Integrado por dos poemas, el primero que da título al libro Los tiempos mezquinos
y el segundo desarrollado en diecinueve fragmentos y titulado “Las palabras”, este
poemario del escritor argentino radicado en México Eduardo Mosches ve la luz a
través del sello editorial Verso destierro, y celebra su segunda edición, prologado
por la escritora Sandra Lorenzano e ilustrado por el artista plástico Alejandro
Jiménez.
Desde un inicio el autor se abre a la transparencia invitando a los lectores a entrar
en sus versos para compartir una historia de vida que inicia con un parto, el parto
de la creación poética: “Me he acostumbrado / al calor de las dunas. / La brisa
desaparece / en un barril de insoportable melaza / mientras la piel en su asfixia /
gotea sudor.” De esta estrofa inicial se desprende el ejercicio de la confesión y de
la intimidad en donde paulatinamente se irá revelando una experiencia que se
extiende a través del tiempo y del espacio. Y desde el primer poema se hace
alusión a los “nudos judaicos” que se irán deshaciendo a partir de “Las palabras”,
así como del deseo de libertad.
En este libro llama la atención la alusión a lo terrenal, “En este lugar / golpeé mis
manos contra la tierra / abrí sus costillas / sembré futura cosecha.” Tierra que no
sólo es tierra sino que alude a la pertenencia y a la no pertenencia. “Incluso con
raíces en tierra envejecidas / un tronco que se muere en el polvo / en cuanto
siente el agua reflorece.” La tierra fue sacudida y vaciló. También remite al polvo,
“no brota la inequidad del polvo / no germina del suelo la aflicción”.
Es un poemario en donde se revisa la vida “frente al espejo del pasado” y se
recupera la memoria de lo vivido. Donde se regresa a la juventud y se escuchan
“los discursos de retorno e igualdad / la socialista imagen del kibutz” aunque se
hayan “desmigajado con tristeza”. Y el autor nos vuelve a revelar parte de su
biografía: “Mi sano olfato juvenil / empezó a perfumarse en podredumbre.”
Existe en este libro una distorsión del espacio. La cercanía y la lejanía suceden de
manera intangible. De pronto el autor se acerca “junto con las tardes soleadas /
bajo la sombra de interminables tazas / de café cargado y dulzón / a los espacios
desconocidos de la historia”. O bien, afirma que “en este lugar / golpeé mis manos
contra la tierra”, aunque nunca es revelado geográficamente. Sin embargo, sí se
cita Israel “subirse a un autobús / en alguna esquina / de Israel / hace posible /
rozar / rozarse / con el cordón umbilical / de los alambres de púas.” Y
posteriormente, se habla de los judíos de Toledo, Salónica o Berlín junto con los
árabes de Haifa, Tul Karem o toda Palestina o un Líbano ajado y mustio.
Finalmente, el autor nombra lo que el lector sospecha: la palabra exilio y la
relaciona con las llaves tristes que no permiten abrir sino recuerdos. Por eso esas
llaves no pueden perderse.
También se generan preguntas sin respuesta “¿Por qué arropáis lo verdadero /
como lo vano / y calláis la verdad / que vosotros sabéis?”
Por otro lado, en estas páginas encontramos naranjas despanzurradas, perfumes
de limón, naranjales perdidos, almohadas envueltas en tomillo, almendras por
cosechar, huesos de aceitunas escupidos, granada sin frutos, higueras que
comienzan a derramar leche amarga, berenjenas con su diente de ajo, el deseo
de un huerto de datileras y vides, mientras transcurren Moisés encapuchados,
ojerosos Jeremías o delgados Mohameds, pudiéndose escuchar el estilo de
Nezahualcoyotl al leer versos como “No sabemos nada / como una sombra /
nuestros días en la tierra”. O versos lapidarios: “Recuerda / que mis ojos / no
volverán a ver la dicha.”
Por último, los contrastes aparecen entre las estrofas y así nos encontramos con
versos tales como “los párpados del alba”, o “en el agua se derraman mis
lamentos”, frente a las pilas de cadáveres que son apiladas en el conocimientos
como camisas almidonadas.
Dejando como un testimonio entre los versos se lee al autor que escribe: “mis días
son la sombra que declina y me seco como el heno”.
Y para finalizar salen a la luz sus versos lunares: “La luna cuelga del cuello de ese
joven”, o bien “me he desacostumbrado al calor de la lunas”, y también sus versos
solares: “Me acerqué junto con las tardes soleadas a los espacios desconocidos
de la historia” y “el sol comienza a tantear sobre la ceguera de la noche”. O
también: “El agua se desliza sobre la nuca y los cabellos apagando al sol por este
día. ¿Qué hay más luminoso que el sol?”
Bajo esta maravillosa percepción de la luz cierro este texto en el que celebro junto
con la vida y obra de mi querido amigo Eduardo Mosches hallazgos
extraordinarios: “la sangre muy cálida como leche de cabra” o “esas piedras que
se han hecho flor sobre las tumbas”.
Carmen Nozal. Nació en Gijón, España, el 30 de noviembre de 1964. Poeta. Radica en México desde 1986. Estudió lengua y literaturas hispánicas en la UNAM, y en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha desempeñado cargos como subdirectora de Péndulo; coordinadora de difusión cultural. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, portugués y bable. Colaboradora de A Duras Páginas, Astillas, El Cocodrilo Poeta, El Comercio, El Gráfico, El Sol de México, El Suplemento, Etcétera, Hidrocálido, Hojas de Sal, Hojas de Utopía, La Jornada, Péndulo, Pregonarte, y Viceversa. Premio de Poesía UNAM 1991 por Visiones de piedra. IV Premio Universitario de Poesía 1991 por Vuelo-Pasarela-Lindo. Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 1992 por Vagaluz. Premio Nacional de Poesía Salvador Gallardo Dávalos 1993 por Hacia los ecos del frío. Recibió el Reconocimiento por Mérito Académico 1993 otorgado por el SUA de la FFyL de la UNAM. El Reforma premió a Péndulo por ser la primera revista electrónica de México.