Mónica Lavin*
Cuando una mujer se va, no hay que dejarla volver a casa. Pero como iba yo a ignorarla, si toda la noche se estuvo fuera. Tocó y pregunté quién. Vete, le dije. No habló más. Escuché la lana del abrigo frotar la madera mientras escurría para caer sentada en el escalón. La imaginé abrazada al bolso con el que partió. Ese bolsón de fin de semana, el que usábamos cuando —muy de vez en cuando— se nos ocurría dejar la ciudad. Eché los huevos en el sartén y el chiriar del aceite veló el sonido del klinex con el que seguramente se sonaría las narices.
Era noviembre, a esta altura siempre hace frío por las noches y ella moquea con el frío. Saco los huevos y los coloco con una rebanada de jamón en el plato. Es la última, desde que se fue compro muy poco. Nunca había hecho yo las compras antes, al principio pedía medio kilo pero cuando tuve que tirar casi todo el embutido ligoso y verde después de una semana, me di cuenta que 100 gramos bastaban. Comenzaba a disfrutar ir al supermercado. Era un espacio limpio e iluminado. En la casa yo sólo encendía el cuarto de la televisión y la habitación. Ya nunca el farolito de la entrada donde ahora Marta se acurrucaba en la penumbra.
Arremetí contra las yemas con un pedazo de bolillo. Hundí los ojos en ese magma amarillo que resbalaba por la clara coagulada. Me irritaba escuchar su respiración. Nunca debimos comprar esta casa con materiales baratos. Todo se escucha. Cuando nos mudamos, oíamos a los vecinos jalar el excusado, y con el último hijo soltero en casa jugábamos a adivinar quien había sido. Marta se reía. Entonces, con Julián en casa, se reía mucho. Él la consentía, ella igual. Niñas, hubiera sido mejor una niña que me mimara. Siempre sospeche que el cabrón con el que se había ido era como Julián, risueño y cariñoso. Pero a mí la lisonja y el abrazo permanente no se me dan. Me basta una mirada que cale hondo, cómo cuando le dije adiós a Marta mientras cogía su abrigo pardo.
—¿No me retienes? —preguntó dolida.
—Tú te quieres ir. No hay nada que hacer.
—¿Acaso piensas que es el paraíso aquí a tu lado?
—Es solamente aquí a mi lado.
¿Por qué estaba allí ahora tras la puerta? Tres meses de lejanía no eran suficientes para suturar el alma, el dolor seguía escurriendo a borbotones como las yemas que devoraba a toda prisa para acallar con mis mandíbulas la certeza de su regreso.
Si es una perra que duerma como una perra, pensé apurando la cerveza que tomaba como somnífero todas las noches. Cuesta no caer en el melodrama y aceptar lo difícil que es dormir sin el cuerpo de Marta a mi lado, sin su olor a cremas y a mujer marchita. Sentí el deseo cínico de desearle buenas noches mientras arrastraba mis pies con pantuflas hacia la planta alta.
¿No se fue enamorada? ¿No tuvo la honestidad de herirme con la verdad? Necesitas macho a tu lado, ¿verdad?, ni siquiera te vales sola. Yo tampoco me valía solo. Esa era mi rabia. La odiaba por tenerla lejos, la odiaba por estar allí humillada tras la puerta y la odiaba por querer volver a mi lado. Me había decepcionado. No, no cuando se fue. En mi dolor, admiraba su posibilidad de cambio, de sálvese quien pueda. Tal vez la vida podía ser más cordial. Pero había de nuevo elegido esta muerte compartida. Porque la costumbre cobija y aniquila y los sobrentendidos llenan los silencios. Uno se vuelve un abonado, con un destino impuesto, como cuando no se podía elegir.
La cama es fría, helada, así siempre son las camas cuando las violentamos. Pero está arrugada, llena de migas, sin la cortesía que Marta hacía a las sábanas que esperaban la placidez de nuestro sueño. Era un territorio. La vida se me ha vuelto territorio enemigo. Al principio sentí la rabia suficiente para intentar localizarla y batirme a golpes con un rival. Pero ella se había ido, los golpes no eran para el hombre que le ofrecía otra estación temporal. A lo mejor eso era el amor, andenes en un largo trayecto. Hay quienes no salen de la estación nunca. Siempre les falta algo en la maleta. Marta había olvidado su maleta, salió tan triste. No airosa, desecha. No podía enojarse conmigo, nunca pudo, ni cuando yo me quedaba callado y ella platicaba de su círculo de lectores o de su clase de jazz.
¿A qué volver? ¿Hizo un balance? ¿No resultó tan galán? ¿Tiene mal aliento, mal humor al despertar? Ha vuelto a envejecer conmigo. A debatir el silencio de los sesenta años, el epílogo de 35 años de matrimonio. La odio. Que se muera de frío, que se suene toda la noche, que los mocos se le hagan estalactitas en la nariz enrojecida.
Otra vez huevos fritos para el desayuno, las noticias en la televisión. Creo que se fue, tal vez se murió de frío. Tal vez nos morimos de frío. Marta siempre gritaba: el suéter Víctor, no olvides salir con suéter. Yo no era un niño. Me lo ponía a regañadientes. Las esposas se vuelven madres, los esposos hijos. Julián y yo nunca nos llevamos bien. Un día me dijo que se llevaba a su madre a cenar. A ti no te gusta salir de noche, pá.
Volvieron riendo, oliendo a vino. No les hable al día siguiente. Tienen mal aliento, les dije. Seguramente Marta allí detrás de la puerta tendría ese aliento trasnochado, la lava amarilla volvía a esparcirse sobre el blanco del huevo y yo la atrapaba con vehemencia con el pan endurecido. Entonces la oí moverse. Oyó el cepillar de mis pantuflas y se atrevió a llamarme. Víctor, por favor.
Hay perras que viven dentro de casa pensé y abrí la puerta donde estaba recargada. Perdió balance y cayó sobre el piso. Sin mirarla regresé a la mesa. Gracias, Víctor dijo mientras se acomodaba el pelo y de pie, sin soltar su bolsa y abrazando su abrigo, se sacudía el frío de la noche. No sé estar sin ti.
Al principio sus pasos fueron titubeantes, pidió permiso para prepararse un desayuno, para ducharse, para mirar la televisión conmigo, para llamarle a Julián. Y las ojeras, y el miedo y la docilidad se fueron borrando hasta volverla la señora de su casa como siempre había sido. Sólo que yo de cuando en cuando le miraba los brazos flácidos que asomaban por su blusa de flores y los imaginaba enredados en otro cuerpo y entonces la odiaba. La oía reír con algo de la televisión y su alegría me recordaba la cama arrugada durante tres meses y su risa en otro lado. Cómo se habrá reído. De lo nuestro nunca hablamos. El silencio como de costumbre y la costumbre, en silencio, acabaron por colocar las piezas en su sitio.
Nos mirábamos poco a la cara, y no habíamos hecho el amor más. Marta no se atrevía a romper mi castigo y yo no quería alborotar rencores. Una mañana de desayuno, con la mirada fija en la yema soleada sobre mi plato. Marta extendió una mano cariñosa y tocó mi antebrazo. Necesito tus caricias, Víctor. Bastó esa palabra para que empuñara el tenedor y clavara esa mano que me había rozado contra la mesa.
Ahora el silencio es total, ella se acaricia la mano dañada cuando desayunamos, cuando miramos la televisión, cuando dormimos, cuando mira ausente la puerta que un día le abrí.
*Nació en la ciudad de México, 1955. Publicó los libros de cuentos Nicolasa y los encajes (1991), Ruby Tuesday no ha muerto (1998), La isla blanca (1998); las novelas Tonada de un viejo amor (1996) y Cambio de vías (1999); y las novelas para jóvenes La más faulera (1997) y, Planeta gris (1998). En 1996 recibió el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen por el libro de cuentos Ruby Tuesday no ha muerto.
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