Estoy inmóvil entre las sábanas, observándola, nada más observándola. Reparo en su pequeño cuerpo de ceniza rígido, encogido y la supongo presa de un miedo extremo. Espera, tal vez, que de la blancura surja yo ungido en juez supremo y con un gesto definitivo y grave la condene o, mordido a piedad por su insignificante condición, la absuelva. Su sombra crece en la pared, se desplaza con un lentísimo movimiento y se rompe de repente. Me vuelvo hacia el rincón y encuentro, tercas frente a mis ojos, las dos pelotitas brillantes de los de ella mirándome con esa vaga quietud oscura, esa penetrante fijeza. Mis párpados comienzan a volverse pesados, a vencerse. Advierto cómo gradualmente desciendo a las honduras del silencio, y me hallo de pronto en la cima de un altísimo promontorio, indefenso ante la obstinada visión de las tinieblas, debilitado por el vértigo del abismo; y caigo, caigo; mi carne se desgarra y cercena y siembra mi sangre en la tierra que va abriéndose bajo mi peso; caigo, infinitamente; y continúo cayendo, cayendo, cayendo… Y despierto colmado de ansiedad y fiebre, experimentando una terrible opresión en el pecho. En la tensa brevedad legamosa del sueño sentí el puntiagudo raspar de sus pisadas, su fetidez, su empecinada presencia hurgando las partes todas de mi cuerpo, precisa, minuciosamente. Examino los hilos múltiples de su secreción viscosa impregnados en las regiones de mi piel como una plaga devastadora. Mi fuerza entera es una incontenible huida. Noche a noche sus ojos puestos en mí, obsesivos, obligándome al sueño.
En un principio no le di ninguna importancia, juzgué natural que hubiese una, en los reclusorios de este tipo siempre hay. Su compañía vino a ser una especie de consuelo; conocer que no estaba solo, que había algo que respiraba y se movía a mi alrededor era bueno, me ayudaba a sobrellevar el encierro. La primera vez que la vi, su aspecto me produjo una repulsión tan grande que tuve el deseo de aplastarla; pero se posaron en los míos sus ojos… Y poco a poco me fui habituando a ella, a oírla corretear, a mirarla mirándome desde su rincón. Cuando tenía oportunidad, hurtaba trozos de pan y los escondía en mis bolsillos para regar después migajas por el suelo; dejé de hacerlo porque no las tocaba, amanecían intactas, siempre. Las ocasiones en que al regresar no la encontraba, me ponía en cuclillas y me asomaba debajo de los muebles, me metía entre ellos, los cambiaba de lugar, y si no aparecía me arrastraba boca abajo para escudriñar en su agujero. Y hasta que no se me revelaban de nuevo las dos minúsculas lucecitas brillando en lo más profundo de la cavidad, no me iba a acostar. Después comencé a hablarle, a contarle de mis asuntos. Creo que nadie supo nunca de mis pensamientos como ella, nadie fue capaz nunca de entenderme como ella: en su mutismo y quietud encontraba la respuesta más sincera a mis palabras. Le confesé que estaba de veras arrepentido de aquel mi primer impulso de rechazo, y, contemplándola, me convencí de que la belleza es únicamente cosa de costumbre.
Una noche desperté sobresaltado al percibir una rozadura repugnante contra mi carne. Inspeccioné por todos lados sin notar nada anormal, fuera del silencio que parecía estar dentro de mí y buscando un sitio abierto por donde salir. Imaginé que era debido al calor y me quité la ropa. A la mañana siguiente, al arreglar la cama, advertí en la sábana una mínima rasgadura, como hecha con un alfiler. El día fue una copia idéntica de los días anteriores. Y por la noche se repitió lo de la víspera, sólo que esta vez la impresión fue mucho más clara, más precisa: algo me caminaba por el cuerpo. Encendí la luz y me descubrí un breve rasguño en el estómago, y un poco más arriba una compacta manchita de humedad. Seguramente era mi propio sudor; seguramente el encierro me estaba afectando demasiado y mi voluntad comenzaba a resquebrajarse. Pero el rasguño… Decidí mantenerme despierto y alerta, mas al cabo de unos minutos una suerte de adormilamiento se apoderó de mí. Entonces la sentí trepándome por el costado, sentí el asqueroso contacto mórbido de su vientre, y la frialdad áspera y morosa de su cola, y la baba que su hocico iba sembrando en mi piel. Estaba paralizado, luchando por surgir de ese sopor que me dominaba, de ese abismo que absorbía mis sentidos y los laceraba. Cuando conseguí abrir los ojos, se colaba por todas las rendijas la claridad de la mañana.
Entonces resolví exterminarla.
Me procuro dos viejos cajones de madera olorosos a jabón y un desmelenado palo de escoba. Penetro con ellos en la celda y estudio el sitio más estratégico para colocarlos. Exploro con la vista el reducido campo donde procederá la contienda; mido la longitud del salto que tendré que dar y preveo la celeridad de la carrera de ella. Su agujero está casi en la esquina de la escuadra que conforman las dos paredes. Dispongo un cajón a izquierda y otro a derecha. Anulo la posibilidad de que intente un trayecto de frente, pues ella avanza siempre con el lomo pegado a la pared -así se nutre, supongo, de confianza y tranquilidad. Será en las faldas de una pared donde exhalará el último chillido. Impelido por mi nerviosismo, el palo de escoba se suelta de mis manos y rueda a ocultarse, como avergonzado de la impropia misión que ha de desempeñar; me meto en el negro hueco entre la cama y el suelo para recuperarlo. Recuerdo el tiempo en que era a ella a quien buscaba aquí abajo, y el recuerdo me hace agradable este encuentro, la comunión con el polvo adherido al cemento del piso; el olor a humedad también es placentero; se está bien aquí, la semioscuridad es acogedora y dulce, semejante al escondite donde se resguardan uno a uno todos los secretos. Percibo la mansedumbre de mi voz que se desata, el sonido de mi voz que murmura para sí misma una lánguida plegaria. Siento la memoria como bordeada de cicatrices, el corazón como distanciado.
Inesperada, furiosamente ante mí comparece: ávida, vital, elástica, imbatible, blandiendo amenazadora su hocico alargado y desafiante, dispuesta para el combate, ostentando una gran fortaleza, y la seguridad que da el saber quién está dotado de las mejores armas, las más certeras y más contundentes; esa seguridad de quien conoce de antemano que saldrá triunfante. Consigo dominar el entumecimiento que sus ojos me producen y, empavorecido, insospechadamente ágil, corro en busca del amparo de la pared, tropiezo con uno de los cajones y caigo, correteo entonces acosado por ella que, de manera alucinante, insólita, se multiplica por todas partes: cónclave rojo de ojos palpitando. Giro en un intento de precisarla en un lugar, determinarla; pero su sombra se extiende a todos los rincones, repta, piruetea grotesca, se descuelga del techo, contra mí, inaudita, sobre mí, voraz, y de pronto ya no soporto más la infinita opresión y se deslindan los cordones de mi garganta y lanzo un alarido que concluye sólo cuando me encuentro totalmente doblegado, comprimido dentro de esta prisión minúscula y grisácea. Lucho por liberarme del inmenso peso que me sujeta la larga parte posterior y me escucho chillar y la miro observándome desde la cama, inmóvil, serena, satisfecha de poseer por fin mi cuerpo.
Agustín Monsreal
Nació en Mérida, Yucatán, el 25 de septiembre de 1941. Poeta y narrador. Ha sido cofundador y codirector (con Ricardo Díazmuñoz) de las ediciones La Bolsa y La Vida; editor de Escénica; miembro del consejo de redacción de El Cuento; coordinador de talleres de cuento y novela. Colaborador de El Cuento, Escénica, Excélsior, Revista de Revistas y Tierra Adentro. Becario del CME, 1971. Miembro del SNCA de 1994 a 2000. Tutor en el Programa de Apoyo a Jóvenes Creadores del FONCA, de 1996 a 2000. Premio Nacional de Cuento 1970, patrocinado por el INJM. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1978 por Los ángeles enfermos. Premio Nacional de Poesía Punto de Partida 1980. Premio Nacional de Periodismo 1982 por su columna Tachas en Excélsior. Premio Antonio Mediz Bolio 1987 por La banda de los enanos calvos; y por su trayectoria en 1996. Medalla de Yucatán 1999. Desde 1995 la ciudad de Mérida instituyó el Premio de Cuento que ostenta su nombre. En 2014, el Gobierno del Estado de Yucatán le otorgó la Medalla a la Excelencia en las Letras José Emilio Pacheco. En 2016, la revista La Otra creó el Premio Internacional de Minificciones Mínimas (Pigmeísmos) Agustín Monsreal.