En Colima (fragmento)

Silvia Molina

 

De pronto la luz de la mañana inunda la fachada de Colima, y obliga a las sombras a esconderse tras las balaustradas de las terrazas. Un aire apresurado arrastra el polvo del parque y las hojas de los árboles, en un torbellino que nos obliga a contener la respiración y a cerrar los ojos. Cuando los abro, mi mamá ha desaparecido.

Al pasar por la reja, me prendo de un barrote. Edmundo da un jalón. Suéltalo, exige. Le murmuro al oído que mis hermanos aseguran. En Colima hay fantasmas. Los han oído caminar, sentarse en las camas, respirando, sacando agua del pozo. Viven en el sótano, entre los cachivaches, se esconden en los rincones, en los roperos, tras las puertas. El espuco del Nito, le llaman.

Nito es Juan Manuel a quien adoro, mi primo Juan Manuel que estudió medicina y vive en Tepexpan; y tiene una calavera en su consultorio.

En Colima existen palabras que fuera de allí no tienen sentido: Eeesss–puuu–cooo. No me atrevo a pronunciar ésta en voz alta porque libre de mí se irá y volverá como el eco después de haber entrado y salido de cada una de las habitaciones.

Los fantasmas no se presentan a los espíritus fuertes como el tuyo, dice Edmundo, y como por arte de magia suelto y barrote y paso el brazo con cuidado por su cuello mientras subimos la escalera. Me deja en el pórtico y asienta la petaca a un lado. Saca del bolsillo un llaverito de madera que hizo y me convence que es un talismán: te va a proteger, te va a dar más fuerza.

Edmundo baja los escalones de dos en dos y se retira al coche a entretener el ocio en la Mecánica popular, mientras espera a María Célis.

Subo al cuarto de mi Niña gritando que Edmundo va a ir por mí para llevarme en tranvía a tomar un helado a la Plaza Miravalle.

Edmundo es algo más que un simple chofer. Lo admiro tanto…, se pasa la vida haciendo cosas: en el garaje de la casa ha instalado un taller. Mientras espera a mi mamá, hace figuras de alambre con cabecitas de madera y serpientes de carrizo, pinta juguetes, arregla las bicicletas de mis hermanos, aceita las ruedas de la cortadora de pasto, renueva la casita de la Rimi, desarma la plancha, destapa el calentador de petróleo. El Buick nunca va a servicio; para que, si Edmundo tiene aceite, grasa y gasolina blanca, botellitas con tornillos, rondanas, tuercas y un montonal de llaves, pinzas y desarmadores.

Le hizo un corralito en la azotea a los pollos que me trajo a regalar, y me dio un par de nalgadas la tarde que abrí la puerta del coche, en la Milla de Chapultepec, gritando que no iba a clase de baile con la señorita Cantí porque no quería aprender ballet sino tap.

A Edmundo lo quiero, es de los que forman el lado amable de mi alrededor. Por él sé que Ana Bertha Lepe quedó en cuarto lugar en el certamen de la Miss universo del año pasado, y cómo se reproducen los alacranes y las arañas. También me asegura que Jorge Negrete se casó con Gloria Marín y luego con María Félix.

Entona con buena voz un montón de canciones de Jorge Negrete. Se parece mucho, mucho, dice mi hermana mayor, que no se equivoca porque tiene 21 años. Ella cree que los sábados, cuando Edmundo va al Salón México, todos deben pensar que es Jorge Negrete.

Edmundo está seguro de que Raúl Macías, el Ratón Macías, su mero mero gallo del box va a ser campeón mundial, porque se entrega, lo debías de ver.

Me lleva, cuando va a cobrar su sueldo, a la Secretaría de Gobernación, donde este año el Día del niño me regalaron unos patines. Fue él quien me enseñó una mañana el “despacho” de mi papá. Vi el privado y supe por la silla del peluquero que estaba en otro cuarto, que a veces allí le cortaban el pelo o lo afeitaban. También había un “cheslón” donde debe haberse echado una que otra siesta, ¿no crees? Pero, desde luego, prefiero que Edmundo me lleve al Nuevo Japón de Insurgentes a comprar sombrillas y abanicos de papel y camaritas que toman fotos de verdad, o a casa de su tía Lola en la calle de San Luis Potosí porque cuando ellos arreglan sus asuntos me dejo llevar por el canto de los canarios cuyas jaulas llenan la pared del corredor.

Ay, pero Edmundo tiene un vicio terrible. Me lo ha confesado: va al hipódromo. No lo puede evitar. Le gana de ansias, le emociona el estómago, lo hace temblar. Es un vicio horrible, porque pierde dinero.

Yo quiero crecer para ver cómo se sienten las ansias en el corazón y la emoción en el estómago cuando tu cabello va llegando a la meta; quiero sufrir los sentimientos irremediables, conocer los que son más fuertes que uno mismo.

 

[Número 44 – Literatura y Drogas]

 

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