Dos cuerpos que caen: Joao Silvério Trevisan

Por simple casualidad, dos desconocidos se encuentran cayendo juntos desde lo alto del edificio Italia, en el centro de San Pablo.

 

—Hola, dijo el primero, en el alborozo inicial de la caída. Me llamo Juan, ¿y tú?

 

—Antonio —gritó el segundo, perforando furiosamente el espacio.

 

Sólo para matar el tiempo del clavado, empezaron a charlar.

 

—¿Y qué haces aquí? preguntó Antonio.

 

—Me estoy matando, respondió Juan, ¿y tú?

 

—¡Qué coincidencia! Yo también. Espero tener éxito esta vez, porque es mi décimo intento. Hace años que vengo tratando, pero siempre aparece un amigo, un desconocido, y hasta un bombero que lo impide. Finalmente, ¿tú porque te estás matando?

 

—Por amor —contestó Juan, (sintiendo el viento frío en el rostro)—. Yo que amaba tanto, fui cambiado por un hombre de ojos azules. Desgraciadamente sólo tengo estos corrientes ojos castaños…

 

—¿Y no te parece insensato destruir la vida por algo tan efímero como el amor?- sostuvo Antonio, sintiendo la ironía que lo acompañaba a la muerte.

 

—Justamente. Se trata de una venganza de la insensatez contra la lógica —gritó Juan en un tono casi triunfante. En general es la vida que destruye el amor ¡Esta vez, decidí que el amor ajustaría cuentas con la vida!

 

—¡Caray —exclamó Antonio—, haces del amor una panacea!

 

—¡Ojalá lo fuera , replicó Juan con un suspiro. Peligroso como es, el amor me provocó horribles dolores. Nunca se sabe si lo que llamamos amor es desamparo, soledad enfermiza o deseo incontrolable de dominio. Lo que de verdad me seduce es que el amor destruye certezas con la misma incomparable transparencia, con que el caos significante enfrenta la insignificancia del orden. No, el amor no es solución para la vida. Es culminación. Morir por él me trajo paz.

 

Ante el vertiginoso discurso, ambos intentaron sonreír contra la gravedad.

 

—¿Y tú, cómo te sientes? —le preguntó Juan a Antonio.

 

—Ah, ahora estoy plenamente satisfecho.

 

—¿Entonces, porque buscas la muerte?

 

—Bueno, respondió Antonio, me asustó descubrir un fiasco primordial; que la razón tiene demonios que la propia razón desconoce. Por eso decidí saltar de una vez al misterio.

 

—Sí, de la razón conozco demasiados horrores. ¿Pero qué misterio tan importante es ése, al punto de merecer tu vida?

 

—No sé, respondió Antonio. Misterio es misterio.

 

—¡Pero muerto no develarás el misterio! —protestó Juan.

 

—Por eso mismo. Lo fundamental en el misterio es aguzar las contradicciones, y no develarlas. Matarme, por ejemplo, es bueno en la medida que me torna parte del enigma, y de cierta manera, se agudiza. Tiene que ver con la fe, que genera energías para la vida, o para la historia, quién sabe…

 

—Ahí está algo que perdí, la fe. Dios para mí… —Juan se atraganta.

 

—Pero, replicó vivamente Antonio, la fe no tiene nada que ver con Dios, que se redujo a una pobre estrella enana de energías tan concentradas que ya ni sale de su lugar. Dios ya no trata de entender a los hombres, y también se ha vuelto interrogante. Sin Dios ni razón, la única fe posible es saltar a este abismo de misterio total.

 

—Pero para eso, es necesario al menos saber a dónde está el misterio —insistió Juan con los cabellos ondeando al viento.

 

—Pues sí, el misterio está en mí, por ejemplo, que me mato para coincidir conmigo mismo. Pero hay misterio en ti también; tu morir por amor es el más imposible acto de fe. Gracias a él, tú participas del misterio. Porque te enamoras de los abismos.

 

Juan miró con ojos desorbitados al comprender. Y Antonio, que ya brillaba en la semi realidad del vértigo, gritó con todas sus fuerzas:

 

—Sobre todo, tenemos este misterio tan grande de estar en la misma hora y lugar, cometiendo el mismo gesto absurdo, de lanzarnos a la misma incertidumbre, por puro azar. Además de cómplices, la intensidad de este salto nos volvió visionarios. ¿No ves delante de ti, lo desconocido? Es que ya estamos perforando las tinieblas.

 

Como de hecho todo relucía, Juan también alzó la voz:

 

—Sí, sí. Es espantoso el brillo del absurdo.

 

—Y ahora, dijo Antonio bien cerca de la cara de Juan, hablemos un poco de la permanencia. ¿No te gustan mis ojos azules?

 

Fue cuando los dos cuerpos se estamparon en la Avenida San Luis.

 

 

Versión en español: Raúl Sosa.

 

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