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La legendaria Ro

El día miércoles 24 a las siete de la noche nuestra muy querida amiga Rocío González falleció. Gran mujer, de una integridad y valor humano enorme, madre amorosa, profunda poeta que ha dejado poemarios incomparables como Las ocho casas, Pasiones tristes, Azar que danza, Como si fuera la primera vez y Neurología 211, este gran libro que retoma como tema su propia enfermedad. Excelente ensayista y gran académica muy querida por sus estudiantes de la UACM.

Ha dejado a sus amigos, entre los que me cuento,con sentido dolor, a partir de su partida.

Hace dos semanas se realizó un homenaje en la Casa del Poeta, con su querida presencia. De ese homenaje van los tres textos que fueron leídos esa noche.

Eduardo Mosches

 

 

Por Myriam Moscona

 

De Rocío González, la legendaria Ro, no fui amiga desde mi juventud, le llevo algunos añitos, pero cuando me acerqué a ella, no sé, quizá hace ya cerca de dos décadas, me causó adicción inmediata por su trato, su claridad, la forma única de vivir sus procesos, los modos tan querendones de entregarse a su gente. Siempre me impactaron los contrastes entre sus formas suaves y aterciopeladas y su determinación para decir “NO”. ─Ajijos, Ro, ¿y cómo le hiciste para quitarte de allí tan fácil?, déjame frotarte la barriga a ver si se me pega. Y ella, con esa sonrisa seductora siempre me contestaba como desde otra estratósfera: ay, por qué lo dices, corazón? 

No me entra en la cabeza que hayan pasado trece años de una entrevista que me dio para la columna semanal Luz negra  del suplemento Confabulario de El Universal. No sobre su poesía ni sobre su pasión por la lectura, sino sobre un suceso familiar que marcó su vida. Fue la primera vez que habló de ello fuera de un ámbito íntimo y siempre le agradecí esa confianza.

Retomo la palabra “confianza” porque eso nos ha mantenido en una misma clave. Aquel suceso familiar no es tema de esta mesa de celebración, pero no resisto las ganas de aludir a la honestidad de Rocío en las primeras respuestas de esa vieja entrevista.

M.-¿Hasta qué edad viviste en Juchitán?       

R.-Hasta los 11 años. De hecho, yo vivía en Ixtepec, un pueblo extraño lleno de comunidades árabes, chinas, japonesas, a 15 minutos de Juchitán.

M.-¿Allí ibas a la escuela?

R.- Sí. El resto del tiempo vivíamos bastante recluidos en mi casa, la más bonita de todo el pueblo, gigantesca, había hasta un parque adentro con criadero de conejos y gallinas. Siempre he pensado que era como el castillo de la pureza, un paraíso aislado.

M.-¿Cómo era tu familia?

R.- Mis padres eran “la pareja ideal”, la más envidiada. Mi papá cambiaba de coche cada año, los dos eran muy guapos. Mi madre con una belleza indígena y él, más españolote, era de Veracruz.

M.-¿Por qué fue a dar al istmo?

R.-El era ingeniero, llegó a construir la carretera transítsmica cuando descubrió a mi mamá. Mis abuelos maternos eran extraordinariamente ricos. Imagínate, llegaron a tener cien casas, así que a mi mamá se le consideraba un partidazo. Cuando se hicieron novios mi abuelo habló con él. “Si quieres a mi hija te quedas en el pueblo” –le dijo- pero ¿sabes que le dio?

M.-Pues no…

R.-La concesión de la cervecería Corona. Juchitán se hizo alcohólico y mi padre millonario.

La hija de esa familia pudiente es un ser excepcional. Siempre ha vivido al margen de esa fortuna, que ni quiere ni extraña ni es suya y su conciencia creció en diagonal, de espaldas a esa pertenencia de clase.

Siempre interesada en los demás se convirtió en una formadora de generaciones en la Universidad donde trabajó hasta hace poco. Amaba a sus alumnos y me consta cómo fue correspondida. He sido testigo de su trabajo con la poesía, de la época en que cursaba la maestría en la UNAM y de cómo le hice broma y media por haber recibido la medalla Gabino Barreda. “Ay, Ro, qué moñotes eres, qué aplicada, te la pasas estudiando”. Y ella, como siempre, contestándome desde su estratósfera: ¿por qué lo dices corazón?

Quiero referir aquí, de entre todos los sucesos vividos a su lado un viaje a Acapulco que hicimos tres amigas del grupo “Paisaje para tres”: Rocío, la pintora María Tello y yo. Conseguí que me prestaran una mansión, un palacete en lo alto de un cerro enorme. Desde allí, Acapulco se ve como tarjeta postal y las vistas de día y de noche son apabullantes. La casa es atendida por un personal de servicio ultra fifí. Nos reíamos porque de tanta atención nos sentíamos asfixiadas. Por la noche, después de cenar, la casa se quedaba por fin en silencio y sin charolas de servicio, y nosotras, semejantes grandulonas, nos transformábamos en tres adolescentes descarriadas. Rocío fue la que empezó. Yo me quito la ropa, quién me sigue. Métanse al jacuzzi, no sean, tráiganse el vino, no sean, súbanle a la música, no sean y fórjense un relajante, no hay que ser. Porque allí sí le sale su penacho juchiteco y sabe imponer su voz. De pronto empezó a llover a mares. Nos salimos de la alberca en carnes. María Tello que es la paparazzi del grupo tomó sin que nos diéramos cuenta tales imágenes que casi le confiscamos el celular para que no quedara registro de los desmanes.

Al día siguiente, Rocío volvió a la disciplina. Habíamos aprendido por el mismo tiempo la práctica china de Zhineng QiGong (o chikún para abreviar) y juntas, en ese viaje, repetíamos los movimientos. Esto también la retrata. Tal como volvió al chikún como si no le hubiera pasado nada al cuerpo tras el aquelarre, así ha vuelto toda su vida a su trabajo, a sus poemas, a lo que le ha dado, además de su hijo Ollin, el mayor sentido a su vida. Me siento orgullosa de haber visto cómo su obra ha crecido en potencia, propuesta y claridad. Su libro Neurología 211 tiene un arco discursivo de una libertad envidiable. Lo mismo que ese proyecto donde mezcla el español con el zapoteco y trenza las dos lenguas en un híbrido encantador y con un telón de fondo biográfico y una sintaxis rota y recreada que resulta fascinante.

 

gasti xpiani dicen en mi pueblo

no tienes cabeza, pues, no tienes juicio,

vamos curarte xñá vamos curarte

ingrata esa bola, ¿por qué, pues?

si tú mero tan juiciosa,

ay padre dios, m’ija

xpiani ¿a qué horas se volvió tan fiero?

galán cuando venías estrenando

esa ropa de flor, cortita, fresca, ja’a

¿quién iba a pensar? bonito verte

en el estero, el ojo de agua, Chipehua,

comiendo camarón, iguana, pan bolita,

así te quiero ver mamá, como endenantes

moza…

Ella sabe cuánto me entusiasma ese proyecto, aunque cuando se lo dije la primera vez, me vio con sus ojos oscuros y sus dientes blancos, con una mirada tan suya, entre la gratitud y la sorpresa y, como siempre, volvió a preguntar: ¿por qué lo dices, corazón? Rocío sabe lo demás. Y junto a ella y a la celebración de la amistad, uno de sus más altos y venerados valores, me pregunto con sus propias palabras, sin tener una respuesta clara, esa increpación sacada de su libro:

¿por qué duele la felicidad?

Nos ha dolido juntas, por fortuna, en un tiempo que no dejará de ser continuo, aunque su conjugación sea el pasado, el pasado perfecto de la unión, la nuestra y la de “Paisaje para tres”, más allá de cualquier desperfecto.

Por qué duele la felicidad?

Me parece importante aventurar una respuesta. Entonces en ese diálogo imaginario, como acostumbraban los viejos talmudistas, escucho su voz respondiendo una pregunta con la misma pregunta reformulada:

 

Se fracturó el lenguaje.

una mañana la frase se rompió

mañana sin frase aviso la rompió lenguaje

monosílabos para atar la realidad

una erre seguida de una i o una jota

y no este escándalo en los ojos

no te dejaré entrar en mis células

¿por qué duele la felicidad?

 

Esto es Neurología 211, uno de los libros más intensos de los últimos años. No soy la única en pensarlo (¿verdad Jorge Esquinca?). Rocío González le ha dejado lecciones de claridad a quienes la hemos acompañado en el proceso de su larga enfermedad. “Estoy ya en una sobrevida y agradezco lo que he aprendido y lo que me ha rodeado. Me iré cuando ya no pueda leer, eso es lo que me irá apagando”. Sin una queja, sin dramatismos, parece haber comprendido en su laicismo, sin titubeos, sin pedirle tiempo y atención a nadie, qué la une y la separa de aquí.

 

 

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