Rodrigo Fresán
Hace años que el hombre se casó y hace años que el hombre es infeliz en su matrimonio. El hombre vive en Buenos Aires y pasa el tiempo, o intenta que el tiempo pase, pensando en el Imperio Azteca. El hombre está obsesionado por el Imperio Azteca desde que su maestra, hace tanto, tanto tiempo, le explicó todo sobre el tema. El hombre llega a la conclusión de que es más fácil salvar al Imperio Azteca que salvar su matrimonio, y entonces decide salvar al Imperio Azteca. El hombre se sienta en su sillón favorito frente a una ventana desde donde puede ver la jaula de los leones en el zoológico de enfrente, se queda dormido y se despierta en medio de una jungla, en la península de Yucatán. El hombre ha retrocedido en el tiempo y no tarda en encontrar con un azteca que le señala el camino a Tenochtitlán después de caer de rodillas.
El hombre descubre que habla azteca bastante bien y que su barba rubia lo hace parecido a Quetzalcóatl, el dios que los aztecas vienen esperando desde hace siglos. El hombre descubre que ha llegado a México diez años antes que Cortés. Entonces se le ocurre la manera de salvar al Imperio Azteca. El hombre se hace amigo de Moctezuma, le enseña español, le hace memorizar la genealogía real española y le explica que, cuando llegue Cortés, diga que es católico y que se han abolido los sacrificios humanos públicos. Moctezuma se muestra de acuerdo. Cuando Cortés desemboca en las playas de México, el emperador de los aztecas le pregunta en perfecto español cómo anda la Reina y elogia la galanura de los caballos manchegos que el conquistador ha traído del otro lado del océano. Cortés se enfurece, quema sus naves y destruye el Imperio Azteca. El hombre comprende que no se puede cambiar el pasado, vuelve a su época, se divorcia y el resto es historia, historia antigua.
[Número 61 – Nueva Narrativa Argentina]