Don Bosco
Todos llevamos cargando un costal de leña en la espalda. Todos deambulamos de aquí por allá, de loma a loma, de esquina a esquina. Todos tenemos a cuesta el hambre y la esperanza. Hay hambre física y hambre de vida. Vivir en el barrio es analogía de vivir en una lejana provincia. Conozco a don Bosco, es un viejo de aproximadamente cincuenta y ocho años, moreno, robusto, de ojos café claro. De manos gruesas, amplias, como las que avientan las palomas al vuelo, esas que son símbolo de paz. Él es del barrio de la Santa María. Desde que éramos chicos, don Bosco nos cuenta que jugaba en el estacionamiento del ex cine Majestic en la calle de Manuel Carpio, al lado de la Burger Boy (extinta cadena comercial de hamburguesas).
—¡Ahí sí que hacían hamburguesas ricas, llenas de carne de maciza y no las chingaderas que hacen hoy; con patas y uñas de las reses! —dice don Bosco.
Él es zapatero, tiene su negocio afuera del mercado “La Dalia”. Es un puesto chico y movible gracias al acondicionamiento de ruedas y metal, producto del ingenio de su amigo don Carlos, el herrero del mercado. Lo que más nos gusta de don Bosco son sus historias, como las que nos cuenta de las nalguitas que se comía de joven. Porque cuentan las doñas de la vecindad que en sus buenos tiempos era bueno pa’ la cumbia y pa’ la nalga. Lo mejor de sus pláticas es escuchar sobre las borracheras que se ponía con la banda y las madrizas que se ponían (ya ebrios) todos contra todos. Don Bosco es de un pueblo llamado Cherán, en el estado de Michoacán. Nunca se casó y nunca tuvo hijos. Muchos dicen que es por eso que es muy cábula y bonachón. Se alburea a quien se deje y se tortea a las doñas en el mercado. A lo mejor por ser de pueblo es tan supersticioso y cree en esos cuentos de rancho.
A don Bosco se le apareció la muerte. Dice que desde muy pequeño sus padres lo mandaron a trabajar, que es por eso que nunca estudió y solo aprendió a leer y escribir lo necesario para que no lo hicieran pendejo. Trabajó desde los cinco años, primero corriendo a los perros de los mercados, después recogiendo la basura de los puestos del mercadito afuera de la plaza mayor de su pueblo natal. Fue ahí donde se le apareció la muerte. Fue en la última carga de vísceras de pollo; era un cesto grande, lo recuerda muy bien. Vio a un señor escuálido y apenas erguido sobre una columna vertebral hecha de retazos de cajas de huacal. Dice que su mirada era de esas que nunca se olvidan, como alfileres filosos con punta caliente que se meten en el alma.
—¿Tienes hambre? —le preguntó la muerte.
Don Bosco no contestó, sentía que el olor de las vísceras de pollo que venía cargando se emancipaba con el olor putrefacto de aquel cuerpo raquítico. La muerte, o el esqueleto, sacó un pedazo de carne de su bolsillo. Inmediatamente, el olor pesado en el ambiente cambió por un olor delicioso, jugoso, a carne agradable, infinita gloria al más exigente de los olfatos. Fue la primera vez que comió carne, desde esa ocasión nunca más volvió a pensar en su sabor, pues se lo guardó en el paladar, en el alma, como quien guarda un recuerdo bello o místico para toda la vida.
Pero don Bosco asegura que, aunque no se le ha manifestado la muerte una vez más, lo acompaña, lo aguarda y lo procura. En múltiples ocasiones ha sentido su presencia. Como cuando tuvo su primera pelea en la calle, a los ocho años, recién llegado a la ciudad. Al intercambio de puñetazos, debido a una disputa por una cubeta (indispensable para el lavado de carros y sobrevivencia en el barrio), sintió y olió cómo el mismo olor a perro quemado y vísceras rancias volvía a impregnarse a sus desnutridas fosas nasales. De inmediato acumuló más fuerza y de un gancho al hígado desplomó a su contrincante. O cuando por primera vez, a los quince años, hizo el amor con Juanita, la vecina de su vecindad. Mientras se besaban, escuchó una voz que le hablaba al oído, fina, divisora, como salida de los parajes más hermosos jamás antes vistos, voz desgarrada por los riscos que se meten y llenan el hueco de la esperanza y del hambre. Don Bosco dice que ha escuchado la voz de la muerte infinidad de veces, ¡y es por eso que no le tiene miedo! La ha escuchado salir entre la niebla vacilante, con miles de apariencias difusas entre el silencio. Siempre niebla y voz al mismo tiempo. Una inexplicable sensación se materializa en mi alma cuando lo escucho hablar de la muerte. Pues como dice don Bosco: somos defunción y no es más que muerte el fallecimiento. Desde que lo escuché por primera vez nunca más he vuelto a comer carne y huelo a muerte en cada momento.
Semblanza
Jaime Mtz Aguilar, es originario de la colonia Santa María la Ribera de la CDMX. Estudió Letras Hispánicas y Filosofía en la UNAM. Ha publicado en revistas de divulgación literaria en donde sobre salen Los Bastardos de la Uva, Generación entre otras. Cuenta con diferentes reconocimientos por la difusión y el fomento a la lectura, en el que sobre salen la Logia del Valle de México y la Secretaría de Cultura. Es columnista en la revista Anestesia y Conversatorio Ético, Estético y Político. Cuenta con el poemario “El Reflejo” Editorial Vitrali. Actualmente es editor de la Revista de Arte Boticario y director de la Galería RAB.