Amor y odio, decía Pacheco en conversación con él en Oaxaca, a la Ciudad de México sólo se
la puede querer y odiar al mismo tiempo.
Los presentes, pasos más, pasos menos, tenemos una especie de vocación poética por
la ciudad, por derecho de nacimiento o por haber vivido el carácter multánime del Ombligo de
la Luna. Esa vocación ha conformado un corpus de poesía que va creciendo cada vez más. Si
ese cuerpo de poemas ha crecido desmesuradamente, se ha hecho evidente gracias a las
diversas antologías realizadas.
Acerca de la ciudad, existen diversas antologías, por ejemplo: el tomo Ciudad escrita, una
antología de poemas de Eduardo Hurtado, la crónica inolvidable Elogio de la calle, biografía
literaria de la Ciudad de México, de Vicente Quirarte, la antología La región menos
transparente, de Héctor Carreto, que traza un mapa geográfico que va organizando el material
poético concéntricamente, y ahora La ciudad de los poemas, un muestrario poético de la
Ciudad de México, de la poeta, narradora, ensayista y profesora-investigadora Claudia Kerik,
una investigación que produjo la recopilación más amplia a la fecha.
Postales de la megalópolis, El poeta y la ciudad, A pie o en transporte público: las
visiones de un flaneur, o El amor urbano, son secciones que componen este libro, a las que
acompañan unas notas fascinantes, un gran diseño tipográfico y un material gráfico
excepcional.
Existe, necesariamente, y en paralelo al acto de creación, una especie de fuente en la
comunidad de poemas de la ciudad. Esa fuente ovejuna habla en nombre de sí y de los otros.
Hace evidente lo que no se ve, alcanza a veces a percibir lo que se halla en ciernes, y expresa
su amor y su disgusto por la naturaleza de las cosas urbanas.
Creo que la sentencia de Pacheco dice lo que todos sentimos en mayor o menor
medida. Vivimos en una ciudad que es Infierno y Paraíso, Metrópolis y Pueblos, Libertad y
Cárcel, Historia viva y Presente abisal.
Adolfo Castañón, en “Recuerdos de Coyoacán”, con gran sagacidad reafirma el carácter
multánime, cosmopolita de la ciudad: La inconstante república de las nubes/ y todas las
ciudades estaban contenidas/ en la misma ciudad, Recuerdos de Coyoacán, p. 636.
El magnífico poema de Elsa Cross “Los amantes de Tlatelolco”, une varios tiempos en el
tiempo que transcurre de una manera asombrosa, une el Reino de Tlatelolco y la Plaza de las
Tres Culturas, en Moira, p. 1013,
O Iliana Rodríguez, en su poema “Elevarse,” p. 243 del libro Traza, nos habla de esa
alfombra voladora de acero que nos lleva hasta las veredas verticales del concreto.
Vicente Quirarte, en su “Elegía del Palacio de hierro” cabe un bello poema de amor y
lealtad, p. 979, o unas palabras acerca de la calle citadas por Kerik de la crónica de Quirarte,
«Andar en la calle denominamos a la situación en la que no tenemos nada. Nada sino la calle
misma, su espacio que es al mismo tiempo refugio y campo de batalla… » Elogio de la calle,
p. 666.
O estas palabras vívidas, de Luis Miguel Aguilar, en el poema “Coloquio”, en su libro Todo lo
que sé, dirigidas a los que se internan a peregrinas a horas y deshoras por tus calles:
“Sólo te advierto, Megápolis, con todos tus asaltantes,
que tengas respeto por mi amor o sufrirás las consecuencias…» P. 780 Todo lo que sé, 1990.
O el viaje que busca reconciliarse en el poema, el poema que desanda el viaje pleno de
asombro, en “Al volante de un automóvil, por la carretera Panamericana de Tuxtla a la Ciudad
de México”, p. 793, de Óscar Oliva.
El corte del tiempo, un siglo, hace que se aprecien el tiempo dando la vuelta en su
pesada rueda. Los poemas lejanos en el tiempo de hace un siglo y tanto varían en forma de los
escritos al inicio de este siglo XXI. Ni siquiera me detengo en ello. Basta incluso comenzarlos
a leer. Sin embargo, eso es en la tersa superficie de las sensibilidades poéticas.
Existe ese otro tiempo del que hablan los historiadores de la Escuela de los Annales,
un tiempo colosal, el tiempo que mueve a los husos horarios, que se alcanza a percibir en la
sensiblidad, en el eros y en la ideología de los hombres y mujeres. Por ejemplo, Francisco
Monterde, a quien me tocó conocer en aquella casa de San Francisco, del Centro Mexicano de
Escritores, en un poema que es un relajado cuadro de costumbres de un picnic en
Chapultepec, una castellanización del vívido Desayuno en el campo de Monet. Monterde,
vuelvo al dueño del cuadro mexicano, se refiere a la Diana Cazadora como la «agresiva
Diana», en su libro llamado Chapultepec, de 1947.
Isabel Fraire, por ejemplo, en su poema “Tal,” se refiere al mismo monumento, como
“la cursilinda Diana”, en Viñetas del DF, publicado en 1997. Sabemos en primer lugar que la
Diana la cambiaron de sitio, además, sabemos que alguien se tomó la molestia de ponerle un
cinturón de castidad de bronce y un brassier de poliéster, etc., pero entonces, ¿qué es lo que
pasó en ese tiempo largo y más invisible, el tiempo padre de los tiempos, entre el poema de
Monterde y el de Isabel Freire? Son cincuenta años justos, un siglo partido justo a la mitad.
Sucedió el siglo XX y sucedió el 68, y la píldora y las quemas de brassieres, y
sucedieron las guerras mundiales y el voto de las mujeres. ¿La petite histoire? La ironía no
podría ser mayor acerca del siglo xx. A veces pareciera que en el siglo xx hizo explosión La
grande histoire.
Me estoy preguntando, en este momento, si a ese tiempo largo incluso le ocurrió algo
grave, una explosión que jamás le permitirá recomponerse como tiempo largo, en estos años
en los que a mí me ocurrió casi todo. El nacimiento de mis dos abuelas, el nacimiento de mis
padres, mi propio nacimiento y el de mis hijas. Me hubiera gustado que ese tiempo largo y
sereno hubiera sido algo menos él mismo, menos personalidad, por favor, algo menos de siglo
XX, el protervo siglo, el amenazante, donde lo que ocurrió aún no lo podemos entender,
aunque tratemos denodadamente.
¿Se movió algo en ancho camino del tiempo mayor? ¿Cómo es posible entonces que
una simple estatua cambiara de una forma tan radical, ran revolucionariamente?
Por ahora, sólo analizo dos versos que contiene este libro, esta puerta que son mil
ciento veinte puertas de entrada al laberinto en la historia que es esta Ciudad de poemas y
ciudad de ciudades, ciudad que se transmuta cada siglo, y cada día.
Existen, asimismo, en la ciudad, los No lugares, a decir de Augé, por obra y gracia del ojo y el
oído atento, de la inteligencia y del artefacto corazonal, éstos se convierten en pabellón de
cristal, en la casa propia. ¿Por qué nos quedamos en un cierto lugar a ver qué fue lo que pasó
allí, en el andamiaje de nuestros pasos? Jamás lo sabré. Lo que sí creo saber es que en esos
momentos nuestros pasos se detienen para atisbar lo que en el campo sería la naturaleza, en el
mar sería el mar, y lo que aquí sería no sé, una vendedora de tamarindos, o un pitbul o algún
jirón de transparencia en el cielo.
Nosotros, los que también manejamos un vehículo aquí, a excepción de aquellas veces en las
que la prisa grave nos lleva, odiamos los inconvenientes del tráfico, pero a pesar de las
distintas velocidades y recorridos y distintos tipos de apremios, nos fijamos en los letreros
escritos con humildad y con hambre en un cartoncito de caja de galletas. Creo que la inmensa
mayoría de los que estamos aquí leemos, y en ocasiones guardamos en nuestra biblioteca, ese
letrero que es bibliografía, autorretrato, legislación y, en todo caso, resilencia. A partir de esos
letreros notamos la ciudad. Allí he visto pasar lo mejor, lo más noble y leal de esta ciudad
nuestra, y del país entero. Los poemas, en cierta forma, son esos letreros escritos por alguien
en un rincón de esta ciudad, en la que los demás pasan y corren y vuelan, y que nos permiten
hacer un alto en aquello que el poeta se detiene.
Como dijo Baudelaire, con el brillo inalineable que lo caracteriza, “La ciudad cambia más
rápidamente que el corazón de los hombres”. Y es ese fenómento el que se documenta, se
hace evidente, en esta antología, a la que agradezco tanto el deleite de recorrer los diferentes
rincones poéticos, la sapiencia que la atraviesa, el amoroso cuidado en la página tipográfica
así como en la gráfica. El amor, en suma, hacia todo aquello de esta ciudad que los poetas
adoramos y odiamos lo suficiente como para escribirlo en un poema.
Kerik, Claudia. Selección, introducción y notas, La Ciudad de los poemas, muestrario poético
de la Ciudad de México moderna, México, Ediciones El lirio: 2021.