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La última oportunidad de oír a Gato

Alain Derbez

 

(a Ricardo Fritz, a Carlos Chimal, a Marcela Capdevilla)

 

Imagino un falo péndulo lleno de campanadas y dos negras vestidas a la usanza antigua.

Imagino que ríen de lo que imagino ahora que con el negro entran a la casa. Me imagino que sus risas se alargan, ascienden entre distintas tonalidades e inundan toda la habitación. Los muros, las risas y los cantos los blancos dientes. No hay cifrado que encierre esos sonidos ni escrito que puede detectarlos: agua derramada el tiempo que gotea y el péndulo que lleva el ritmo: el péndulo y el blues tic tac, tic tac: el péndulo, y el blues el miembro como de chango que cuelga de la imagen que Cortázar me dio de Johnny Carter. El ritmo todo lo satura.

Es como estar sentado en el barbero. Una toalla hirviendo que olvida y muchas toallas húmedas y frescas. Sudor interrumpido. Alivio. Agradeces al hombre por haberse acordado de ti cuando cinco minutos antes deseabas con fervor que se fuera a los infiernos. Igual que cuando oías los primeros discos de Barbieri: ya quieres que se acabe, que ya termine el caos. Que callen los tambores y las manos del pianista Lonnie Liston Smith. No más golpes al piano o al trombón de Roswell Rudd. Cinco minutos, sólo cinco minutos hasta que la toalla Gato llega y te refresca con el sonido intenso del saxofón tenor. Digamos: que te baña. Tomo un avión luego de meses de discusión y ahorro: llego a Nueva York con tres amigos. Todos sabemos que es nuestra última oportunidad de oír a Gato. Sentarnos frente a él y tomar bourbon.

En un principio esta ciudad se construyó para que el limpiabotas pudiera recorrerla. El cajón, las grasas, los cepillos y trapos colgando al hombro. Imagino que eso ha de haber sido. El barbero, una vez terminada la labor, silbaba con tristeza, y el último indio, removido bruscamente, hacía constar que la primera consigna del progreso consiste en desplazar la tradición a la trastienda. Los cigarros habanos apagados. El recuerdo de la vieja Pocahontas un hueco grande en el estómago. Millones de personas iguales y distintas. Despiertas, dormidas, muertas. Las seis de la Mañana del día de Gato. Es la hora en que Woody Allen me hizo creer que se oye Gershwin; La hora en que la ciudad de Nueva York comienza a vomitar mujeres, hombres, perros, efímeros protagonistas de su historia cotidianamente repetida.

El disco El tercer mundo ha terminado y, de pronto, los negros se dan cuenta de que alguien los observa: Él la ha tumbado a ella, ella está inmóvil, la cara de placer; ella de pie y junto a la ventana admira el espectáculo, él cierra la puerta, la excitación de ella se derrumba, ellos se dan cuenta que la inoportuna irrupción de él echa todo a perder, ella se levanta, él se vuelve, y le muestra a ella sus más prudentes partes, él ciérrala persiana con violencia y golpea y maldice, no te puedo dejar sola un momento sin que te pongas a espiar a ese par de negros cabrones, ella se siente, dice, avergonzada, él la perdona, él quiere ir allá enfrente y matar al exhibicionista y a la exhibicionista, él quiere ir allá enfrente cuando él no esté porque sabe que ella quiere hacerlo con él y él también quiere y tú imaginas que todo está pasando tres horas antes del concierto, un piso abajo del hotel donde tus tres amigos y tú se han hospedado.

Ahora te levantas para cambiar el disco. Está claro por qué te gusta Gato. Te imaginas Marlon persiguiendo a María y que ella se equivoque y entre a tu departamento de la colonia Roma y aclara (déja–vuevidente) que ella había estado una vez ahí, y tú ya estás desnudo y ella pone sus pies descalzos sobre el piso de duela y abre los brazos y tú, al mismo tiempo colocas la aguja en el principio de la pieza Antonico (es el disco Under Fire–Gato bajo fuego) y enciendes la chimenea (Gato ante el fuego) y ya toman cognac luego de haber hecho el amor unas tres vece sin, obviamente, saber sus nombres respectivos ni tener el menor interés de averiguarlos.

La lluvia golpea las dos grandes ventanas que miran hacia el parque y ella dormida se acurruca. Tu mano la acaricia, la derecha, mientras tu mano izquierda sostiene la Rayuela de Cortázar… y ya… estés en París. Un poco enfermo, y aunque no sales de la buhardilla donde han cogido asilo sabes que la ciudad es tuya hasta que Gato deje de tocar ese tengo postrero y ella repita no sé cómo se llama me siguió por la calle; y salen pues los cuatro a la avenida. Para llegar a tiempo al Bottom Line toman un taxi, coges tu coche y enciendes el auto–estéreo. Están en casa de tu hermana en San Jerónimo, ella está ausente, estará de viaje varios meses. La mecedora y tú están frente al fuego. No hay más luz que la sola chimenea y es por esa razón que te has pasado esa luz roja sin fijarte. Gato le canta al tamborcito calchaquí. Ella ha arribado y Gato grita por su Tucumán querido y tú recuerdas a Carlos escuchando a Gato en su vieja grabadora portátil dentro de un vagón de metro, rumbo al centro y te das cuenta de que una de las bocinas, la que está en la puerta derecha, se ha estropeado. El taxista que es puertorriqueño comienza a mezclar injurias en inglés y español mientras Marcela, que así se llama ella, opta por retirarse. Más bien se esfuma. La casa se queda más sola, más oscura que antes, el saxofón antes intenso se va perdiendo, se extingue el fuego y el infame oficial de tránsito te dice buenos días mientras tú sin más le das tus documentos. Tu hermana ha regresado para siempre, ha vendido la casa. El policía te ha pedido dinero y uno de tus amigos abre la billetera y paga el taxi. Lo están logrando. Lo están logrando al entrar por la puerta.

Al sentarse en la mesa. Al pedir la botella de bourbon y rescatar a Gato de ese gran laberinto de recuerdos y ponerlo ahí, enfrente, sobre ese escenario de Ruby, Sunride y Nostalgia y Gato siempre Gato tocando como nunca antes, como nunca después.

Lo estás logrando tú con tus amigos y te abandonas a todo y te imaginas que Helena Rojo no se mete con aquel caballo a la selva de Aguirre, y la ira de Dios está en el saxofón de aquellos negros en el hotel de Marlon, y ya estás con Marcela una vez más y no dices tu nombre cuando las dos negras vestidas a la usanza antigua quieren averiguarlo, ni cuando Gato, que ya se toma bourbon, te lo pregunta.

 

[Número 3 – Octubre 1985]

 

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