Buscar

De amor es mi negra pena (fragmento)

Luis Zapata

 

En la noche, aunque todos estábamos cansados, el Rengo propuso que fuéramos a un burdel para brindar por nuestro triunfo. Un poco porque era algo que había que celebrar y otro poco por la costumbre, aceptamos. Todos nos sentíamos muy contentos, especialmente el Guacho y el Botas, que a saber qué diablos les había picado: se palmeaban los hombros, decían más chistes que otras veces y se les veía la cara como recién lavada. El fresco de la noche nos había reanimado, y la sensación de estar, el sabernos, en otra ciudad, ya sin preocupaciones y a punto de emborracharnos, nos llenaba de chispitas el pecho y el estómago.

En realidad no se trataba de un burdel en grande; era más bien una cantina con diez o doce mesas, una pequeña barra y tres o cuatro putas que de repente alternaban con los clientes o se sentaban en la barra, y de pronto desaparecían, solas, sin haber conseguid hombre, o bailaban en parejas, con una que llevaba y otra que se dejaba llevar, o se emborrachaban para tratar de olvidar su edad y sus vientres demasiado abultados.

De las demás mesas (sólo tres estaban ocupadas y cuando dejamos el lugar únicamente la nuestra) casi no provenían voces. Nosotros, en cambio, apenas llegamos ya estábamos impacientes por comenzar a beber: golpeábamos la mesa para que nos atendieran rápido, para hacer notar nuestra presencia; gritábamos chiflábamos cuando pasaban las putas cerca de nosotros. Aunque no parecía que hubiera mucho trabajo, el mesero tardó como diez minutos en venir hasta nuestra mesa. Como casi todos los meseros de cantinas (como casi todos los meseros), también era joto, pero en él su amaneramiento no resultaba tan chocante; quizá porque era joven y rubio y de facciones delicadas; quizá porque, en un descuido, uno podía pensar que se trataba de una muchacha. Qué cómo se llamaba, le preguntamos, y el Guacho viéndolo fijamente, Félix, y el Botas columpiando su mirada entre el Guacho y Félix y entrepierna de éste, que si no se sentaba un ratito con nosotros, y los demás observando, mientras hablaban, las miradas del Guacho y el Botas, que orita no, que tenía mucho trabajo en la cocina, la de Félix profunda (o vacía) atrapada entre sus pómulos salientes, que le anduviera, que no fuera malo, y riéndose todos, después, ¿sí?, yéndose, con un movimiento cortés, pero al mismo tiempo rápido y tajante, como el de quien trata de escapar de una situación embarazosa con un gesto de turbación que, a fuerza de tanto repetirlo, se vuelve natural.

Por lo menos nos tomó la orden y pudimos comenzar a beber.

Quién sabe si por el cansancio del juego o porque no había dormido muy bien ese día, me empezó a dar sueño, y el ruido se fue alejando, o mejor dicho, se le cambió el lugar y la forma, y me quedé dormido.

Cuando desperté, el mesero ya estaba sentado con nosotros y reía, aunque tímidamente, de las bromas que le hacían el Cuervo y el Rengo. El Cuervo, que si ni nunca le habían dicho que era muy bonito, que de tan bonito parecía mujer, tómate otra copa, y él se ruborizaba, que a ver, que viniera, que se le acercara más, y él, temeroso, se acercaba, que no tuviera miedo, que al Cuervo no le gustaban los putos, que nomás quería verlo, y no te estés haciendo pendejo, tómate la copa, ¿o estás fichando? Y él le tomaba de tragos grandes. Que miraran, ahora el Rengo, abrazándolo y metiéndole mano por atrás, que tenía nalgas de vieja, y luego el Cuervo, por debajo de la camisa, hasta chichitas tiene. Y todos nos reíamos mucho, pero más el Guacho que, a pesar de mantenerse aparatado del juego, parecía divertirse en grande, como si (¿el Guacho será puto?) gozará a través de las manos del Cuervo y del Rengo acariciando en broma al mesero (¿y el Botas también?); había vuelto a su cara la misma sonrisa de antes (de antes del otro día, cuando lo de la cantina, cuando se empezaron a hacer sospechosos), su sonrisa de sentirse a gusto, entre sus cuates, entre sus iguales (¿el Guacho pensaba que en Rengo y el Cuervo cachondeaban al mesero porque también eran putos?): se reía sobre todo como si se le hubiera estirado de nuevo el alma, que durante tantos días había mantenido encogida, Félix, el mesero, ya borracho (se veía que estaba poco acostumbrado a beber), contaba su vida, riendo, sonriendo o ensombreciéndose según los pasajes que relatara. De un pueblo de Michoacán, el campo y las vacas, la leche –sacarina pa endulzarla, dijo el Rengo–, los quesos, nunca había podido estudiar, decían que era muy tonto, le aburría el rancho, él quería “vivir”, y había tenido un sueño que. El Cuervo, interrumpiéndolo, mejor báilanos algo, sabes bailar supongo, y él no, que no sabía. Entonces lo jaló de un brazo y le dijo “ven, yo te voy a enseñar”, y, mientras todos nos cagábamos de la risa, le daba vueltas como si lo que bailaran fuera un vals y no un bolero de Julio Jaramillo. Al terminar, sudando (hacía mucho calor), regresaron a sentarse, y entonces fue cuando el Cuervo le preguntó “¿quién te gusta más?”. Este, dijo señalando al Guacho. Pues ni modo, mano, el Cuervo, te prefiere a ti, al Guacho, ya viste, y lo empujó suevamente hacía el lugar del otro, te lo regalo. El Guacho por un momento se quedó desconcertado, no sabía qué hacer; las dos posibilidades eran peligrosas: si lo empezaba a acariciar, todos iban a decir que era puto, que eso le gustaba; si no lo hacía, de todos modos dirían lo mismo, que porque tenía miedo de que se dieran cuenta. Y el Cuervo animándolo, si nomás es un juego. Entonces el Guacho como que se sintió en confianza y le agarró las piernas, se las empezó a sobar. Todas las miradas, divertidas, seguían la mano del Guacho para ver a qué hora se iba a delatar. De repente, por estar viendo su mano (que después, rodeando su cintura, había llegado hasta las nalgas), nos olvidamos de él, hasta que el Cuervo, con una expresión de triunfo, dijo, casi gritando: “miren, ¡es puto!, ¡tiene la verga bien parada!”, y el Rengo “ora si ya se supo, pinche culero”, y el Guacho levantándose y dándole de madrazos al Cuervo, hasta tirarlo al suelo; y después, ya se iba contra el Rengo cuando el Botas lo detuvo: “déjalo”, gritó, como si le ordenara , en una forma en que nunca lo habíamos oído gritar, “no vale la pena”, sujetándolo de un brazo, “¿no ves que eso es lo que quieren?”, y el Guacho al Botas “quítate”, apartándolo con un golpe, “pinche maricón, hijo de la chingada”, y le volvió a pegar, haciéndolo caer sobre la mesa (el Botas no se defendió). El Guacho, limpiándose las manos en el pantalón, y dejándonos con la cuenta, salió del lugar.

 

Compartir

Otras cosas que podrían interesarte