Sinaloa, los símbolos de la violencia

Azucena Manjarrez

 

La violencia no sólo trunca vidas, se mimetiza con su gente, su cultura y su arte.

En Sinaloa hay violencia, leyes que no se cumplen, ajustes de cuentas, huérfanos, viudas, desaparecidos, vidas truncadas. Y se tratara de enumerarlos la lista sería interminable. Las páginas de los periódicos amanecen teñidas de rojo, un rojo profundo que nunca alcanza a llorarle a los más de 7 mil muertos, que van hasta el momento durante la gestión del Gobernador Mario López Valdez.

Azucena Manjarrez

 

La violencia no sólo trunca vidas, se mimetiza con su gente, su cultura y su arte.

En Sinaloa hay violencia, leyes que no se cumplen, ajustes de cuentas, huérfanos, viudas, desaparecidos, vidas truncadas. Y se tratara de enumerarlos la lista sería interminable. Las páginas de los periódicos amanecen teñidas de rojo, un rojo profundo que nunca alcanza a llorarle a los más de 7 mil muertos, que van hasta el momento durante la gestión del Gobernador Mario López Valdez.

Mujeres, hombres, adolescentes, niños no están exentos del clima violento que se vive y que no resulta extraño en esta tierra, que vio nacer acaso la actividad que más ha dejado muertes en el país: el narcotráfico, cuyo auge no trajo consigo solo dinero, sino capos, organizaciones, conflictos y una violencia encarnizada.  

La constitución de grupos criminales, han mantenido al país en una guerra sin control y Sinaloa, ha sido una de las zonas más golpeadas, más del 70 por ciento de la producción de drogas en México, se cultivaba además de en este estado, en Durango y Chihuahua, determinando el denominado Triángulo Dorado, que tuvo su ataque más férreo de gobierno a través de la llamada Operación Cóndor, que de 1970 a 1980 manteniendo en jaque tanto a campesinos como traficantes.

Esto provocó la desaparición de alrededor de 2 mil comunidades de la sierra y muchos familias enteras bajaron de los altos, a la ciudad, y que de acuerdo al investigador Nery Córdova, las personas pasaron a engrosar los cinturones de la miseria urbana de Culiacán y otros se asentaron en el sur y el norte del estado, pero no llegaron solos, ellos “Ya traían… las costumbres, los hábitos y la condición violenta. Mentalidad en el uso del armamento. Nos tocó conocer inclusive a jovencitas que eran expertas en el manejo de armas. Era algo que ya habían aprendido, que trajeron de fuera. Todo esto influyó mucho para que en el estado se expandiera y se intensificara, la ya de por sí condición violenta de la población sinaloense, para que ocurriera esta efervescencia y su reverberación” .

Eso no tardó en tener sus efectos y para entonces ya sonaban los nombres de grandes capos de la droga como Ernesto Fonseca, Jorge Fabela, Pedro Avilés y se fortalecieron los nexos con la política mexicana, pero sobre todo con Estados Unidos, a donde se exportaron grandes cantidades de estupefacientes.

A la par de estos personajes, empezaron a operar los más jóvenes: como Rafael Caro Quintero, Juan José Esparragoza, Rubén Cabada y con la industrialización en Colombia de la cocaína salieron a la luz los Arellano Félix, Carrillo Fuentes y Guzmán Loera.

Estos se fueron agrupando en cárteles desplazados en todo el país; Cartel de Sinaloa,  Cartel de Guadalajara, Cartel del Golfo, Cartel de Tijuana, Cartel del Juárez con los que cada región empezó a padecer las consecuencias, manifestándose sobre todo a través de la cotidianidad asechada.

El sinaloense empezó adoptar usos y costumbres, hasta ahora cotidianas para los que aquí habitan, no así para los que no pertenecen a esta tierra. Un estereotipo pasó a identificar a esta región, en donde nombrar ‘bravucones’, a muchos de sus habitantes no sería una exageración.

Tampoco, que a la menor provocación, alguien por escuchar solo el sonido de un claxon acabe con una vida del otro. Se han tejido un complejo sistema de conductas, que van más allá del asombro.

A esto se ha aunado toda una parafernalia identitaria, que abarca exageradas cirugías estéticas en las mujeres, extensiones de cabello hasta la cintura, unas acrílicas con diamantes, carros y celulares de lujo.

Pero la demostración de poderío para parecer ser parte de este círculo, no solo ha tocado a las mujeres, que incluso sin tener el dinero necesario pueden lograr una imagen a través de pagos mensuales, sino también a los hombres, que se identifican por usar cierto tipo de marcas de ropa,  realizarse implantes de barba  y utilizar pequeños maletines que cuelgan en sus hombros.

Este estereotipo se ha mimetizado tanto en los sinaloenses, que no necesariamente quienes pertenecen a este círculo, lucen así, personas de otros estratos sociales buscan emularlo para mostrar ser lo que en realidad no son.

La violencia en el arte

Esto no ha parado ahí, la cultura legada por la violencia se ha trasladado no solo a la vida diaria, sino además al arte. Estamos hablando de sistema de construcciones culturales que aportaron un cúmulo de significaciones simbólicas recogidas por la música, cine, literatura, danza, teatro, artes visuales.

Por el lado de la música del noroeste del país se tiene como representantes a un sin fin de cantantes que han dedicado sus letras a los grandes capos, incluso muchos de ellos asesinados, en literatura, con la denominada literatura del norte un grupo de escritores ha recreado la vida de algunos narcotraficantes; entre ellos están Leonides Alfaro, César López Cuadras, Élmer Mendoza, no se diga de lo que una decena de periodistas han abonado al tema.

El tema de la violencia en las artes visuales, en la obra de Teresa Margolles, no es novedad. En los 90, junto al grupo Semefo, irrumpió la escena del arte con una consigna: No callar, que la muerte no fuera sólo un paso, experimentando con cuerpos de animales y del hombre mismo.

Desde entonces ha buscado dar seguimiento al cuerpo muerto para comprender su dimensión social. Estar en la línea de dos dimensiones: la que la une con los familiares que viven la pérdida, y la que provoca el dolor y la ausencia.

Lleva consigo la muerte violenta, la que es inherente a la vida diaria en Sinaloa y se extiende cada vez más a otros territorios. Lo hace desde una morgue donde ha desarrollado una investigación, que le ha permitido hablar con certeza de la realidad, presencia y ausencia del cuerpo, hablar sobre el vacío y el hueco que deja una persona muerta.

«Se cree que la muerte, es un tema exclusivo para el periódico y que el arte no tiene cabida, es un reclamo que siempre me hacen, me preguntan ¿Por qué meterse con el cuerpo de una persona asesinada? ¿Por qué llenar de sangre los museos?», justificó la artista.

«Siempre digo que es importante discutir de esto desde términos artísticos, el arte puede estar dentro de la sociedad, no sólo para la contemplación, el adorno, decorar casas de ricos, sino para discutir lo que está pasando en la sociedad».

El pintor Lenin Márquez llegó a Culiacán en 1995. Venía de un lugar tranquilo, Guamúchil, Sinaloa en donde la violencia entonces no era tan cotidiana, eso lo enfrentó a una realidad apabullante.

La nota roja se lo mostraba a diario. Todos hablaban de los ejecutadas. Él hizo lo mismo pero a través de sus pinturas. Realizó series de desaparecidos, de iconos de la ciudad, de ajusticiados pero inmersos en paisajes.

No tenía intención de culto, ni de apología, sólo era un tema que le llamó la atención desde niño. El cráneo humano siempre le había llamado la atención.

«Desde que llegué a Culiacán me impactaban las muertes violentas, y quise hablar de ello, sin mostrar la sangre. Los periódicos fueron los detonantes, pero desde niño el cráneo humano me había llamado la atención», contó.

Lenin se hizo de tanta información, que sólo quiso sacarlo, hasta sentirse rebasado. Pensó en que todo lo que pudiera decir sería ridículo.

Arrojada con su arte, la escultora Rosa María Robles, primero tomó a la naturaleza y religión para hacer escuchar su voz. Le interesaba que la creación no solo fuera un producto decorativo, tanto así que está consciente que su arte molesta y no es vendible.

En su caso, el narcotráfico se sumó a sus temáticas porque consideró que había alcanzado niveles terribles y es necesario denunciarlo para que no se vuelva una costumbre.

“El arte no resolverá el problema, pero sí planteará un debate y una reflexión. Lo importante para esta artista, es poner el dedo en la yaga, es lo único que yo busco”.

La pintora Elina Chauvet, con una propuesta enfocada a denunciar los feminicidios, tomó a la pintura, instalación, fotografía como una forma para sobrellevar la pena de un hermana que fue asesinada. Ha tratado de no hacerlo de manera muy cruda y sin que agreda, pero los tiempos han superado a la fantasía. El arte y la violencia han estrechado su relación simbólica.

El fotógrafo Fernando Brito, desde principios de este siglo, ha recogido las imágenes de la violencia que impera. Ha construido la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje, que paradójicamente muestra escenas no violentas de hombres y mujeres asesinados. Son imágenes melancólicas, tristes, nostálgicas.

«En realidad a mi me afecta tomar estas escenas porque sé que tienen familia, no me alegra, la gente piensa que en verdad hicieron algo para merecer una muerte así, pero nadie merece morir de esta manera».
Lo que Fernando Brito busca con estas impresiones es que la gente se tope con esta realidad y deje de verlo como algo cotidiano. Dice ser el primer inconforme con todo lo que pasa, y aunque que con su trabajo no cambiará nada, sí logrará que se de la existencia de una problemática, que se ha vuelto un espectáculo.

Así como ellos, muchos artistas de la lente  del pincel, no se han mantenido ajenos a la violencia, algunos lo toman como estandarte otros sólo como tema de un proyecto específico, sin embargo es innegable cómo ha permeado en toda la sociedad.

Violencia en este caso, no es solo una situación que se vive al igual que otros estados del país, sino una mimetización que a estas alturas es inevitable, porque se ve en la calle, en los camiones, en las construcciones exageradas, en el hablar, incluso en el mirar.

Nery, Córdova, Sinaloa la leyenda negra, México, Universidad Autónoma de Sinaloa, 2011, pp 123 y 124.
 

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