Hugo Garduño
Sus mismas entrañas buscan destrozar.
Es a su imagen, semejante que hace el mismo gesto.
Las aceras lucen carcomidas bajo el peso,
bajo ese cadáver de horizonte putrefacto
que amputa y ciega de a poco.
En las esquinas se recrea la necedad
del pozo, las risas muertas y cortantes de asqueroso paño
con que el status se limpia al defecar.
Hugo Garduño
Sus mismas entrañas buscan destrozar.
Es a su imagen, semejante que hace el mismo gesto.
Las aceras lucen carcomidas bajo el peso,
bajo ese cadáver de horizonte putrefacto
que amputa y ciega de a poco.
En las esquinas se recrea la necedad
del pozo, las risas muertas y cortantes de asqueroso paño
con que el status se limpia al defecar.
De nada se sabe
más que de imitar el festín en el que anémicos y virulentos lobos
se destrozan entre sí.
La marginación es tan rotunda
como la brutalidad de la pendencia bajo
que se frustra (nada más) entre los parias.
Dentro de las casas es insoportable
el bochorno agrio de la atmósfera
edulcorada con veneno sedante de televisor.
Todo es lejanísimo, imposible de alcanzar,
a la mano sólo está la local canalla que sin remedio atrapa o tritura.
Caín y Abel de la misma clase, se multiplican en todas las frentes sin saber
que Herodes muy lejano desde su palacio se sonríe.
El enemigo siempre está en la frente del hermano,
la vida sólo es un lodazal inmundo dentro de una cerca muy pequeña.
Sólo son posibles las sonrisas que engendra la vileza,
la carne propia, como la de los otros sólo sirve
para el matadero, para devorarse entre sí.
Los pendencieros se sujetan, se encadenan
a su primitivo instinto tras quedarse ciegos.
Ansiosos y hambrientos, listos para devorar
al más débil hueso, el más cercano, sin saber
por qué han nacido baldados y con hambre.
Con una nube roja cubrieron el horizonte
y la cloaca donde los arrinconaron.
La hicieron suya para llevarla dentro
para ser esclavos de eso que desde fuera no podrán ver jamás.