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Makasimhaí

Agustín Cadena*

 

Para Guadalupe

Makasimhaí, la flor corazón de la Santa Tierra, era niña cuando sucedió todo lo que ahora recordaba en huracanados sueños. Ahora era invierno y ella dormía mucho. Despertaba al amanecer, pero alrededor del mediodía –En Butithí el sol tenía un ciclo de vida de sólo dos o tres horas— volvía a su cueva, a su cama hecha con pieles de carneros y perros salvajes, y empezaba su diaria batalla contra los erizados demonios del pasado. A veces despertaba a mitad del sueño y buscaba el calor de la axila de su hombre, Shan Jua era un mago gigante del Valle;

dormía de modo que la cabeza de Makasimhaí anidara bajo su brazo como un huevo de gavilán. Los pies de ella apenas le alcanzaban los muslos, que eran largos y poderosos. A Makasimhaí le gustaban su aliento a carne cruda y la barba color de metal negro que alcanzaba a cubrirle hasta el vientre. Además lo necesitaba porque Shan Jua podía penetrar en sus sueños, desenredarlos y luego formar con ellos trenzas ordenadas y coherentes. Cuando lo veía no sabía si lo estaba soñando sin que él supiera, o él había entrado ahí intencionalmente. Shan Jua conocía los doce mundos y los sesenta niveles de la oscuridad. Los exploraba mientras dormía y, al volver, su pelo negro y su barba estaban salpicados de un brillante confeti estelar.

Makasimhaí despertó bruscamente, acezando como tras una pavorosa carrera. Trató de sentir el sedante olor a sangre y carne cruda de su cueva y buscó el calor de la axila de su hombre; lo olió, se quedó quieta, sintió en las uñas de sus pies su propio filo contra los muslos varoniles. Había visto, por tercera vez, a un hombre pequeño y maligno armado con una espada larga y muy brillante, cubierto de la cabeza a la cintura con un penacho rojo. La perseguía sobre la nieve, por los mil caminos invisibles que tiene el Valle Helado de Butithí, gritando como un pájaro pequeño y enfurecido, blandiendo su espada. Makasimhaí entró a una cueva y siguió corriendo aunque ya no lo veía. Él tampoco la veía. Sus gritos de lechuza se convirtieron en un llanto infantil y ella se detuvo un instante y luego volvió a correr, aterrada ya no por aquella fiera sino por sus propias emociones. Y corriendo empezó a llorar y sintió miedo de morir.

Entonces despertó. Shan Jua dormía y no se atrevió a perturbarlo. Miró hacia la entrada de la cueva, defendida de intrusos por una cortina hecha con los pies de mestizos. La cortina era translúcida y en ella bailaban figuras inquietantes. Más allá se hallaban la tundra inabarcable y oscura, la luna roja, los perros hambrientos. Makasimhaí empezó a acariciar con sus pies los testículos de Shan Jua: así lo despertó sin violencia.

—¿Qué? —le preguntó él.

—Tuve un sueño, ma maté.

—Lo vi –le contestó su hombre—. Iba a tu lado mientras huías; olí el sudor de tu cintura.

Makasimhaí se apretó más contra él. Permanecieron callados durante largos instantes, oyendo el crepitar de la noche al otro lado de la cortina de pieles.

—Ese hombre con el que sueñas, el hombre de la espada, te violó cuando eras niña, ¿recuerdas?

—No lo sé…

—Asesinó a tu familia y luego a ti te pareció normal que te violara. Sucedió en una región remota, sin nieve.

—Ya recuerdo: fue en un desierto, sobre la arena. La arena quemaba como una brasa…

—Sigue.

—No puedo. El cuerpo empieza a arderme como aquel día.

—Trata. Así lo venceremos.

—Todo estaba seco. No había agua en ninguna parte, ni árboles ni flores. Despedazo mi ropa y luego me arrastró mucho tiempo sobre la arena, hasta que mi piel se consumió y quedé cubierta de sangre. Entonces me poseyó.

—Sigue.

—Ya no recuerdo nada. Me quedé sola. Pasó un tiempo muy largo. Hay una noche dura y negra, cavernas, una selva por donde camino descalza. Mis piernas se doblan y mi sexo va mandando una leche blanca como la sangre de la luna. Tengo fiebre y ya no puedo más. Hay un arroyo. Tú sales de él con un látigo en una mano y un ramo de peces dorados en la otra.

—Sigue.

—Ya no puedo, ma maté. Voy a volver a dormir.

Shan Jua se sumergió con ella en las azules aguas del sueño. La acompañó un poco, hasta dejarla en un lugar lleno de luz. Entonces recibió la primera señal de muerte: Makasimhai montó sobre una piedra enorme y lisa. Estaba desnuda. Frotó su sexo en llamas contra los líquenes helados, que empezaron a exhalar un dulce olor a cadáver.

Durante los días que siguieron alguna tibieza se sintió en el Valle de Nieve de Butithí. Makasimhaí durmió un poco menos y cumplió contenta con sus tareas diarias: buscar raíces comestibles, acarrear agua de los agujeros que su esposo abría en el arroyo congelado, desollar los animales que él cazaba y que comían crudos. Al ver que estaba bien, que ya no padecía los terrores de antes, Shan Jua la dejó sola; se fue al bosque, donde periódicamente se internaba para meditar. Makasimhaí sabía que pronto iba a regresar y no se preocupó. Antes de dormir encendía una hoguera ante el umbral de su casa, para no tener miedo, y echaba sobre la cama unas pieles más que compensaran con su calor la ausencia del marido. Se hallaba en celo; como nunca antes, sentía en el olor de la nieve una urgencia dulce y feroz por la carne del macho.

La noche cuando Shan Jua regresó, ella estaba deseándolo y creyó que venía a cubrirla. Pero Shan Jua entró de prisa, buscó su látigo y volvió a salir inmediatamente. Makasimhaí trató de enhebrar de nuevo el hilo de sus sueños, en vano. Se quedó quieta y tensa como una ardilla. Las sombras de su pasado bailaban en la cortina de pieles con una cadencia siniestra. De repente escuchó una voz de pájaro que gritaba fuera, todavía lejos:

—¡Makasimhaí!

Sintió que la espalda le quemaba y que sus propios cabellos le caían sobre el rostro como húmedas telarañas. La voz se fue acercando, dolorida, infernal:

—¡Makasimhaí… Makasimahaí!

Luego oyó el golpear de un hierro contra las piedras. Más tarde el chasquido de un látigo. Se levantó inmediatamente y sacó de un hueco en la tierra unas figuras que su esposo había preparado para ese momento. Las colocó en posición de combate y empezó a celebrar un ritual de guerra. La voz como de pájaro, cada vez más lastimera, más implorante, atormentaba su corazón como una espina.

—¡Makasimhaí!

Para ahogarla, para no oírla, para no amarla, ella siguió adelante con el ritual: prendió fuego a algunas de las figuras, hizo que su voz sonara como la de Nxuní y elevó una oración a la luna. Cuando terminó sabía que la victoria no era cierta para ninguno de los dos, a pesar de sus esfuerzos. Se vistió una túnica blanca y se ciñó un cinturón de oro rojo. Cualquiera que fuera el resultado del combate, el vencedor vendría a reclamar su sitio en la cama, al lado de ella. Preparó una bandeja con agua florada para lavar de él, cuando volviera, el olor prohibido de la sangre.

 

 

[Número 79 – Violencia y Narrativa Actual Mexicana]

 

 

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