noche, eso cambia. Por aburrimiento, creo yo. Entonces habla. Los dos me contaron esta historia en momentos distintos. Me la contaron a mí, porque yo tengo cara de saber. Así me decía siempre mi amigo, el doctor. Era neurólogo y metía voluptuosamente el índice en el vaso de güisqui. Y sí, Paco, vos tenés cara de saber muchas cosas, decía. El caso es que, según él, los viejos que aparecen todos los domingos a las cinco de la mañana, los que cambian estampillas en el parque, ¿cómo, nunca los vio? Qué poca calle tiene usted, para ser periodista, digo. No, por favor, no se me vuelva a ofender. Le decía que para mi amigo estos tipos se movían, hablaban, como si en realidad intercambiaran el alma. Un disparate, acertó. La gente inventa cada cosa. Se murió mi amigo. Pero no se murió como la muchacha de allá, ni como el novio de la muchacha de allá, éste se murió bien feo y para siempre, de un ataque de embolia. Los detalles hacen la diferencia, créame. La primera vez que la vi, ella tenía las manos debajo del borde de la mesa, los pulgares arriba, con las uñas mal cortadas, y apretaba los dedos con muchísima fuerza. Qué tipa violenta, pensé. ¿No le parece terrible? No le parece. En fin, que gracias a ese detalle, cuando ella me contó todo, yo ya estaba preparado. Listo para cualquier cosa. Ni-me-in-mu-té. Le creí, por supuesto, y no la interrumpí. Bueno, sí, algunas veces la interrumpí, pero por mi amor a la coherencia, sabe. Me acuerdo que ella hablaba y yo pensaba que antes este bar no era así: antes tenía las paredes marrones y unos toldos más amplios. Los mozos estaban vestidos de verde, no de ese color arena, como ahora. ¿Vio la cara de amargado que tiene ese mozo? Ese no cambia más, se lo juro yo; aunque los lugares sí cambian, vea. Reconocemos dónde derrumbaron una casa y plantaron un edificio, o el empedrado bajo el asfalto. Hay una simultaneidad de tiempos en la mirada, se da cuenta. Se cruzan los espacios. Tiene que ver, espérese, porque tiene que ver. ¿Nunca leyó El tiempo perdido? Yo tampoco, pero me lo contaron. Piense en esto, si no: piense que mirar el cielo es mirar pasado. Exacto, por la velocidad de la luz. Es inteligente, ¿eh? Entenderá, entonces, que la historia de estos dos sucede siempre de noche, porque hay zonas, territorios vastos en el profundo azul de la ciudad, en el que el tiempo y el espacio se comportan de una forma que no estamos acostumbrados. De otra manera, no sé, los dos dicen que se repite, y que se continúa. En esta segunda dimensión, sabe, ni siquiera les queda la posibilidad del suicidio.
Sí pero no. Lo curioso es que justamente ahí, en los sueños, el tiempo y el espacio son irregulares. Imposible preverlos, ¿me entiende? Hasta cuando se repiten, tiene usted razón, cumplen con esa coordenada. Tremendo, sí. Eso de despertarse y caer. Una vez y otra vez. Exacto, a eso voy, algo así ocurre con la historia de ellos. Déjeme que le cuente. Él la pasaba a buscar a mitad de la noche, ella subía al auto y se iban allá, al centro, a meterse en el quinto piso de un departamentito de la calle Moreno. Se instalaban en los sillones (aunque ella no, me dijo él, ella se sentaba siempre sobre la alfombra), discutían, qué sé yo, de pavadas, de las cosas que hablan las parejas toda la noche. También se acostaban, por supuesto. Y comían a las cuatro de la mañana, quizá, la felicidad de esa época se cifraba en eso: en cocinar lo que hubiera a la madrugada, en quedarse toda la noche yendo y viniendo sobre la alfombra. A veces, él le pedía que se acercara y ella apoyaba la cabeza sobre el pecho de él, en silencio. No existía el tiempo en estas situaciones, me sigue, todo se inmovilizaba. De hecho, casi nunca salían de la casa: a comprar cigarrillos, tal vez. Alguna cerveza, no más. De noche, solo de noche, porque ella trabaja a la tarde. Llama la atención, ¿nocierto? Los horarios que pautan las parejas para encontrarse. Como un corrimiento en el reloj, un desnivel en el día. Me acuerdo de unos amigos que aprovechaban el tiempo de espera entre dos trenes. Eso les daba casi tres horas de hotel. Fue una buena relación, sin embargo. La de esta muchacha, digo. Hasta que encontrarse los enloqueció.
Aunque había noches, y escúcheme que esto es importante también, en las que él no aparecía temprano. Entonces ella dejaba el dinero sobre la mesa del bar y caminaba. Hacia Flores. Hacia el oeste. Buscaba algo que había tenido de chica. Fue al colegio por esa zona y le gustaba ver las puertas cerradas, los locales negros. Y sin embargo, aun así, aun cuando ella caminaba, y se hundía entre tanta oscuridad, él siempre la encontraba. De pie, antes de cruzar las vías, o incluso más lejos, sentada en un umbral de la calle Caracas.
—Dale, subí —decía él.
La encontraba o ella se dejaba encontrar, era igual. Pero ahí la tuve que interrumpir. Le dije que se ponía romántica. Culpa de las novelas, dije. Y ella me escuchó, claro, y después siguió hablando, aunque con un tono más bajo y una mirada de tristeza que a mí, la verdad, me partió al medio. Entonces pensé, Paco, por qué no te callás. Por qué no la dejás que invente, si quiere, que el hombre la encuentra y el auto remonta las calles, y las luces van cayendo a pedazos sobre los asientos y sobre el perfil de él, que maneja sin decir nada. Al fin y al cabo, cada uno se enamora como quiere, ¿no? Pero siempre ocurría lo mismo, remarcaba ella, siempre sucedía de la misma manera. No importaba dónde se metiera, él la volvía a encontrar. De hecho, en una de esas vueltas, vieron un perro. Un cachorro blanco, como plegado sobre una puerta baja, cuidándose de la lluvia. Lo envolvieron con un pañuelo grande y se lo llevaron. Giordanobruno se llama el perro. Le pusieron así porque lo alzaron sobre esa cortada. Curioso, ¿verdad? El nombre, digo. Es que todavía no me entiende usted. Espere. El caso es que después de tanto perro y de tanto recorrido por la calle, de tanta charla sobre la alfombra (y mates a las cuatro de la mañana, y traqueteo por la casa), después de tanto, digo, la historia se acabó. Porque sí. Porque la gente se junta y se separa, y no hay mucho más que esa explicación. Imposible establecer las causas. Una noche brusca, cuando llegaron a Moreno, ella le dijo que se quería separar. Él no se sorprendió. Hasta discutiendo eso se llevaban bien. No hablaron durante un buen rato, y al amanecer, ella se fue. Pero a la noche siguiente estaba sentada de nuevo en el bar, junto a la primera ventana, y en la misma posición, fumando, claro, como una desahuciada. Dice que bajó los ojos a propósito ni bien lo vio. Dejó el dinero sobre la mesa y se metió en el auto.
Acá la historia da un giro, alcanza su singularidad. Tiene que creerme, ahora, y figurarse que esa noche de febrero de hace quince años, cuando entraron al departamento de Moreno, fue como si el tiempo y el espacio hubieran dejado de existir. Tal como los entendemos, me refiero. Sucede de otra manera, dicen los dos. Se repite, se continúa. No acá: en este horizonte de posibilidad, seguimos siendo usted y yo, tomamos café, tenemos nuestra perspectiva sobre las cosas. Vemos a la muchacha de allá, por ejemplo, fumando junto a la ventana, y sabemos que el auto aparecerá, en algún momento, a recogerla. Pero en el otro lado la historia se estira. Se eterniza. Hasta el hartazgo, a eso voy, y ninguno de los dos puede cortar la repetición. Como en los sueños, lo dijo usted antes, y sin embargo, fíjese que esto es peor: porque arrastran cansancio y la conciencia plena de que justamente ya les pasó. Entrampados, esa es la palabra. Ella dice de nuevo que se quiere separar, él no discute. Se quedan en los sillones o sobre la alfombra. Están hartos. Harían cualquier cosa, yo se lo juro, para que todo acabe de una vez.
Para mí otro café, por favor. Sí. Y con leche, gracias. ¿Me va siguiendo? Hasta acá, tenemos una historia tradicional. Una separación que se estira y estira y el hartazgo. Entonces imagínese el susto que se pegaron la primera noche en que ella lo mató. Sí, lo mató. Le dije que era una tipa violenta. No, qué piensa. Si estoy tomando café. Solo café. Pasa que usted no me presta atención. Eso digo. Entonces no me cree. Bueno, discúlpeme. Discúlpeme, está bien. Sí me escucha y sí me cree. Ya entendí: no se enoje, para qué se indigna, ¿eh? Si usted dice que es así, es así, caramba. Me presta toda la atención del mundo y entiende todo lo que le estoy contando: eso mismo decía yo. Ahora tómese el café. Más o menos. Escupida del diablo, parece. La verdad es que vengo acá porque es el único abierto. Lástima que cerró el de la cortada. ¿En qué estábamos? Sí, que ella lo mató. Él también la iba a matar, claro. Pero muchas noches después. Cuando el cansancio creciera y los dos estuvieran agotados, otra vez.
—Estoy harta —dijo ella en el departamento de la calle Moreno.
Y me contó que apoyó los cubiertos a un costado del plato, sobre la mesa, y se puso de pie. Luego miró hacia el pasillo, hacia el rincón en el que dormía el perro blanco, y aún más allá: las cortinas descorridas y la noche amplia que recortaba el balcón. Hacía calor afuera.
Él, por supuesto, iba a responder cualquier cosa. Que le contara algún sueño, o que dejara de comerse las uñas. Conversaban como a destajo, como un estampido que se dispara y golpea todos los rincones de la sala. Él se acercó, ahora, mientras ella se ponía contra la pared y lo miraba. Se besaron, me imagino yo, él tuvo que arrimarse muchísimo, y ella lo dejó hacer. Estoy seguro. Ella me contó que, muy lentamente, y sin saber por qué, giró la cara y movió los ojos hacia el costado. Hacia el cuchillo grande sobre la mesa.
—Hacelo —dijo él.
Fue un murmullo breve, una especie de orden. Que terminó con el hundimiento del filo en el estómago. Varias veces. Ella lo clavó varias veces, me explico, y luego abrió la mano húmeda, espantada, y lo dejó caer. El hombre se quedó así, semidesplomado entre el suelo y la pared, mientras la muchacha corría: bajó las escaleras aterrorizada, salió a la calle y se desvió hacia Congreso. No levantó los ojos. No lo vio a él, que se había enderezado lentamente y había llegado al balcón, y que ahora estaba de pie, observando a la chica que se alejaba. Tiempo después, él me contó que lo único que pensó esa primera noche, cuando la miraba irse desde su balcón, fue que la muy perra se dejó la puerta abierta.
Sin sangre, sin cicatrices. Nada atestigua las muertes anteriores. Así comienza la repetición. Ahora el pasmo se lo iba a llevar ella, imagínese. Corrió hasta la Recova de Once y se internó por los laterales, pasó delante de conventillos apagados, oficinas súbitas por la oscuridad de la noche. Alcanzó Almagro. Y en esta cartografía asustada en la que el centro está en todas partes, y su circunferencia, en ninguna, se detuvo de golpe en un cordón de la vereda, cuando un auto, el auto de él, claro, la interceptó. No fue una frenada brusca, no quería atemorizarla, me entiende. Ella había retrocedido hasta apoyarse contra un cantero. Él bajó la ventanilla.
—Dale, subí —le dijo.
Ella lo miró. Lo miró largamente, hasta entender. Entonces, muy despacio, se metió otra vez en el auto.
¿Se da cuenta? ¿Sabe de verdad lo que es el cansancio, agotarse del otro? Lo que sigue, se imagina, es la reiteración de la historia. En esta arruga del tiempo, ellos se encuentran, se sienten bien, se encierran en el departamentito de la calle Moreno. Hasta el hartazgo. Y todo vuelve a suceder. Una noche, agobiado, el hombre la estrangula sobre la cama. Ella se lo ha pedido antes, en voz muy baja. Sin embargo después, la muchacha abre los ojos, aunque el desaliento es distinto a la vez anterior. Más acentuado, diría yo, más hondo. Demora el tiempo con el que las cosas se cargan de realidad. Ella despierta y sabe que es de noche, no puede ser más que de noche si al abrir los párpados se encuentra así, semidesnuda, en la habitación de él. Está sola. No tiene marcas en el cuello, ni moretones, ni nada. Enseguida, se lleva la mano a la boca y, con brusquedad, se arranca un pellejo del pulgar. Entonces se pone de pie, y lo encuentra a él, a mitad del pasillo. Desde su rincón, cuentan, el perro blanco levanta apenas la cabeza, los ve conversar, bosteza, y se vuelve a dormir.
Y a pesar de todo, existe, también, otra forma de entender esta historia. Es posible que ese universo repetido, en el que se instalaron ellos dos, se acabe alguna vez. Muy paulatinamente, dicen, hasta los agujeros negros liberan energía. En esta versión, por lo menos, hay algo de piedad para ellos. Pero quién sabe. No nos toca, ni a usted, ni a mí, descubrirlo. Fíjese, ya es casi la una y media, ¿no quiere tomar un poco de güisqui? Me quedé pensando en mi amigo. La verdad, no concibo la noche sin acordarme de las cosas que decía él. Por qué me mira así: ¿cree que le estoy mintiendo? Y cómo explica el hartazgo de esa muchacha que ahora se está poniendo de pie, que ya ha dejado el dinero sobre la mesa, y va a subirse al auto que la espera junto al cordón. Cómo lo explica, digamos, si no es de un modo razonable.
*Tiempo de noche es uno de los seis relatos que componen La cacería, último libro de Marina Porcelli publicado por Cuadrivio Ediciones en mayo de 2016. Volumen del que hablaremos próximamente en la sección de reseñas de nuestra edición digital.
A continuación les compartimos una breve semblanza de la autora:
Marina Porcelli (Buenos Aires, 1978) Tanto su obra de ficción como ensayística ha sido publicada en diversos medios y antologías de Argentina, Chile, Cuba, México, Nicaragua, Estados Unidos y España. En 2010, Marina Porcelli fue elegida por el Fonca/Conaculta para participar del Programa de Residencias Artísticas para Iberoamérica y Haití, en el Distrito Federal (México), y en 2012, obtuvo la Beca de Residencia otorgada por la Secretaría de Cultura Argentina, en convenio con México. Su libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado en 2009 en Argentina; en 2014, obtuvo el Premio Iberoamericano de Cuento Edmundo Valadés (Puebla). La cacería, su segundo libro de cuentos, fue publicado por editorial Cuadrivio (México) en 2016.