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Ficción Religiosa

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Por Juan Antonio Rosado

COLUMNA TRINCHES Y TRINCHERAS

 

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Creo que es una obviedad repetir que a la literatura no le interesa la verdad de un enunciado, sino la verosimilitud, y que hay verdades reales o históricas que con dificultad funcionan en la ficción. En cambio, la ficción puede convertirse en verdad e incluso en hecho histórico a base de repetirla y repetirla. Basta creer en los discursos políticos, en las teorías que ofrecen panaceas o en nuestro propio imaginario, nuestras propias ficciones para que ya se conviertan en verdades incuestionables. ¿Qué mejor prueba que las religiones y sus textos sagrados? Podrán ser alegorías y símbolos, lenguajes connotativos y todo lo que se desee (siempre digno de exégesis), pero en muchos sectores de la población y épocas, la gente sin capacidad interpretativa ha creído que realmente un sujeto abrió el mar en dos mitades con una vara, otro conservó a todas las especies de animales en un barquito, otro más caminó sobre las aguas, curó leprosos y convirtió el agua en vino. Cuanto más inverosímil y fantástico es un hecho, para la mente infantil resulta auténtico si se le repite y se le llama “verdad”. Se cree en Santa Claus y en los Reyes, y también en Dios, Jesús, los santos y las vírgenes. ¿Cuál es la diferencia si obtenemos una recompensa, un premio, sea en el más acá o en el más allá?

            Todo ello, no obstante, es producto de la necesidad, y toda necesidad o deseo provienen de una carencia, de un hueco que asfixia al ser en la insoportable realidad, en el insoportable paso del tiempo. Se busca algo más que los pobres datos ofrecidos por la vida en su lento transcurrir. No recuerdo qué personaje de Balzac hablaba de la necesidad social de las religiones. Sí: son necesarias porque poseen una función social. También porque administran el misterio de la vida y su conclusión en la muerte. Mediante el miedo a lo desconocido, administran todo: el nacimiento, el desarrollo de los individuos y el deceso, pues nadie ha regresado de un supuesto más allá para contar lo que ocurre, si es que ocurre algo, o si se trata de un simple estado permanente, en cuyo caso ya no sería estado, ya que la noción de estado implica movimiento, transformación. Toda administración implica beneficios, ganancias. El que una corporación milenaria, por ejemplo, se haya dedicado a administrar el negocio más lucrativo del planeta (la muerte) denota la profunda necesidad de la gente por ser parte de algo y ligarse (re-ligarse) a poderes invisibles que, por invisibles, dan miedo, mucho miedo. Otro gran negocio, menos lucrativo, es la comida. Administrar un restaurante reportará ganancias si es un buen lugar. Así como la gente siempre come, también muere. Administradoras de la muerte, las religiones venden (¿pagan por lo menos impuestos?) muy buenas ficciones a cambio de cuantiosos bienes materiales. Sus narraciones pueden ser ingeniosas y sugestivas, pero lo relevante no son sus sentidos ocultos o esotéricos (también, al fin y al cabo, invenciones), sino los beneficios materiales que han reportado a lo largo de los siglos para una clase poderosa. La ficción, en consecuencia, siempre ha sido y seguirá siendo un excelente negocio.

 

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