Mi décimo mandamiento

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Por Juan Antonio Rosado

COLUMNA TRINCHES Y TRINCHERAS

 

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El deseo es un movimiento psíquico que revive recuerdos de sensaciones asociadas a la satisfacción de una necesidad, a un placer, pero que puede ser independiente de ese recuerdo cuando no actúa el recuerdo como tal, sino la imaginación; por ejemplo: «qué haría si tuviera tal cosa que no tengo ni nunca tuve antes». Pero ese movimiento se genera siempre en la imaginación o la fantasía, y se dirige hacia lo que otorga placer, hacia lo agradable, por más imposible o difícil que sea. Tal movimiento nos saca de nosotros mismos y no podría existir sin la privación de lo deseado. Como ya se ha expresado, el deseo enfatiza la carencia. Sea deseo o afecto, lo relevante es la dirección, el movimiento hacia el exterior propiciado por una imagen o por cualquier sensación. Del desear se puede pasar al codiciar cuando emerge la ambición por lograr un proyecto, ya que todo proyecto se lanza hacia afuera y pretende su realización en el futuro. Ni el proyecto ni el deseo ni la codicia permanecen en el presente; no funcionan aquí ni ahora. Se dirigen a lo ajeno, al afuera, al mañana.

La Biblia ordena no codiciar bienes ajenos. ¿Pueden codiciarse los propios? ¿Puede desearse lo que ya se tiene? No, pero puede desearse lo que no pertenece a nadie, sino sólo a nuestra imaginación. En tal caso, construimos un proyecto, pese a que nada provenga de la nada. Hasta aquí, he usado las palabras «deseo» y «codicia» por estar muy relacionadas, pero hay distancia entre el uno y la otra, sobre todo porque la segunda, por su carácter violento, es capaz de obrar de forma negativa en la realidad. Sin embargo, como sucede con los demás mandamientos, también el décimo se halla descontextualizado. Un preso (y si nos referimos en particular a un encarcelado injustamente) puede y debe codiciar su libertad, que en ese momento es un bien ajeno y no suyo. Aquí no sólo se trata de desearla o anhelarla. Si la codicia puede actuar para que el yo sea de nuevo libre, utilizando todos los medios para que su proyecto llegue a buen fin, ¿por qué no codiciar ese bien ajeno, sobre todo si ya se tuvo con anterioridad? Aquí operan el recuerdo y la fantasía.

 

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Pero más allá de situaciones concretas o de bienes abstractos como la libertad, ¿es posible vivir en un mundo donde no haya nada ajeno? Si existe lo ajeno es porque existe el otro. Sin el otro no existiría el yo porque el otro siempre transforma al yo para hacerlo otro. No se trata de ponerse lacaniano ni de apelar al estadio del espejo. Es evidente que el otro me vuelve otro, y que el yo no existe como tal, de forma aislada e independiente. Lo ajeno se desea o codicia sin tener que robarlo, siempre y cuando esa codicia o anhelo me hagan crecer, superar mi propio yo sin ser exactamente como el otro. Si se trata de algo material, puedo codiciarlo para obtenerlo después con trabajo y esfuerzo, sin permitir que la envidia (esa rasgo de mentes minusválidas) roya o carcoma mi energía. Apelemos al sentido positivo del deseo o del anhelo sin asociarlo con el codiciar si este último verbo implica exceso de deseo y todo exceso puede nublar, cegar o destruir. Tomemos el codiciar como el gran deseo por lo difícil, como el primer impulso hacia el reto, pero sin caer en la nube de lo imposible. Por dicha razón, mi décimo mandamiento es codicia o anhela lo que sea lícito, y si puedes, intenta alcanzarlo, pero siempre de modo legal, sin dañar al otro o a quien posee lo que codicias.

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