¿Alguien ha visto a Dios?

Foto mía de Libertad Villarreal.jpg

Por José Luis Domínguez

 

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Mi abuela Quinta creía en un dios,

iba a misa todos los domingos,

y me llevaba.

En cuanto supe que ahí hablaban de cosas que no entendía,

y de nombres que no entendía,

como corintos, tesalonicenses, cafarnaum, sodomas y gomorras,

ya no quise ir,

pero, obligado por las costumbres anacrónicas,

por el viejo hábito que hace a más de un monje,

seguí yendo.

Al que le decían el padre no se le conocían hijos

-al menos no había alguien que supiera si tenía o no-

y yo era un hijo que no tenía un padre.

El padre aquel y yo, sin saberlo, éramos antípodas.

El padre que no tenía hijos hablaba de otro padre que estaba en los cielos,

y el hijo sin padre que era yo y que estaba en la tierra

se preguntaba qué rayos estaba haciendo el otro padre tan arriba.

Yo no tenía conocimiento entonces de que el arriba era el abajo y viceversa,

ni de que la tierra giraba en rotación y traslación,

ni sabía de esos horrendos espacios infinitos de los que había hablado un tal Blaise Pascal,

ni de que había más planetas, y más allá galaxias y galaxias sin fin

-tenía yo diez años y las únicas clases de astronomía las recibiría poco después con el señor Spock-

Pero el padre sin hijos que hablaba del padre de los cielos

cada vez que hacía mención de ese asunto volteaba hacia arriba.

Y yo salía de misa pensando si los astronautas que recién habían llegado a la luna

conversaban con ese padre de los cielos cada vez que flotaban por allá.

Y fui creciendo

y a la vuelta de los años dieron vuelta los sermones

que el padre sin hijos, el padre con vestido largo, sacaba siempre de un enorme libro

como si se sacara un as de debajo de la manga,

y entonces supe que aquello que se hacía los domingos, aquel ritual,

era ejercer lo religioso,

y que no cumplir con ciertas reglas

era como arrastrar detrás de sí un terrible cataclismo.

Y mis noches se llenaron de espanto,

y yo, que no conocía el plomo candente del vocablo pecado,

vine a escucharlo ahí,

y según lo estipulado en ese enorme libro donde venía escrita la palabra sagrada,

yo pecaba,

pecaba con la diestra y la siniestra,

pecaba con los pies,

pecaba con los ojos y con el pensamiento,

pecaba con todo lo ancestro y con todo lo moderno,

pecaba desde antes de nacer,

pecaba después de nacer,

y yo, el pecador, sin querer serlo, me volvía más pecador,

era yo entonces como un soldadito de plomo de las huestes del altísimo.

Más tarde supe que en este mismo mundo, no en el otro,

existían los musulmanes, los hindúes y los chinos, entre otros muchos pueblos,

y que todos y cada uno de ellos creían en un distinto dios,

y a todos y a cada uno de ellos les habían asegurado

que no había otro dios como el de ellos,

y que todos los que no creyeren y no tuvieren fe,

perderían su recompensa.

Y entendí que en ello radicaba el mal principio de la intolerancia,

que pertenecer a una religión era como pertenecer a un club,

y entonces comencé a preguntarme:

¿por qué un club podía ser mucho más importante que el otro?

¿por qué el dios que se adoraba en un club no era el mismo que se adoraba en los otros?

¿por qué, para conocer a dios, había, necesariamente, que pertenecer a un club?

Y comprendí de golpe que ser cristiano era sólo una circunstancia que implicaba geografía,

que pude haber nacido entre los musulmanes,

entre los hindúes,

entre los chinos,

pero por desgracia o por fortuna,

-nadie lo sabrá jamás-

había nacido en un vasto continente llamado América.

Y supe que la geografía era una clase misteriosa de predestinación,

de obligatoriedad oculta bajo el disfraz de fe o de autoconocimiento,

y que el dios sólo era una consecuencia de utilizar un cinco por ciento mi cerebro,

y ya no quise ser cristiano, ni salvarme de algo que -¡Rayos!- no entendía.

El colmo de los colmos fue cuando en una misa

el padre sin hijos dijo a través del micrófono a los feligreses

que necesitaba un vehículo, porque el suyo era una garrita,

y ya no aguantaba un pial,

pero que si íban a regalarle uno,

que estuviera nuevo, si no, no.

¡Qué desparpajo el suyo!

¡qué descaro!

A la semana siguiente, uno de aquellos feligreses,

el más rico de todos, por supuesto, tenía asegurado el cielo.

El padre sin hijos y con sotana, ahora se movía en una Ram Charger del año,

tan perfecta como el reino de Dios.

Y me salí de la iglesia con minúscula,

y me salí de la Iglesia con mayúscula,

que no son la misma cosa.

Y me salí pensando que no regresaría

hasta que no sustituyeran todos los cristos crucificados

de todas las iglesias del mundo,

por cristos resucitados,

o sea, nunca,

porque la base del control de la santa iglesia católica, apostólica y romana

radicaba, precisamente,

en el profundo sentimiento de culpa sembrado entre las masas.

Mi abuela Quinta ya murió,

el padre sin hijos también y a ambos los cubre la misma arcilla roja.

Y el hijo sin padre que soy, eso es lo único seguro, pronto seguiré la misma senda,

y seré sepultado con mi cerebro noventa y cinco por ciento sin usar

porque simplemente nunca supe cómo hacerlo,

y en el mundo seguirán los musulmanes, los hindúes, los chinos y los cristianos,

pregonando cada uno su verdad como la única,

combatiéndose unos contra otros,

intentando convencerse

de que unos y otros tuvieron siempre la verdad

y nada más que la verdad,

y de que el otro estuvo siempre equivocado,

porque

-Es sólo Alá. Sólo Él.

-Es sólo Krishna. Sólo Él.

-Es sólo Buda. Sólo Él.

-Es sólo Cristo. Sólo Él.

Éramos una familia pequeña. Vivíamos en los bordes de la ciudad, afuera de Lahore y cerca de un pueblo musulmán. De pronto, comunidades que habían sido grandes amigas y habían vivido juntas por décadas y siglos empezaron a pelear. Recuerdo cuando mi madre se acercó a mí en la noche con dos espadas en las manos y me dijo:

-Duerme con ellas bajo la almohada. Y tu hermana, la que tiene cinco años, dormirá en la otra cama. Si atacan los musulmanes, mata los más que puedas. Y si ves que te superan, mata a tu hermana y luego mátate.

Y quizás dios no exista en absoluto.

quizás dios sólo sea una justificación válida para un grupo de almas perdidas

que anhelan inútilmente pertenecer a algo

luchar por ese algo,

matar por ese algo

y ese algo bien pudiera ser el club de los hombres que se fabrican dioses.

Me he pasado toda la noche maravillosamente bien,

desinfectando el cielo con cloruro de mercurio,

sin encontrar el más mínimo rastro de Dios.

Y porque sigue habiendo padres sin hijos

e hijos sin padre,

este texto,

a qué dudarlo,

debería escribirse en bastardillas.

 

José Luis Domínguez. Escritor polígrafo nacido en Cd. Cuauhtémoc, Chihuahua, 1963. Es promotor cultural desde 1992, cuando funda el primer Taller literario en su comunidad. Coordinó el grupo filosófico de los Neoexistencialistas y el taller literario “Scripta manent”, hoy llamado “Octavio Paz”. Ha coordinado los talleres literarios en las ciudades chihuahenses de Jiménez, Delicias, Guerrero. Ha fundado, coordinado y sido colaborador de varias revistas literarias del norte de México.

Libros: «Jonás», 1996; «Quinteto para un pretérito», 2000; «El jardín del colibrí», ensayo literario, 2002; el poemario «Los dedos en la llama”; crónica y memorias «El Barrio Viejo de mis recuerdos», 2006. El libro “Diez leyendas de Cuauhtémoc”, 2007. En 2008, la editorial canadiense Lettres des forges le publica “El amor es un tibio, tierno cuerpo de mujer” en francés y español. También aparece el libro “El amor destruye lo que inventa” en el sello de la editorial de la Universidad Autónoma del Estado de México. Sus textos poéticos también han sido traducidos al inglés y al griego. En el 2009, la editorial veracruzana de Orizaba, Letras de Pasto Verde, le publica el cuadernillo de poemas titulado “Homenajes”. En el 2012, la editorial de la Benemérita Universidad de Puebla le publica el poemario “Palimpsesto”. En el 2013 publica el libro 12 Leyendas de Cuauhtémoc”. En el 2014 publica su poesía reunida “Los dedos en la llama”. En 2016 publica los libros “La otra historia de los menonitas”, “Manual de Poética para Universitarios” y “Dèja Vu y otros cuentos”. Desde hace ya varios años ha trabajado fomentando los cineclubs en varios cafés y restaurantes de su comunidad, además de ser el editor de los trabajos literarios de los alumnos del taller que coordina en su comunidad.

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