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Los labios de ruibarbo y fresa de Jhon Sánchez

Dedicado al Centro Cultural de New York Mills y el Café Eagle
Recuerdo aun el impetuoso espasmo,
los besos húmedos, los fogosos músculos,
la palidez, el apretar los dientes
de aquel ser, todo absorto. Son instantes
atroces, si no fueran tan divinos
(Tomado del cuento Las Caricias de Guy de Maupassant)

Sabía que cuando Liz probara tarta de ruibarbo y de fresa estaría de acuerdo con el aborto. Por esa razón la traje a este diner. Ella no tenía ni idea porqué la había traído a New York Mills, un pequeño pueblo en Minnesota nombrado así en homenaje a la gran ciudad donde vivíamos. Cuando me preguntó porqué elegí New York Mills, le sonreí con picardía para aludir al lugar donde celebraríamos la boda, después del parto.

Eso fue hace más de veinte años, temprano en una mañana de jueves, a principios de septiembre. Más allá de nuestro parabrisas se extendía un horizonte interminable con pinceladas doradas sobre el verde aún presente en los campos de heno y de maíz. El azul oscuro salpicaba el fondo del cielo, casi no había árboles y, los tanques de agua parecían naves espaciales listas para despegar sobre la pradera.

Liz repetía las letras de las canciones de la radio para mejorar su inglés; bajó el volumen de «Positively 4th Street,» de Bob Dylan y dijo:

-Nunca podría vivir en esta soledad. Caminar en invierno sería como avanzar entre una manta gruesa de nubes y sábanas de nieve.

Era una advertencia de que ni siquiera considerara la posibilidad de mudarnos aquí, lo cual no era un problema, porque ya teníamos nuestro brownstone, en Brooklyn.

Lo que más me gustaba de Liz, además del sabor de sus labios, eran sus momentos de silencio. Durante el viaje en coche, se esforzaba por hacerme hablar, preguntando:

-¿Minnesotans?

-¿Minnesotonians?

-¿Minnesotaneses?

Nunca respondía porque sabía que para ella, en el amor hay que adivinar las cartas en la mano del otro como en un juego de póker. Para mí, el amor era el sabor de sus labios, por el cual aún se me hace agua la boca, inclusive ahora, veinte años después.

New York Mills, probablemente tenga un pequeño Central Park, y tal vez un Broadway!

Este era otro de sus intentos para que le explicara, no recuerdo cuántas veces ahora, que no era solo una réplica diminuta de la ciudad de Nueva York como ella deseaba imaginar, con un espantapájaros en un campo de maíz haciendo las veces de la Estatua de la Libertad.

En ese momento quería que probara la tarta de ruibarbo y de fresa para que fuera más parte de mí, o al menos entendiera porque me encantaba besarla; la única mujer a la que he disfrutado besar. Nuestro primer beso en la fiesta de Navidad de la oficina me enganchó. No podía imaginar que una joven de dieciocho años, en su primer empleo hubiera rozado sus labios contra los míos, diciendo: «Eres mi ingeniero favorito en la empresa. » El beso fue fresco, visceral y muy rojo.

Me propuso matrimonio una tarde a principios de verano, mientras miraba el edificio del Bank of America, desde la ventana de mi oficina. «Tengo miedo, y estoy sola en este país» dijo. «No sé cuándo podrán venir mis padres. No quiero estar sola con tu bebé en mí». Endulzó su demanda con besos en cada esquina de mi boca y luego tiró de mi lengua con un mordisco. Nunca le había mordido la suya. Si lo hubiera hecho, probablemente nunca me habría detenido.

Yo era un ingeniero bien remunerado diez años mayor que ella. Supuse que sólo quería seguridad. Sus padres no aprobarían un embarazo antes del matrimonio y, por eso nunca supieron de mí. Pero ni mi trabajo ni nuestra casa podían salvarnos de mi deseo.

Cuando llegamos a este diner en Minnesota, vimos un águila de yeso gigante posada en la parte superior de un letrero de neón que decía EAGLE’S. Bromeé con Liz que eventualmente todos los letreros de neón estaban destinados a desaparecer, para ser reemplazados por hologramas. -Probablemente con un águila volando hacia su presa humana- dije mientras salíamos del carro.

Adentro, nos sentamos en una cabina junto a una ventana que daba a la pequeña biblioteca, al otro lado de la calle. La mesera me miró directamente a los ojos, tan diferente a las meseras de la ciudad de Nueva York que buscan a sus próximos clientes mientras entregan el menú.

-¿Dónde has estado?- preguntó, tratándome como a un viejo amigo.

-Ha estado en casa- dijo Liz, con una especie de celos que no podía entender, porque aunque la mesera era hermosa, con pómulos perfectos y hoyuelos adorables, nadie tenía el mismo sabor de Liz.

-Mi prometida- dije.

-Él venía aquí todos los días durante un mes- dijo la mesera -y ordenaba nuestra tarta todas las mañanas a las ocho en punto. Nada más. Ni siquiera café…-

Luego, tal vez notando la molestia de Liz, la mesera agregó: -La mujer que hace las tartas es tan vieja que todos la llamamos la Vieja Betsy.

La mesera señaló la pared sobre el mostrador en la que colgaba un cuadro de una mujer con un turbante verde con lunares negros. En ese mismo momento, la Vieja Betsy apareció en el mostrador. Calculo que ahora debe tener más de cien años, pero en ese entonces aún venía todos los días a hacer las tartas con sus propias manos.

Sabía que tenía que explicarle a Liz mi obsesión por las tartas, ya que no me gustaba el sabor de nada más que no fueran sus labios azucarados. Desde que era pequeño, toda la comida me sabía insípida, pero mi abuela y mis tías, que me criaron,  me obligaban a comer. El helado me sabe igual que la hierba; las costillas a la parrilla son lo mismo que metal oxidado, y la sopa de almejas es como el alquitrán. Parece que mis papilas gustativas solo se activan con dos sabores: los labios de Liz y la tarta de ruibarbo y de fresa.

Pedí dos porciones de tarta. Liz me miró, sus ojos oscuros como lagunas en un denso bosque, y pidió leche, diciendo: «Para el bebé».

Mi corazón se convirtió en un toro furioso que embistió la jaula de mi pecho, ante la mera mención esa criatura.

Llegó la tarta.

Cuando Liz terminó su primera porción con una gota roja de relleno de fruta en sus labios, no pude resistirme y me acerqué para darle un beso. Aunque nuestras bocas no se unieron, fue el beso perfecto, ligeramente amargo y, a la vez dulce. Los hombres sentados en la  barra nos miraban: -No nos divertíamos tanto desde que Miss America visitó este pueblo hace diez años en 2004, ¿verdad?-, gritó uno de ellos, poniéndose de pie mientras se arremangaba la manga de su camisa de cuadros.

-¿Te gusta esta tarta?- me preguntó Liz, secándose los labios con una servilleta.

-Se trata de mi papá- susurré.

-¿Tu papá?

-Mi padre biológico era de aquí- dije.

-Estamos a punto de casarnos ¿y no confiaste lo suficiente en mí como para contarme esto antes?

Mi obsesión por saber de dónde venían, mi cabello rebelde, una nariz en forma de punta de cuchillo y una piel oscura, casi del color del óxido, a lo largo de la mandíbula, siempre encontraba una decepción. Pero mis rasgos indígenas me mantenían buscando. Desde cuando vi a mi madre, con la nariz chata y el rostro marrón oscuro, en su ataúd; desde cuando sentí los labios de mis tías, redondos y húmedos como focas, en mis mejillas; desde cuando mis tías sonrieron por primera vez con sus largos dientes de mármol; desde cuando pregunté por primera vez a la abuela, con el cabello como ramilletes de coliflor, si realmente había un Papá Noel, quería saber quién era mi padre.

Liz frunció el ceño y arrugó los labios, fingiendo estar enojada, pero yo sabía que estaba ansiosa por escuchar toda la historia. Solo ella sabía de las veces que solía caminar dormido, moviendo la mano como para atrapar una niebla blanca que salía de mi nariz, que, en esas visiones nocturnas, representaba mi alma. Solo ella escuchó las palabras que repetía durante esos sueños: «Mi alma, mi alma.»

Sólo ella había visto mis dibujos de los rostros extraños que aparecían en mis sueños. Dos caras eran las más frecuentes y vívidas: Un hombre de una sola oreja con cabello largo, y una mujer con un turbante verde, de lunares negros.

Liz comía una tortilla recién ordenada a la mesera, perdiendo interés en la segunda mitad de la tarta y en su montaña de crema batida; sabía que necesitaba llegar al punto, rápidamente, así que le dije, de manera algo dramática, que unos meses antes había contratado a un investigador privado y había descubierto el verdadero nombre de mi padre biológico:

«Alejandro Charleston.» El investigador había añadido: «Es poco probable que haya conocido de ti o aún de tu madre.» Murió en un accidente de motocicleta a sus veinte años, poco después de mi concepción.

-Yo era un embrión, o debería decir, soy uno de los tres que mi mamá rescató de la experimentación- le expliqué a Liz. -Mi madre ganó esos óvulos fecundados en una batalla legal. Soy el único que sobrevivió.

Liz parpadeó, como lo hacía cuando estaba nerviosa, probablemente intuyendo que algo más serio estaba por venir. Evitó hacer más preguntas y apretó mi mano.

Cuando expliqué que era producto de una investigación, sentí como si hubiera confesado ser una especie de mutante. Sin embargo, Liz estaba tan en sintonía conmigo que me sentía seguro de que  cuando lo explicara todo conectaría los puntos entre el sabor de la tarta y mi deseo de que  abortara.

Le conté más de la historia que el investigador me había revelado. Un grupo de científicos quería explorar si la información genética podía transmitir traumas de una generación a otra. Creían que podían aislar los genes que gobiernan la disposición de una persona a la depresión u otros problemas emocionales. Grabaron los pensamientos y los recuerdos que surgían en hombres y mujeres en el momento del orgasmo para eventualmente buscar su huella biológica en el óvulo fecundado. Inmediatamente después de la fertilización, mientras el embrión era apenas unas pocas células, aplicaron una sustancia que marcaba la información genética ligada a la memoria. Inesperadamente, esto también provocó una conservación y amplificación de esos recuerdos, en el feto.

-¿Eso significa que ahora pueden leer los pensamientos de los bebecitos? ¿Pueden hacer eso con el nuestro?

-No, no.- Cubrí mis ojos con las manos. No podía decirle que el problema era que el experimento mejoró las capacidades de memoria del embrión y eso me hizo más sensible a recuerdos que no eran míos, recuerdos que a veces parecían una película que se repetía interminablemente. Venían a mi mente, espontáneamente y se volvieron más frecuentes con el tiempo. Eran recurrentes. Y entonces le dije: -Ni siquiera debería haber nacido.

-¿Tu padre nunca te quiso? Al menos este no será el caso con nuestro bebé. ¿Estás seguro de que tu padre nunca supo de tu existencia?

-Difícil decirlo. Ciertamente, murió sin saber de mi existencia o, tal vez sin preocuparse de ello. Supongo que este experimento fue simplemente dinero fácil para él, un dinero extra para un estudiante universitario.

Liz comenzó a morderse las uñas, un hábito que me disgustaba.

-La investigación fue cerrada después de descubrirse un escándalo que implicaba médicos vendiendo óvulos fecundados a empresas de cosméticos. Mi investigador encontró notas y grabaciones, en cinta, de las imágenes mentales de mi padre durante once sesiones de eyaculación: Un mostrador de un ‘diner,’ una ráfaga de viento, guantes, un dulce mordisco rojo, una mujer con un turbante verde y las letras “E-A-G-L-E-S.» La imagen del dulce mordisco rojo, se me vino a la mente.

Le conté a Liz que mi padre había sido seleccionado para la investigación  porque sufrió de desnutrición y de otros tipos de traumas cuando era niño. De hecho, el Dr. Charleston y su esposa, que estaban en una misión de rescate en ese momento, lo encontraron vagando por las calles de Medellín, Colombia, cuando tenía siete años. Lo adoptaron y lo llevaron a su hogar, en New York Mills.

-Entonces, ¿viniste aquí para encontrar a tus abuelos adoptivos?

Aunque dije sí, sabía que el doctor y su esposa ya habían fallecido hace mucho tiempo. En ese momento, mi único familiar en vida era una tía paterna que me mostró una foto de mi padre. El Dr. Charleston, mi abuelo, también estaba en la foto, con el brazo alrededor del hombro de mi padre. Mi tía me dijo que su hermano Alejandro tenía una manera muy extraña de comer: mezclaba todo en un solo plato, café, sopa e incluso postre, que a menudo era una porción de pastel de EAGLE’S. En la foto, mi padre es solo un niño pequeño con su nariz y boca embadurnadas de algo que parece crema batida. Antes de darme la foto, ella dijo:

-Alejandro estaba obsesionado con la tarta de ruibarbo y de fresa. Siempre decía que la tarta de Old Betsy le recordaba la primera vez que vino a New York Mills.

Después de leer el informe del investigador privado, vine a New York Mills con la esperanza de encontrar información sobre las imágenes de los recuerdos de mi padre. Conducía sin rumbo cuando de repente ví el letrero de neón del ‘diner’, EAGLE’S, brillando a través de una neblina distante. Entré y pedí café, pero la camarera, la misma que luego nos atendió el día cuando llegué con Liz, regresó con un trozo de la tarta de ruibarbo y de fresa y dijo: «Es gratis.» Señaló el extremo del mostrador, donde una anciana con los mismos ojos adormilados como los de la pintura sobre la ventana de la cocina estaba sentaba, mirándome fijamente. «Old Betsy dice que te pareces a alguien que murió hace mucho tiempo. Ella decidió regalarte la tarta», agregó la mesera

La mirada fija de Old Betsy, y de la camarera esperando que yo acuchillara la tarta, me recordaron a mi abuela y a mis tías sosteniendo mi boca abierta para meter la comida. Cerré los ojos y la probé, esperando expulsar a esas mujeres de mis recuerdos. Con mi primer bocado pensé en los labios de Liz: su ternura, el color rojo natural y el sabor del agua de apio que solía beber.

Ahora, con Liz a mi lado, dejé una carpeta sobre la mesa que contenía dos dibujos que había hecho cuando tenía doce años, así como una fotografía del Dr. Charleston tomada durante sus días en el ejército. Uno de mis dibujos mostraba a un hombre con uniforme, y una hendidura donde debería haber estado su oreja izquierda. -¿No se parecen?- pregunté.

Liz los miró por un momento y asintió con cautela.

-Mira este otro dibujo y luego mira eso- dije, señalando la pintura de Old Betsy sobre el mostrador.

-Un turbante verde con lunares negros.- dijo, sosteniendo mi segundo dibujo y examinándolo. -¿Hiciste esto cuando eras niño?

-Hay algo más. El Dr. Charleston perdió una oreja durante la Guerra de Corea.

Estaba tan contento de haber llegado hasta este punto en la historia que pedí una segunda porción de tarta.

La camarera sonrió: –Old Betsy dice que siempre quieres repetir, al igual que «su Alejandro.» Cuando hizo las comillas en el aire, sentí una sensación punzante en el abdomen, con miedo a los recuerdos que mi padre me había dado.

-Realmente no me gustan los pasteles de cereza, y a tí te encanta esta cosa de fresa- dijo Liz. -Quizás a nuestro bebé le gustará el pumpkin pie.

Exhalé, mas bien resoplé de frustración. Luego me calmé y le conté a Liz lo que había pasado cuando comí el pastel por primera vez. -¿Recuerdas esas pesadillas cuando gritaba ‘mi alma, mi alma’?

Liz abrió ligeramente los labios cuando dije: -No estaba soñando conmigo mismo. Siempre se trataba de mi padre, Alejandro.

-¿Estabas soñando con tu padre…?

-No realmente. Era el recuerdo de Alejandro reproduciéndose en el sueño. Supongo que fue la primera vez que él vino a New York Mills.- Hice una pausa y me dí otra mordida a la tarta, cerrando los ojos para revivir ese recuerdo como si fuera mío:

-Soy Alejandro, de niño, de pie en el estacionamiento, justo ahí afuera- continué mientras frotaba mis manos. -Puedo sentir el frío, el frío invernal de ese día.- La película volvió a comenzar, momento a momento. -Vi el mundo a través de los ojos de Alejandro. Estaba congelado por el frío, por el miedo a este lugar extraño. Cuando el hombre se quitó el gorro de lana, vi un cráter en lugar de una oreja en su lado izquierdo. Sabes, Liz, quería huir. Quería hacerlo, pero al mismo tiempo me sentía paralizado. Respiré profundamente y, cuando exhalé vi una nube salir por mis fosas nasales. Intenté atraparla con mis manos, diciendo: «Mi alma, mi alma».

-¡Tan divertido! Pensaste que la niebla que salía de tu nariz era tu alma, escapándose de ti.- Ella se rió, con una risita tonta.

-No entiendes. Sé que no es verdad, pero sentí angustia como si me estuviera muriendo. Pero me calmé cuando el hombre sin oreja me susurró: «Solo respira, mi niño. » Luego con un soplo esa niebla se transformó en las letras E-A-G-L-E-S. El hombre me agarró de la mano y me llevó dentro del diner donde vi el retrato de Betsy, su turbante verde y sus labios intensamente rojos. Entonces, Old Betsy apareció ante mí con un pastel en las manos y dijo: «Esto es para ti.» Se inclinó y me besó en los labios. Una sensación de calor surgió dentro de mí y se convirtió en un deseo abrumador de darle una mordida a los labios de Old Betsy. De hecho, quería morder los labios de Betsy. Quería comérmelos, pero me senté y comí mi trozo de tarta, en su lugar.- Me detuve para tomar un poco de agua. Parecía como si Liz apenas me escuchaba cuando dijo:

-Todo esto es muy triste. Pero me pregunto qué tipo de lápiz labial tenía Betsy.

-Ese no es el problema. Tus labios saben como la tarta de ruibarbo y de fresa, del sueño. Si no me hubieras besado en esa fiesta de Navidad… nunca hubiera…- Dudé. -Sabes, nunca me gustó besar… sólo a ti… Tengo estos impulsos…- No podía decirle que quería comerme sus labios, los labios de Liz. Eso era lo único que podría saciar mi deseo.

Liz alcanzó mi mano. -Gracias por contármelo- dijo. -Mi mamá siempre decía que para conocer a mi esposo, debía examinar a mi suegro. Ahora, te conozco mejor, el futuro padre de mi hijo.

Quería gritar que ese no era el punto por el cual decidí contarle todo esto. No podía comprender que, dado que poseía estos recuerdos obsesivos debido al experimento, los transmitiría a nuestro hijo. Tomé una servilleta y la froté en mi mano, despedazándola en pequeños copos blancos. -Piensa en los riesgos de tener un hijo, la manutención, la responsabilidad…

Liz sopló los pequeños trozos blancos que volaron como en una tormenta de nieve, fuera de mi mano.

-Estoy hablando en serio. ¿Y si ‘él’ llega a tener todos estos recuerdos que no son suyos? ¿Cómo va a vivir con eso?

-El doctor dijo que nuestro bebé está perfectamente sano. Ella apretó su blusa sobre su vientre, mostrando el ombligo, que tenía el tamaño de una cereza. -Y pase lo que pase, será nuestro hijo. Te quiero. Cada vez que alimente a nuestro bebé, recordaré que tiene un sabor a mí, e igual al de su papá.

Clavé los restos de la tarta de Liz con mi tenedor hasta convertirla en migajas.

Más tarde, mientras manejaba a nuestro alojamiento, le pregunté: -¿No te preocupa que ‘él’ tenga todos estos sueños locos? ¿Has visto mis dibujos?

Ella cruzó los brazos y miró por la ventana la torre de agua del pueblo, que parecía un huevo gigante con cuatro patas. -No importa. Siempre he querido a este bebé. Quiero que el bebé tenga tus ojos.

Sólo fue cuando llegamos a nuestra habitación cuando finalmente le confesé: -No quiero al bebé.

Ella ya estaba en su bata de baño, caminó con las manos en las caderas. -¿Qué te pasa? Carajo! Puede que no estés listo, pero yo sí. ¿Por qué compraste un brownstone? ¿Ahora tienes dudas justo antes de mudarnos juntos? ¡Cobarde!

-¡Es la tarta!- Intenté explicar, sabiendo lo loco que sonaba. Entonces ella empezó a gritarme y a insultarme, y me lanzó un frasco de jabón líquido, el secador de pelo y tres botellas de agua. Luego se detuvo, fijó sus ojos en el espejo y jadeó: -¿Es otra mujer?

-No.- Me arrodillé a sus pies. -Simplemente no podemos tener este bebé.

Ella empujó suavemente mi cabeza entre sus piernas y respondió: -Es mi bebé también, con mis recuerdos: los momentos en los que me hiciste reír, la sensación de tus besos.

Nunca le dije a Liz que mi madre también me había dado sus recuerdos. Había participado en la investigación para pagar la operación de su labio leporino. Cada vez que me masturbaba, veía a mi madre maquillando sus labios carnosos, siempre intentando cubrir la cicatriz del lado izquierdo. Se aplicaba el labial, aunque estuviera a punto de acabarse, raspándose con el borde del tubo, lo cual la hacía sangrar. Oh Dios, ¿cómo podía darle ese terrible recuerdo a otro ser humano? Si Liz me quería, ¿Por qué se negaba a escucharme? ¿Por qué no lo entendía?

-Comer tanta tarta te hizo correr la teja-, dijo llorando mientras se metía en la cama. La seguí y pronto se quedó profundamente dormida. Me acerqué a ella con la intención de saborear sus labios, pero me detuve. En lugar de ello, tomé una almohada y la presioné con fuerza en contra de su rostro. Después, mi mente se quedó en blanco. Sólo oí el silbato de un tren a lo lejos.

A la mañana siguiente, deposité su cuerpo en el asiento del copiloto y lo cubrí con una manta. Parecía dormida y la besé por última vez. Sus labios no tenían sabor. Me sentí aliviado de que no quedara sabor, ni aroma, de lo contrario los habría besado, saboreado y la hubiese devorado como si tratase de la tarta de la vieja Betsy. La muerte me lo había quitado todo y había acabado con mi ansia. Matar a Liz fue la decisión correcta. Nuestro bebé, esa pobre criatura, estaría destinada a vivir con deseos mucho peores que los míos.

Conduje durante horas hasta cuando encontré un lugar cerca de la orilla de un lago.

Ahora, veinte años después, visito a menudo el lugar donde está enterrado su cuerpo. Durante el verano, inclusive puedo sentir el olor a fresas en los arbustos cercanos, aunque podría tratarse simplemente de mi imaginación. Dejé mi empleo y abandoné Nueva York. Había sido muy fácil convencer a mis compañeros de trabajo que Liz y yo habíamos decidido mudarnos a Colombia, el país donde vivían sus padres.

Me sentí atraído de nuevo por la zona de New York Mills y me instalé en la cercana Fargo. Ya no soy el ingeniero pulcro de antes. Me dejo crecer el cabello y rara vez me afeito. Sobrevivo. Cada viernes, conduzco dos horas hacia el oeste para revivir el sabor de aquella tarta en Eagle’s. Revivo lo que mi padre debió sentir cuando llegó a este país, la sensación de seguridad de la familia. Puede ser que venga aquí para calmar mis impulsos y volver a saborear los labios de Liz.

A veces me imagino con un niño en brazos. Otras veces, en mi sueño es un niño de ocho años, que mordisquea un labio inferior tan carnoso como el de mi abuela africana. Este gesto me recuerda las muchas veces que besé -o debería decir degusté- a Liz.

Desde hace varias semanas, en el diner me dicen que una mujer pregunta por mí. Un día, la camarera me dio un papelito con un nombre y un número de teléfono: La hermana de Liz. No quiero verla, ni siquiera olerla. Imaginé que, si tenía el mismo sabor de Liz, mis impulsos me convertirían en una estampida de bisontes. Liz nunca lo entendió; su hermana nunca lo entendería; nadie lo entiende. Quizá la única que podría haberlo entendido era aquella criatura por nacer, mi hijo, que ahora tendría veinte años. Habría tenido que vivir con la compulsión de su abuelo por aquella tarta y con mi obsesión por los labios de Liz. No soportaría las noticias de una, dos, tres o más cadáveres de mujeres encontradas sin labios. No quería imaginar los otros horribles deseos que este ser podría haber tenido al haber nacido de mí.

EL FINAL.






Semblanza.

Jhon Sánchez es un escritor gay colombiano que obtuvo asilo político en los Estados Unidos hace veintiséis años. Reside en Nueva York y trabaja como abogado. Graduado de la Universidad de Indiana, posee un MFA en inglés y creación literaria de Long Island University. Ha publicado cuentos de ciencia ficción, fantasía, terror y literatura general, con recientes obras en Fiction on the Web, Dark Horses y Midway Journal. Sus relatos han sido nominados para el Pushcart Prize y Best of the Net. Es colaborador de Pressenza International Press Agency y enseña creación literaria en GMHC. Actualmente, trabaja en su colección «Enjoy A Pleasurable Death and Other Stories that Will Kill You».

«Los labios de ruibarbo y fresa» fue publicado por primera vez en New Found Magazine con el título «The Fragrant Flavor of The Strawberry Rhubarb Pie» y también fue incluido en la antología «Put Out The Lights and Cry: A Dinner Noir» (2023). Esta traducción, hecha por el autor, contó con los valiosos comentarios editoriales de Eugenia Margarita Sánchez Cortés y John Arturo Cárdenas Mesa, a quienes el autor desea agradecer públicamente.

Ilustración de: Samuel Feral

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