Elena Garro: los recuerdos y el porvenir de su obra

elenagarro

Rolando Muñoz Félix

I

Los recuerdos y el porvenir son dos conceptos diferentes; supondríamos que sí. Es el primer supuesto que encara el lector en el título. Después se convencerá que la autora juega con los supuestos históricos y sociales a fin de dejar el paso libre y limpio a una propuesta literaria que va por el centro, a la que los supuestos le hacen valla y enterarnos que estamos frente a una narrativa original que descollará en el tiempo con la fuerza y energía que Elena quiso darle, para quedarse en el porvenir de las letras mexicanas y latinoamericanas.

Rolando Muñoz Félix

I

Los recuerdos y el porvenir son dos conceptos diferentes; supondríamos que sí. Es el primer supuesto que encara el lector en el título. Después se convencerá que la autora juega con los supuestos históricos y sociales a fin de dejar el paso libre y limpio a una propuesta literaria que va por el centro, a la que los supuestos le hacen valla y enterarnos que estamos frente a una narrativa original que descollará en el tiempo con la fuerza y energía que Elena quiso darle, para quedarse en el porvenir de las letras mexicanas y latinoamericanas.


“Aquí estoy, sentado sobre esta piedra aparente”. Es la primera frase de Los recuerdos del porvenir y, una vez que terminamos de leer el primer párrafo, parece que habla una persona, porque dice: “sólo mi memoria sabe lo que encierra. La veo y me recuerdo, y como el agua va al agua, así yo, melancólico, vengo a encontrarme en su imagen cubierta por el polvo, rodeada por las hierbas, encerrada en sí misma y condenada a la memoria y a su variado espejo”. […] “Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga”. Por lo visto dicha persona estaría haciendo una especie de testamento. Anuncia una despedida; una vez que haga un recorrido por esa memoria, de la que está hecho. El segundo párrafo nos corrige: “Desde la altura me contemplo: grande, tendido en un valle seco”. Como si estuviera en un avión, casi en los límites de la atmósfera terrestre, se ve, “ve las montañas espinosas y unas llanuras amarillas pobladas de coyotes”, dice. Y desciende describiendo los techos de las casas. “Hay días como hoy en los que recordarme me da pena. Quisiera no tener memoria o convertirme en el piadoso polvo para escapar a la condena de mirarme”. Antes de irse la primera página, explicita quién cuenta: “Yo supe de otros tiempos: fui fundado, sitiado, conquistado y engalanado para recibir ejércitos”. (9). Nos ha atrapado, hemos caído en la magia de las palabras. No, no es Elena Garro, la esposa de Octavio Paz; es la escritora que se ahogó en el celoso armario de su esposo. Por debajo de la puerta dejo salir los recuerdos de la vida convertidos en novela; y uno, que necesita poco para imaginar, suponer, especular y dar respuesta a las incógnitas más extrañas, concluye: Octavio escribió, primero poesía, después ensayo. Por esas dos cualidades se le conoce; tiene un par de cuentos buenos, para ser exactos cinco, pero novela no, no se le dio. Sencillamente no se le dio. Cuando Elena publica los recuerdos en el 63, ya habían pasado los trámites del divorcio. Pero desde el 57, con sus primeras obras de teatro en un acto: Andarse por las ramas, Los pilares de doña Blanca y Un hogar sólido, puestas en escena por Héctor Mendoza, se veía que ella hacía algo para lo que Octavio no había nacido como escritor. La dramaturgia tampoco se le dio. Lo que me permite agregar una hipótesis a las ya sabidas. El rencor de Octavio Paz hacia Elena Garro, entre otras razones, se debió a un celo literario. A la impotencia de no poder ser novelista ni dramaturgo. Recóndito si quiere usted, pero en su tiempo la mujer no debía, lo que acusaría un sacrilegio, superar a su consorte en cualquier cosa. Y como ya sabemos ella hizo algo que Paz no logró superar, independientemente de que escribir novela y teatro le fueran indiferentes.

 

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Ese alguien que va cerrando el zoom de la cámara recuerda las guerras, no de las que ha sido testigo, sino las guerras que ha sufrido desde que es pueblo. “Recuerdo los caballos cruzando alucinados mis calles y mis plazas, y los gritos aterrados de las mujeres llevadas en vilo por los jinetes”. 10. Ahora ve la gente y las calles de Ixtepec, su nombre. Entonces entra a una casa en ruinas. “Y sin embargo en la memoria hay un jardín iluminado por el sol, radiante de pájaros, poblado de carreras, y de gritos. Una cocina humeante y tendida a la sombra morada de los jacarandaes, una mesa en la que desayunan los criados de los Moncada”. 11. Y empieza a desmadejar la historia guardada.


Y así, a tiro de piedra, en el tercer capítulo creo que se anuncia lo que se ha dicho sobre Elena, que es precursora del realismo mágico, ya que Los recuerdos del porvenir aparecen cuatro años antes que Cien años de soledad. Veamos. Félix “se levantó de su escabel, se dirigió al reloj, abrió la puertecilla de vidrio y desprendió el péndulo”. […] “Sin el tictac, la habitación y sus ocupantes entraron en un tiempo nuevo y melancólico donde los gestos y las voces se movían en el pasado. Doña Ana, su marido, los jóvenes (Isabel, Nicolás y Juan) y Félix, (“el más viejo de la servidumbre”), se convirtieron en recuerdos de ellos mismos, sin futuro, perdidos en una luz amarilla e individual que los separaba de la realidad para volverlos sólo personajes de la memoria”. 18, 19. Sin embargo quien mejor perfila el realismo mágico es Isabel. “Había dos Isabeles, una que deambula por los patios y las habitaciones y la otra que vivía en una esfera lejana, fija en el espacio”. […] Así establecía un fluido mágico entre la Isabel real y la Isabel irreal y se sentía consolada”. 28, 29.


En Los Recuerdos del porvenir hay un surrealismo mental, onírico-taciturno, melancólico y, sobre todo, lingüístico. Las palabras no significan lo que dice el diccionario ni lo contrario. Martín Moncada se pregunta “—¡El porvenir! ¡El porvenir!… ¿Qué es el porvenir?” Y como respuesta se le viene “una avalancha de días apretujados los unos contra los otros”. […] “Nunca se decía: “el lunes haré tal cosa” porque entre ese lunes y él, había una multitud de recuerdos no vividos que lo separaban de la necesidad de hacer “tal cosa el lunes”. 19. Ixtepec, la voz que narra, dice: “él sabía que el porvenir era un retroceder veloz hacia la muerte y la muerte el estado perfecto, el momento precioso en que el hombre recupera plenamente su otra memoria”. 32.

Los recuerdos del porvenir son un mundo psicológico. No es una serie de anécdotas, o la suma de cuentos alrededor de una historia central, como ocurre en muchas de las novelas que hemos leído, lo cual es un recurso y en esencia lo que le da extensión a la novela. El carácter psicológico de la obra que nos ocupa no es tampoco al estilo de las novelas de principios del siglo xx, seducidas por el psicoanálisis, en las que se nota la sombra de una teoría y, en fin la sombra de una corriente que da una imagen caricaturesca de los personajes, predestinados a someterse a unos principios psicológicos de escritorio. No es en ese sentido que la obra de Elena Garro podría etiquetarse. Me refiero más bien a una psicología pura. A la exploración personal de la autora en la psiquis de la genealogía humana que puebla sus páginas, de la forma más imparcial posible. Si es que un escritor puede ser imparcial. ¿Qué es esa aleación extraña de mente-pensamiento que se revela en las palabras de que son dueñas las mujeres y los hombres? Tal parece que la identidad de uno parte de las palabras cotidianas que usamos como si las hubiéramos inventado. Así son los diálogos de cada uno de los personajes en la fauna humana de Elena Garro.

Como la palabra “porvenir” en voz de Martín Moncada; o la palabra “diccionario” para Juan Cariño. Recordemos que quien narra es Ixtepec, la ciudad. Aparentemente nada nuevo, ¿verdad?; toda historia, incluso las de ciencia ficción, transcurren en una ciudad; pero, que la ciudad sea un personaje ya es hablar de palabras mayores. Las ciudades literarias son un alarde de autores consagrados. Aunque quizá debamos decir que las ciudades literarias son las que han encumbrado a autores que se han hecho míticos por las ciudades que han creado como escenario de sus obras maestras. Yoknapatawpha, de Faulkner; Mogador, de Alberto Ruy Sánchez; Cómala de Rulfo; Macondo, de Gabriel García Márquez; Tlón Uqbar Orbis Tertius de Borges, entre otras.
En el sentido metafórico más elevado, parece que fueran vomitadas en las páginas en blanco, en un afán por desaparecer el papel con su presencia, de lo poderosas y reales que se vuelven en la memoria de los lectores. Salen de la escritora, es el caso de Ixtepec, como si ya no pudiera cargarla, de tan pesada y densa; de tan viva y callada que estalla en miles de palabras sobre unas páginas que se le entregan vencidas. Después confirmé que, según Elena Poniatowska, escribió la obra en París, en un mes y medio; corría el año de 1951.

Vestir un personaje es fácil para un escritor avezado; sin embargo, sean cuales sean las dificultades para sostener un personaje y que tenga la plasticidad que requiere el texto y que le confiere el autor, este exige dedicación y conciencia para lograrlo. Por esto es crucial destacar que la resolución de la novela de Elena es un logro descomunal. La voz narradora también es personaje. El eje, el hilo conductor es un personaje único; maquiavélico si se quiere. Porque La ciudad es la voz narrativa sobre la que descansa el principal reflector de la novela; es ella quien se asume omnisciente, omnímoda y ubicua. Toma al lector de la mano y lo lleva por los recovecos no de la ciudad sino de la mente de todos y cada uno de los habitantes. Piensa, siente y conoce no solo sus secretos sino sus móviles existenciales y filosóficos; y ella misma, Ixtepec, nos revela los sentimientos secretos de un ente con vida propia, quien sufre la suma total, el peso específico de la humanidad que lo puebla; porque una familia y los nexos cotidianos de ésta con sus familiares, amigos, enemigos, conocidos y desconocidos le permiten ver los rostros de los seres humanos en su conjunto. Ese es uno de los logros esenciales de la novela de Elena Garro. Escuchemos un momento la voz de Ixtepec para que no digan que exagero:

En esos días yo era tan desdichado que mis horas se acumulaban informes y mi memoria se había convertido en sensaciones. La desdicha como el dolor físico iguala los minutos. Los días se convierten en el mismo día, los actos en el mismo acto, y las personas en un solo personaje inútil. El mundo pierde su variedad. La luz se aniquila y los milagros quedan abolidos. La inercia de esos días repetidos me guardaba quieto, contemplando la fuga inútil de mis horas y esperando el milagro que se obstinaba en no producirse. El porvenir era la repetición del pasado. Inmóvil, me dejaba devorar por la sed que roía mis esquinas. Para romper los días petrificados sólo me quedaba el espejismo ineficaz de la violencia, y la crueldad se ejercía con furor sobre las mujeres, los perros callejeros y los indios. Como en las tragedias, vivíamos dentro de un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era en vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido el tiempo. 61, 62.
Si se me permite, quiero agregar que esa voz de arcilla, mineral y piedra sobre la que se habita, esa voz que es la conciencia de un ente sólido, al que se ha adherido como sanguijuela la raza humana, además es poeta: “Y sin embargo en la memoria hay un jardín iluminado por el sol, radiante de pájaros, poblado de carreras, y de gritos”. 11. “La noticia de la llegada del extranjero corrió por la mañana con la velocidad de la alegría”. 62. “La inesperada presencia del forastero rompió el silencio. Era el mensajero, el no contaminado con la desdicha”. 62. Poeta y filósofa. Narra lo que piensa Dorotea: “Vio (ella) sus palabras desprenderse de su lengua y llegar hasta los pies de los ahorcados sin tocarlos. Su muerte nunca sería como la de ellos”. “No todos los hombres alcanzan la perfección de morir; hay muertos y hay cadáveres, y yo seré un cadáver”, se dijo con tristeza; el muerto era un yo descalzo, un acto puro que alcanza el orden de la Gloria; el cadáver vive alimentado por las herencias, las usuras, y las rentas”. 14. Y así sucesivamente en un viaje desconcertante, profundo, austero por la psiquis que se las arregla para hacer vida, historia y dejar sentado que la ciudad no le pertenece a nadie; que ella es quien habita y vive a los hombres y mujeres que se esfuerzan por forjar un destino que en realidad se llama porvenir: el regreso, no al pasado sino a un interior del que todavía estamos por descubrir su naturaleza y su fin.

Y por qué tendríamos que hablar de “realismo mágico”, “teatro del absurdo” y “surrealismo”, etiquetas —para mí lo son— que delatan la mala costumbre de fragmentarlo todo y deducir que son “recursos” de la autora. Con lo cual evadimos o tendemos una niebla que aparente transparencia sobre un análisis de la obra que consiste en repetir lo que otros han dicho con el argumento de que coincidimos con ellos. Por ejemplo, cuando Hurtado, “el extranjero”, le dice a Isabel “—Hay veces en que uno está de sobra en este mundo”, y ella le responde: “—Yo siempre he estado de sobra”. 88. Nada más normal y cotidiano. ¿En cuál de las tres categorías mencionadas ubicaríamos el diálogo? O Juan Cariño recogiendo las palabras en la calle no sea que un día se quede el mundo sin ellas y alguien destruya los diccionarios. Algo más: uno logra identificar parcialmente a Elena como Isabel; no por sagaz sino porque en diversas entrevistas ella afirma cosas biográficas que corresponden con episodios de la novela. Cuenta que en su casa su papá quitaba los péndulos de los relojes en las noches. Porque él creía que así detenía el tiempo. No dice que por el ruido, tal vez, que no los dejara dormir. Su padre y Martín Moncada, el personaje, coinciden en este sentido huidizo del tiempo. El hombre de carne y hueso y el personaje de Los recuerdos del porvenir.

Mencionaré dos cosas personales que lo son porque puedo escribirlas aquí mientras redacto este ensayo, si no las escribiera serían sucesos de esos que nadie registrará jamás; pero que ocurren en el ámbito de las personas a diario, aunque ajenos a la literatura. En una ocasión me encontraba comiendo en una pescadería atestada de gente en un restaurante del condominio Juárez del centro de Durango. Estoy en una de las mesas por la mitad del amplió salón con un grupo de amigos celebrando no sé qué; de pronto entra un tipo, atraviesa el salón y con la mirada perdida se dirige a mí y, señalándome con su mano sentenciosa canta: “Estas perdiendo el tiempo, pensando, pensando…” repite el estribillo, se da la vuelta y sale del lugar sin haber hecho otra cosa. Entró exprofeso a cantarme esa estrofa y me quedé atónito, sin comprender. Mientras escribo en mi casa, si van a dar aproximadamente las cinco de la tarde, en cualquier momento la vecina de la acera de enfrente, tres casas a la izquierda empezará a gritar cosas como: “, Cállate perra; te digo que te calles estúpida; maldita perra, cállate…” Y así durante una hora más o menos, con unos gritos a nadie, porque está completamente sola, que se escuchan hasta la otra manzana. Más tarde saldrá a comprar el pan y la leche y, si me la encuentro cruzaremos saludos sin que aparentemos, ella o yo, la mínima locura posible. ¿Teatro del absurdo? No señores. Vida. Transcurrir de cosas en el tiempo. ¿En qué estriba pues su importancia en Los Recuerdos del porvenir? En que también son literatura y que las intromisiones de este tipo pertenecen a cualquier individuo de carne y hueso. La literatura da la impresión de que la gente es muy dueña de su vida y transitan en el tiempo hacia un destino trazado en parte por las circunstancias y la lógica formal, pero esta es la versión que nos creemos y nos creamos. La mente y la ciudad no son como las pintan; los sucesos, la historia y los hechos, la realidad que camina aprisa y antes de que registremos en la memoria lo ocurrido y de que entendamos, comprendamos o traduzcamos su naturaleza, sus efectos trágicos, demoledores, bellos; de lo que tratan y de lo que en verdad se trata; si personales, familiares, de amigos y conocidos, de desconocidos, extraños o entrañables; personas que tuvieron que ver con nosotros o que no tuvieron absolutamente que ver ni con nosotros ni con nadie, pero que a la larga involucraron hasta los perros y los gatos de la comunidad; más allá incluso de las pulgas y las chinches con los que compartimos el petate donde dormimos porque no era nuestro ni nos pertenecía, porque estábamos usurpando la pertenencia natural de los insectos, son razón más que suficiente para que la psiquis, la personalidad, lo que somos pues, con carne, huesos y todo, viva en el caos como huésped del abismo y de la mugre, de la violencia, el plomo y el polvo; a lo que usted quiera ponerle nombre porque para la literatura, ya se sabe, no hay significado hecho como no hay palabra nueva, por lo que se hace necesario inventarlas, de modo tal que inventar no signifique inventar sino todo lo contrario. Vale la reflexión para lo que suele llamarse felicidad, amor, desamor y un etcétera literalmente interminable.

II

Estoy en ascuas con el episodio de El día que salió Julia del hotel. (Capítulos XIII y XIV). Sugiero a quien quiera hacerlo que narre un episodio de su propia novela en ciernes o de un cuento siguiendo este modelo. Si lo logra, me refiero a los efectos: ese tomar al lector por el cuello pausadamente, casi sin que se dé cuenta y lo lleve por las calles de Julia, la extranjera en Ixtepec y el suspenso, la tensión, la leve discordia del viento en la respiración de las mujeres que dialogan… podrá decir que es escritor. Es el cenit de la novela, transitamos la mitad de ella y parece que en cualquier momento van a matar, no a Julia, no a Felipe Hurtado, por un instante el lector siente que es él quien va a morir. Como en el futbol cuando hay uno de esos clásicos memorables, entre Cruz azul y Pumas o los rayados de Guadalajara y los Diablos Rojos del Toluca, decimos que fue un final adelantado.

A mitad del capítulo XIII dice: “Fue una tarde así cuando Julia salió del Hotel Jardín”. Iba en busca de Felipe, para advertirle que el General ya lo iba a matar, lo había leído en sus ojos, y estaba segura después de la paliza que le dio a ella por habérsele notado lo nerviosa cuando lo vio en la plaza en compañía de los Moncada. Termina el capítulo y el XIV no lo podemos soltar hasta saber qué va a pasar. Son 16 páginas de tensión dramática; de película, diríamos:

El joven levantó los cerrojos, quitó las trancas, abrió el portón y salió. Don Joaquín iba a seguirlo, pero entonces sucedió lo que nunca antes me había sucedido; el tiempo se detuvo en seco. No sé si se detuvo o si se fue y sólo cayó el sueño: un sueño que no me había visitado nunca. También llegó el silencio total. No se oía siquiera el pulso de mis gentes. En verdad no sé lo que pasó… 140, 141. […] —Era un mar negro, rodeado por los albores del campo —dijo. Nunca más volvimos a oír de los amantes. 142.

Aquí pudo haber terminado la novela pero Elena seguramente pensó, “si apenas voy en la mitad”. Debió ser extenuante ese capítulo. Hizo una pausa, tomó aire. Entonces escribió: “Segunda parte”. Porque, aunque deja en el aire que nos imaginemos el fin de Julia y Hurtado, sugiere que en el último momento este los dejó ir juntos. Ninguna paliza arrancaría jamás del cuerpo, de la mente y de la mujer extraña que era a ese tal Felipe Hurtado que había llegado para llevársela. ¿Lo sabía? ¿Por qué sale con la maleta como si fuera de viaje cuando afuera lo espera el general y sus soldados para matarlo? La única certeza que tenemos es que no huyó ¿por valentía o por amor? De hecho uno se imagina que tal vez en esa maleta porta un arma que nadie ha visto y ni siquiera sospechan que en el último instante la sacará y matará a Rosas. Nada de esto sucede. Es un final sorpresivo en todo sentido el que tiene la primera parte; un porvenir inusitado. Si ahí le hubiera puesto fin Elena Garro, el futuro de la novela hubiera sido el mismo que conocemos. Pero aún falta saber cuál va ser el fin de Rosas y de Iztepec. La razón de la división es que en la segunda parte y sólo en la segunda parte veremos el otro núcleo argumentativo de la novela: la guerra cristera. En la primera parte es la vida de un pueblo bajo la ocupación de los soldados al mando de un general ejerciendo una dictadura; los Moncada y un grupo de mujeres secuestradas y amantes de los cabecillas militares constituyen el eje argumental. Por cierto, hasta en la segunda parte una de sus compañeras de infortunio de Julia se refiere a ella como “la difunta”. Ese “alguien dijo”, o ese “dicen que” sobrevive y se confunde muchas veces con la realidad, no de los hechos sino la realidad de la novela; lo que hemos llegado a catalogar como realismo mágico.

Ese es el mundo de Los recuerdos del porvenir, cuya virtud es entregarnos un documento hecho. Una amalgama no fragmentada de lo que llaman de diferentes formas pero que en la narrativa de Elena Garro es una argamasa sólida y dúctil a la imaginación, que se ve obligada a descartar las definiciones para disfrutar un manjar poético, filosófico y de exploración de eventos sociales y políticos con una visión iconoclasta, irreverente, instigadora desde su gestación, antes que se le coloque el traje a la medida de la nueva oligarquía y de la burguesía post revolucionaria. Escuchemos un instante a Martín Moncada para que confirmemos las sospechas que siempre nos han asaltado.

Hubo un momento, cuando Venustiano Carranza traicionó la revolución triunfante y tomó el poder, en que las clases adineradas tuvieron un alivio. Después, con el asesinato de Emiliano Zapata, de Francisco Villa y de Felipe Ángeles, se sintieron seguras. Pero los generales traidores a la revolución instalaron un gobierno tiránico y voraz que sólo compartía las riquezas y los privilegios con sus antiguos enemigos y cómplices en la traición: los grandes terratenientes del porfirismo. 68.

Ixtepec lo sabe todo: “En verdad estaban asombrados de la amistad sangrienta entre los porfiristas católicos y los revolucionarios ateos. Los unían la voracidad y el origen vergonzoso del mestizo. Entre los dos habían inaugurado una era bárbara y sin precedente”. 69. La revolución no es un tema para Elena Garro, era el porvenir desatado sobre un país, no un ideal tejiendo la historia sino la historia deshaciendo los ideales revolucionarios. Álvaro Ruíz Abreu, en un artículo titulado A tres años de su muerte, publicado en la revista de difusión cultural de la Universidad Autónoma de México cita un dato biográfico en voz de la propia Elena:

Cuando asesinaron a Francisco I. Madero nadie se atrevía a ir a reclamar su cadáver ni el de Pino Suárez; mi papá fue a reclamarlos y fue al entierro; sólo fueron cuatro gatos, el poeta nicaragüense Solón Argüello —al que asesinaron al llegar a su casa— y mi papá, que se salvó porque a medio camino una amiga le advirtió que no llegara a su casa porque ahí lo estaban esperando para matarlo.

En 1967 Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y otros destacados escritores invitaron a algunos autores latinoamericanos a participar en la edición de un libro que se llamaría Los padres de las patrias o los tiranos; como quién dice buscaban cuál era el dictador perfecto, palabras mías; es decir, que perfilara ese ser misterioso, obscuro, cínico de las dictaduras de América latina, sin dar cuenta de la obra de Elena Garro (escrita en 1951 y publicada en 1963, Los recuerdos del porvenir). En mi opinión dicha novela entra en la categoría. Es la tesis que planteo. Y pregunto: ¿Por qué no aparece catalogada como tal; aunque identifican al general Rosas como dictador no le conceden ese rango a la novela? Me refiero a los especialistas y la crítica literaria de la época y actual. A continuación expongo las razones que me permiten plantear la discusión. El proyecto no se llevó a cabo pero cuentan que de la idea surgieron Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, El recurso del método, de Alejo Carpentier, y El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez; las más destacadas de la denominada novela de la dictadura. Sin embargo, la primera novela que se registra como el retrato de una dictadura es Amalia (1851), del argentino José Mármol, romántica-histórico-política, se ocupa del dictador Juan Manuel de Rosas (1793-1877). Una gran coincidencia en el apellido con el general Francisco Rosas, de Garro. Este fue gobernador de Buenos Aires entre 1829-1832 y 1835-1852. Quien se caracterizó por el imperio del terror, la represión y la persecución a los opositores del régimen federal. Y por supuesto, El señor Presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que aborda la tiranía de Estrada Cabrera (1857-1924) quien fuera presidente entre 1898 y 1920; un dictador que desde las sombras dispone de la vida de la nación y de la gente. Pues inexplicablemente no se le incluye cuando las descripciones anteriores corresponden de sobra. Incluso coincide en que el dictador de Elena es hipotético como el García Márquez en El Otoño del patriarca. No es acaso Ixtepec la fina estampa de un país. Calles se menciona en la historia como un guiño. Un dictador no es una sombra; la sombra es el país; el dictador es de carne y hueso; para quien la gente es una sombra, los súbditos, que aparece y desaparece ante él que es el sol que ilumina la vida de la gente. Prisionero de sí mismo, Francisco Rosas y sus soldados secuestran las personas y las ciudades. Indefectiblemente los pueblos están prisioneros de los dictadores perfectos. “Quería saber y hacer saber a Ixtepec que en Ixtepec sólo contaba la voluntad del General Francisco Rosas”. 239.

III

“—¡Desvístete! —ordenó sin mirarla.” 239. Es el poder, la voz, el supremo gobierno de la masculinidad. Esa orden es el alarde del patriarcado, el eje del machismo que definió la vida privada de Elena Garro. No le tiembla el pulso para la imparcialidad genérica. Describe hechos y no toma partido, no busca la emancipación ni redime a la mujer; la cruda realidad que viven los personajes es esa y ya. Lo dice pero no es ella, es Ixtepec. O Iguala, el pueblo de su infancia. Ixtepec lo sabe todo, no importa que en ello le valla la sangre derramada por el general y hombre; en quien se encarna no el dictador latinoamericano sino de cualquier país de la tierra y el machismo que no tiene fronteras y es el mismo aquí y en cualquier parte. “Ocupa todo el cuarto”, se dijo y en ese momento se dio cuenta de que había cometido un error irreparable”. […] “Al volver le diré que se valla, y si se opone, yo mismo la sacaré a la calle… ¡repudiada!”. 240. He ahí la sentencia del macho, mexicano en este caso. Su sello nacional, que es el sello del macho en todo el planeta. La etiqueta de feminista perjudica la novela, distrae el eje conductor de la narrativa eleniana. En esta amalgama lo que nos presenta es la caracterización del dictador en una de sus facetas. Ignorada o no lograda por otros autores al nivel que lo hace Elena Garro. La escena en que Leónidas Trujillo viola a Urania en La fiesta del Chivo es solo eso, una escena que no alcanza la dimensión de Elena Garro, no en una escena sino a lo largo de toda la novela en dos figuras magistrales, Julia e Isabel.

Francisco Rosas ha trasladado a un pueblo, que pudo ser un país, recordemos que el presidente municipal es la burla del pueblo, vive con las cuscas, en la casa de citas de los pobres, ha perdido sus facultades mentales, que son las facultades del presidente frente al golpe de Estado, en este caso Ixtepec se encuentra bajo la ocupación del ejército. Juan Cariño es un loco. Decía que ha trasladado a ese pueblo su vocación de dominio en virtud de que no logra saciar su poder. Hay los rebeldes que se le escapan. Pero tampoco logra saciarse con la sumisión absoluta de la mujer. Las ha privado de la libertad pero no es suficiente, no logra reducir su voluntad a que lo amen total y plenamente. No es dueño de sus pensamientos aunque los adivina; por ende se le van con el secreto último de su condición de mujer, lo que realmente es detrás de ese cuerpo y del placer del que se siente dueño y no termina de poseer en términos absolutos. Porque su violencia es impotente ante el poder mayor que tiene ella: ser mujer y que además de serlo piensa. En alguna parte le dice a Isabel. “No caviles, no pienses. Pensar es malo”. Elena Garro descubre el verdadero objeto de humillación de su personaje: la mujer. Los recuerdos del porvenir no son una apología de la masculinidad vil e impotente. Es la mujer incandescente que inútilmente quiere apagar el dictador.

Por otra parte hay un traslape histórico en la novela. Histórico y distractor. Calles y Obregón. En la página 149: “Calles no tenía delicadeza, cuando estaba fusilando a todos los que parecían un obstáculo para su permanencia en el poder” La guerra cristera, para Ixtepec, “ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras”. El término guerra cristera por alguna razón suena peyorativo. Pasamos por alto que fue un levantamiento armado de reivindicación que se pierde en el conflicto religioso. La alusión directa y explícita al sistema sexenal: “¿Qué traición y qué patria? La patria en esos días llevaba el nombre doble de Calles y Obregón. Cada seis años la patria cambia de apellido”, me hace pensar en un traslape de nombres. Una aseveración encubierta que alude al sistema político mexicano de entonces como una patente de empresa; adelantándose en el tiempo, en el porvenir, a la afirmación tajante de la dictadura perfecta que se vivía en México, y que hiciera famosa un escritor ya mencionado.

Lo digo porque quiero decirlo, tal vez a todo ensayista le pase lo que a mí. Me he enamorado no sé si de Elena o los recuerdos de ese porvenir que no logro asir y descifrar. Muero de envidia con el puro amor de la envidia porque esos ensayistas no lo han dicho y yo quiero decirlo aquí: escribimos sobre ellos y ellas queriendo ser inoculados por el virus secreto que los llevo a escribir su obra maestra. Más me vale hacerlo con la convicción de un trabajo y no de un descubrimiento como dije al principio. Más me vale no pensar en ninguna misión literaria supuesta y que el único motivo que tengo es la mediación de una fecha, su centenario; si, el día de Elena Garro, que se ha decretado universal por ser ella y simplemente por eso, por ser ella lo que es, su propio porvenir.

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