Por Juan Antonio Rosado
COLUMNA TRINCHES Y TRINCHERAS
Desde la antigüedad ocurre un fenómeno interesante en el mundo entero: se ha despreciado a los actores por considerarlos mentirosos. En la Edad Media de la cristiandad incluso se prohibió el teatro al calificarlo como «templo del diablo». Antes, Platón expulsó a los poetas de su república por mentirosos. Mucho después, Sor Juana le llamó «engaño colorido» al arte. Los planteamientos anteriores son justos: se justifican, pero ellos tampoco escapan de la mentira y allí empieza la paradoja. Platón expulsa a los poetas, pero como buen poeta inventa el mundo de las ideas, y usa alegorías y metáforas como la de la caverna. Alfonso Reyes llama a Platón «el poeta contra la poesía». La Edad Media cristiana prohíbe el teatro por mentiroso, pero utiliza autos sacramentales y representaciones para instruir al populacho en materia religiosa y evangelizarlo. Pero: ¿no son las religiones y los dogmas inventos de los poetas? ¿No están todas ellas sustentadas en libros con versos, versículos o narraciones míticas o legendarias, llenas de imágenes, parábolas y otros recursos y géneros literarios?
Más sensata me parece la filosofía Anekantebada, del jainismo, que sostiene que la verdad no existe y que hay muchas verdades y no una. Ellos usan la parábola de los seis ciegos que rodean al elefante: un ciego toca la pata y afirma que el paquidermo es una columna; otro toca la cola y sostiene que es una cuerda; uno más palpa la trompa y asegura que es como una rama; el que toca la oreja dice que es parecido a un abanico; quien toca la panza la confunde con una pared; por último, el que toca el colmillo asevera que es como un tubo. Cada uno sólo verifica una parcialidad, un fragmento de lo real y se lo representa. Los humanos somos como los ciegos que rodean al elefante, y cuando uno de ellos inventa una religión y la llena de falsos testimonios, engaños coloridos y lenguaje figurado, y la hace pasar como la religión verdadera, surge la intolerancia y se justifican castigos y premios por no creer o por creer.
El arte miente y en esa mentira está su verdad, pues en el terreno de la imaginación todo es posible. El arte consiste en volver a presentar, en utilizar lo que la realidad, los sueños o la imaginación nos otorga, ya que lo inexistente no es sino lo que no puedo ni imaginar ni soñar ni percibir con los sentidos: lo que no es posible representarme ni gráfica ni conceptualmente. Mediante la reunión y combinación de elementos reales u oníricos, el artista crea algo distinto: desvía esos elementos de su función cotidiana o de su utilidad primaria para transformarlos en otra cosa. Esa otra cosa es el engaño colorido, pero toda la cultura lo es, y el ser humano creó la cultura porque no soportó la realidad tal como se le presentó al surgir la conciencia y el raciocinio, hace decenas de miles de años.
Supongamos que las tiranías políticas o religiones dogmáticas acepten lo anterior y consideren el arte como engaño inocuo, acaso ornamental, aun cuando represente verdades históricas o políticas. Esas tiranías y religiones seguirían condenando la mentira. El octavo mandamiento bíblico (otro negativo), afirma: no dirás falso testimonio ni mentiras, pero como ocurre con el resto de estas normas simplistas, no obedece a contextos. La Iglesia Católica lo sabe y por ello ha hablado de la mentira piadosa y de la santa ignorancia (la ignorancia es una de las formas de vivir en la mentira u omisión). Sin embargo, en la realidad real muchos han salvado sus vidas gracias a que han mentido. La vida no es mecánica ni en blanco y negro. El ejemplo que siempre pongo es el de Galileo: ¿morir o no morir? Galileo salvó su vida gracias a una mentira, y gracias a ella pudo continuar pensando, reflexionando. De otro modo, la Santísima Inquisición lo habría quemado vivo, como lo hizo con otros intelectuales. Por ello, considerando el contexto, siempre variable, mi octavo mandamiento es no mentirás ni engañarás, salvo cuando tu integridad física o moral (o la de otros) corra peligro, y sólo puedas evitarlo mintiendo.