Huaraches

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Por Tania Cisneros García

 

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Todos los días era lo mismo, levantarse, vestirse, desayunar, ir a la escuela, comer, ir al catecismo y jugar. La parte más divertida de la tarde, indiscutiblemente era jugar. Recuerdo que todas las tardes me preparaba después de la escuela para ir al catecismo, me cambiaba la ropa, y por supuesto los zapatos. Esos horribles zapatos negros de charol que te obligan a llevar a la primaria. –Échales grasa, límpialos-, me decía mi padre cada mañana después del desayuno. Cómo odiaba esos zapatos cerrados y el ir a la escuela en ese tiempo. Pero ya en la tarde, yo y mis dedos se rebelaban y se dejaban ver quemados de tanto sol.

Aventaba las calcetas y la tarea. Amaba esos huaraches que se llamaban tequila con toda mi alma. Me hacían sentir libre, limpia y fresca a donde quiera que los llevara. Los usaba siempre. -Ese era el problema-, decía mi madre. Lloviera o saliéramos a fiestas no me despegaba de ellos. De tanto usarlos, su color café se fue convirtiendo en negro y llegó el momento en que se rompieron poco a poco, hasta quedar hechos solo tiritas. Años después me daría cuenta de eso, de que me aferraba a todo, ropa, amistades y amores. A pesar de todo, yo me quedaba ahí con ellos, hasta que alguno de ellos se rompiera. Pero con mis huaraches solo conocí la dicha de estar viva. Descubrí la lluvia y lo bien que se siente mojarse los pies en charcos y también en las calles inundadas que rodeaban mi casa, que más que calles, eran ríos durante la época de lluvias. Esos días que empezaban en julio y terminaban a finales de agosto eran para mí pura diversión, podía pasarme toda la tarde jugando bajo el agua, pero lo malo venía después, cuando entraba a mi casa y mi mamá me observaba toda echa sopa y estornudando. -Métete a bañar rápido que vas a enfermarte-, me reprochaba, mientras caminaba por la casa tratando de no mojar el piso limpio. Subía los escalones mientras dejaba chorros de agua en cada paso que daba. Se escuchaban los truenos a los lejos, uno después de otro. –Llueve a cántaros-, pronunciaba mi papá como un eco, mientras me perdía en la parte alta de la casa. Dejaba los huaraches en el último cuarto de la casa, a lado de las ventanas para que el sol los secara; aventaba la ropa mojada al suelo y entraba rápido al baño. Me bañaba con agua tan caliente que parecía que desplumaría pollos. El vapor inundaba el baño y el espejo se empañaba, hasta parecía que era neblina de la sierra de Puebla. Ya no tenía más frío. Salía y me abrigaba con suéteres y calcetines todo el cuerpo. Muy pronto era ya de noche y me iba a dormir de nuevo. Así terminaban los viernes. Entonces, venían los sábados, me levantaba temprano, subía corriendo las escaleras y los veía ahí color café claro. Me sonreían y yo a ellos, los tocaba y los sentía ya secos y calientitos. Volvía a ponérmelos para sentirme libre de nuevo mientras alguien me gritaba a lo lejos… ¿otra vez?    

 

Tania Cisneros García (Puebla, 1987). Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Tlaxcala. Ha participado en las antologías poéticas Luz de Luna III de la editorial Diversidad Literaria (España, 2017), Viejas Brujas II de la editorial Aquelarre (México, 2017) y en el libro cartonero Renuncio! de la editorial Ruta y Leyenda (Chile, 2018).  

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