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Los defensores de la «verdad»

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Por Juan Antonio Rosado

COLUMNA TRINCHES Y TRINCHERAS

 

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Agustín de Hipona —conocido por sus simpatizantes como San Agustín— escribió una frase que cualquier lector puede corroborar si se toma la molestia de ojear (sin hache) —sin siquiera leer detenidamente— su libro De la utilidad de creer (capítulo VII). La frase a la que me refiero le hubiera ahorrado al mundo occidental millones de litros de sangre, masacres, «cruzadas», la terrible inquisición y otras tantas atrocidades contra paganos y herejes, y que Karlheinz Deschner ha analizado en su Historia criminal del cristianismo. Cito a continuación al doctor Agustín de Hipona: «Declaro que nuestra alma, aprisionada y hundida entre el error y la estulticia, anda buscando el camino de la verdad, si es que la verdad existe. Si en ti no sucede así, perdóname y comunícame tu sabiduría; pero si también en ti descubres lo que acabo de decir, entonces vamos juntos en busca de la verdad». Lástima que este docto se haya convertido en el antecedente por excelencia de la futura intolerancia.

 

            Cuando se repasa las múltiples contradicciones que —desde sus orígenes— han mostrado las sectas y religiones que le rinden culto a la figura de Cristo, no puede menos que dudar de una verdad y adoptar la pluralidad y el relativismo cultural como máximas para la mejor convivencia. Así lo entendieron los jainas seis siglos antes de nuestra era: no hay verdad, sino verdades. Así lo demostró la filósofa Hipatia, directora de la Biblioteca de Alejandría. Se afirma que esta mujer era tolerante hacia las diferentes formas de pensar o creer. Entre sus discípulos, esta filósofa, matemática, astrónoma y escritora, admitió a todo tipo de gente y a personas de todas las religiones de la época. Pero la intolerancia cristiana acabó con ella. Lo más probable —todo apunta a este hecho— es que el obispo de Alejandría la haya mandado matar. Un grupo de cristianos la desolló con conchas y destruyó su obra completa (también destruyeron una de las obras más importantes del filósofo Porfirio y la gran mayoría de los textos de Safo, entre otros miles de manuscritos, para no contar los códices prehispánicos que los «guardianes de la cristiandad» hicieron quemar).

            El grupo de bandidos que mató a Hipatia, por supuesto, creía en la Verdad. Así se inició la intolerancia que caracterizaría —hasta la fecha— a la religión de Saulo de Tarso. Este fue el principio de la ruina del mundo antiguo, con su pluralidad y su moral, cuyos máximos valores adoptaría la nueva religión, apropiándoselos sin darles casi nunca crédito a quienes los forjaron.

            Más sensata me parece la filosofía Anekantebada, del jainismo, que sostiene que la verdad no existe y que hay muchas verdades y no una. Ellos usan aún la parábola de los seis ciegos que rodean al elefante: un ciego toca la pata y afirma que el paquidermo es una columna; otro toca la cola y sostiene que es una cuerda; uno más palpa la trompa y asegura que es como una rama; el que toca la oreja dice que es parecido a un abanico; quien toca la panza la confunde con una pared; por último, el que toca el colmillo asevera que es como un tubo. Cada uno sólo verifica una parcialidad, un fragmento de lo real y se lo representa. Los humanos seguiremos siendo como los ciegos que rodean al elefante, y cuando uno de ellos invente una nueva religión, secta o ideología, y la llene de engaños y lenguaje figurado o persuasivo, y la haga pasar como la verdadera, surgirá de nuevo la intolerancia y se justificarán castigos o premios por creer o no creer.

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