Del río que corre. Reseña

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Del río que corre. Poesía en Blanco Móvil a través de 30 años. Reseña

 

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Por Francesca Gargallo Celentani

 

 

Si asumimos que la poesía es una expresión del pensamiento y las emociones que mejor representan el sentir de una época, la oportunidad de revisar los poemas que durante treinta años fueron escogidos por una revista de literatura como Blanco Móvil nos acerca al transcurrir de dos generaciones de intérpretes de su tiempo. Del río que corre. Poesía en Blanco Móvil a través de 30 años (Libros del Marqués, México, 2018) es definido “una granada” por Carmen Boullosa en el prólogo, porque como la fruta del paraíso coránico está compuesto por rubís, es decir, por joyas. Desde el poema-epístola “Refuerzos” de Juan José Gurrola a Juan Vicente Melo, publicado en el número 5  (diciembre de 1985), donde se formulan las preguntas más directas acerca de la vida que continúa, hasta  “Taxonomías” (número 127, diciembre de 2014) donde Antonio Deltoro interpela la definición de Dolores Castro para cuestionar a los pálidos del ocio, los abúlicos que desfallecen en la palidez del deseo, en Blanco Móvil se ha articulado una historia de la poesía que es la historia de personas, países, posiciones estéticas y políticas. ¿Un condensado de emociones, un desplegado de fragmentos del mundo?

“El poeta no duerme/ viaja por la cuerda del tiempo” sostenía en 1989 Francisco Hernández, un hombre que encarnó la dejadez extrema del refinamiento, el perfectamente vestido que nunca se baña ni tiene casa, el poeta de la palabra exacta que habla del abandono urbano en una pasión que todo mundo sabía ficticia. Francisco Hernández era el último de una estirpe, el pálido pregonero de la extrañeza del mundo que se transforma, que no deja asidero, que implica un cambio: no acaso escribía en el umbral del fin del mundo bipolar, cuando el olvido se apoderó de las esperanzas y desdibujó el porvenir.  Floriano Martins le hizo eco con unas pérdidas preciosas, enojado y feliz de que con el feminismo la mujer también muera, musa que no se pertenece porque despierta los sueños húmedos del poeta, mientras Perla Schwartz  bendecía a las amas de casa y sus tribulaciones consabidas y Minerva Margarita Villareal  se despedía del amor como destino.

Se ha escurrido el tiempo también sobre los poetas brasileños, entre las palabras de Paulo Leminki, el perro loco que sabía que el amor no es más que materia prima para la poesía; por debajo del boliviano Eduardo Mitre que insiste en creer que el nacido es apóstol. Y por los versos cubanos de Marilyn Bobes, delicada en conjurar su mala fama, de Reina María Rodríguez, próximas al viento de unas aspas cortantes en días de dudas, de Zoé Valdés que pronto se volvería famosa como narradora.

Libre de las obsesiones por los lugares consagrados, las ciudades capitales o por los grupos más visibles de poetas, el director de Blanco Móvil, Eduardo Mosches, ha mantenido la alerta por la poesía de lo imperceptible, los fuegos de las provincias, los colectivos cuestionados por la cultura políticamente correcta, los exilios de José Antonio Cuadra, columpiándose entre el amor a la patria y el deseo de ser extranjero, las metáforas del comején que encarna la mentira del futuro posible para Eliseo Diego, el grito chicano ahogado de  Mario Uribe y la voz chicana que conmina a no titubear de Tino Villanueva. Durante treinta años Mosches ha sido el patriarca que protege a los suyos, el tío de todos los sobrinos, el defensor de una ética política que pasa por darle la palabra a quien debe defenderla y el amante que no duda de la importancia del arte poético como territorio no sólo de la rebelión y el consuelo, sino propiamente de la vida que vale la pena agotar.

Ahí donde la voz se levanta para decir lo vital y las palabras construyen moradas improbables para la paz y las liberaciones de toda tristeza y opresión, Eduardo investiga, lee y publica mapeando el paso del tiempo, las amistades y las afinidades.  Le duele el miedo al encuentro de la boca y el beso en la poesía de Mairym Cruz Bernal, reporta la plegaria del poeta viejo Hjalmar Flax deseoso de pagar el precio del consuelo, pero sobre todo reconoce el cambio de las expectativas utópicas cuando Frida Varinia  vivisecciona el presente de principios del siglo XXI donde “todos somos violentos/todos somos adictos/ codependientes / con los mismos apellidos”.

En efecto, “La noche mexicana a veces huele a sangre/o a sacrificio”, como recuerda Bernardo Ruiz, pero es debajo de sus puentes donde José Ángel Leyva recoge las luces de neón, las sombras de multitudes, el vaho de su voz. Con los trabajos de los amigos, los recuerdos de las amigas y las descripciones de los maestros, Blanco Móvil vence la resignación y el cansancio de los abúlicos recogiendo voces. Sí, haciendo que las voces nunca acaben.

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