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Un grano de arroz

Sabina Berman*

 

La casa se encuentra limpia, pero huele a humedad y las maderas de los marcos de las ventanas y de las puertas están hinchadas y con ciertas junturas quebradas: Hay que patear la puerta de la biblioteca para que ceda. Lo hace la señorita Berman, mientras doña Ana destapa su Chanel No. 5 y bebe los restos del coñac.

—Aquí podría escribir —dice doña Ana pasando la mano por el escritorio—. Qué curioso —dice luego y está mirando hacia la ventana.

—¿Curioso qué?

—No sé. Que el huerto y los maizales sigan allá, después de tanto tiempo, igual de jóvenes. No me haga caso, esta ebria. —Sonríe—. Le voy a decir la moraleja de mi historia, señorita Berman. Renunciar a los deseos imperiosos es la base de la vida civilizada; pero la otra vida, la vida a secas, no existe. ¿Y tiene con que comprar la casa?

—¿Perdón? Ah, sí, la casa. No sé, ´porque Mariana me había hablado de una casita en el campo y esto es muy grande. Ahora que… usted dígame cuánto costaría.

Doña Ana la observa de arriba abajo, se detiene en los tenis gastados y se reclina contra una pared con un aire sensual y los ojos lentos.

—Sí –dice por fin—, creo que sería mejor que la rentara. Porque algún día, cuando mis nietos se hagan muchachos, y lleguen los bisnietos, habrá que remozarla y volverla a usar.

“Le voy a contar lo más extraordinario de mi historia –dice doña Ana ya en el automóvil, mientras el chofer compra en la miscelánea del pueblo lo más semejante que haya un coñac—. No, mejor se lo digo en la ciudad”.

Pero durante el viaje, luego de que doña Ana refiere los variados encantos de sus nietos y una lagrima de ternura se le desliza por la mejilla, la señora toma la mano de la señorita Berman y confiesa.

Vuelve al momento de la boda, cuando el primo Daniel y ella se abisman en la tibieza de sus manos reunidas.

—Así –murmura, apretando entre ambas manos la mano de la señorita Berman—. Así. Y entonces yo le digo de aprisa, en un suspiro: Hotel Majestic en el Zócalo tres P.M. martes 13.

—¡Lo citó en un hotel! No puede ser.

—Pero fue. Y un martes 13.

Se cubre los ojos húmedos con una mano, se cubre después la sonrisa traviesa se vuelve a la ventanilla donde se fugan hacia atrás la bruma y tras la bruma los pinos más rápido.

—Coger, ¿verdad que así dicen ahora los jóvenes? –dice doña Ana contra el cristal—. Pues sí, coger Virgen santa, cómo cogimos.

—Qué barbaridad, ¿me lo jura?

—Ay, señorita Berman, me da vértigo de recordarlo: cogimos como… como…

—¿Cómo, doña Ana?, cuénteme

—Despacio ­dice ella con suavidad—. Desde un principio todo fue muy despacio. Desde que llegamos al cuarto 729.

Se desvistieron ansiosos, disfrazando la angustia de cautela. Ninguno se atrevió a bajar las persianas, a cerrar los postigos, a delatar su vergüenza. Se registraron sin mencionarlo a la luz meridiana: ella desabotonó su elegante traje sastre Courege rojo como si le doliera cada botón, cada zíper, él suspiraba deshaciéndose las partes de su traje de seda gris de aristócrata. Debajo de la ropa impecablemente cortada de telas de caída perfecta, esperaban lo peor cuerpos deformes, lonjas feas, celulitis, várices. Hubo algo de eso; menos de lo temido, pero hubo. Los cuerpos desnudos quedaron enfrentados un rato largo como la desdicha de ya no ser jóvenes.

Y después fue tocarse. Tenderse desnudos sobre las sabanas frías y atreverse con las puntas de los dedos. Tocarse con los ojos cerrados en la tibieza de la luz de las tres de la tarde. Y luego acercar a ciegas todavía la longitud de los cuerpos.

—Como aprendiendo por dónde. Como perdiendo otra vez la virginidad. Ya ni nos acordábamos cómo se hacía. Y debíamos cuidar mi maldita cintura Duarte, que duele cuando se arquea y cuando adelanto la pelvis, y su principio de enfisema pulmonar, que puede atacar con agitaciones violentas. Pero qué barbaridad, como usted lo dijo: qué barbaridad, qué bárbaros fuimos: de golpe me tenía bien ensartada, como dicen los albañiles, ensartada hasta el fondo; como aquel mediodía en nuestra juventud había clavado su sexo entero dentro de mí y lo dejaba prender adentro toda mi ansia, y en medio de ese abrazo bárbaro abrí los ojos y ¡Ave María Purísima!, vi contra la cabeza de Dani el techo.

Estaban flotando en el cuarto número 729 del Hotel Majestic, y doña Ana empezó a sudar de miedo, ahí aferrada a los hombros de su amante que jadeaba con los parpados apretados, a dos metros de la cama.

Nos vamos a morir aquí, pensó doña Ana. De un momento a otro nos vamos a desplomar contra la duela del piso. Nos van a encontrar muertos en seis días. O en veinte. Desnudos y abrazados y muertos, estrellados contra el piso, con las vísceras y los huesos revueltos. Qué van a decir los diarios, Dios santo. Ancianos, primos y adúlteros encontrados con los cráneos rotos, a ocho columnas. Qué van a decir nuestros hijos y nuestros nietos. Lo único para consolarse es que La Abuela ya no existe en esta tierra. Con el peso de la preocupación habían bajado un metro y medio y ya se acercaban a la cama cuando intempestivamente le gustó a doña Ana ese pavor, ese estremecimiento, y del gusto se le volvió un fuerte sentimiento de triunfo: de revancha y de invencibilidad: volvieron a ascender flotando. Que nos encuentren muertos, pensó doña Ana. Pobrecitos de nuestros hijos eunucos y sus amores convenientes. Muertos, adúlteros, primos y ensartados.

—Y septuagenarios— agrega doña Ana después de una pausa y asiente orgullosa—. Como para que condecoraran otra vez a Dani.

Se reacomoda contra el espaldar del asiento y lo piensa antes de precisar:

—Bueno, adultera yo, en todo caso. Porque Daniel es viudo.

La señorita Berman espera oír algo más.

—¿Y entonces? —dice al cabo de un rato.

Doña Ana destapa el litro de Don Pedro y con la cara apretada, como quien bebe jarabe medicinal, bebe el brandy barato.

—Nada más —dice doña Ana, de pronto seca—. Ya estuvo bien de confianzas, ¿no le parece? Francamente a usted ni la conozco, faltaría que le contara mi vida. Y, ah, a propósito, mi casita de campo ni vendida ni rentada. Dígale a mi nuera que no ande desperdiciando mi tiempo ni el suyo, porque el dinero, y eso lo sabe ella de sobra, no lo necesito.

Con esa voz insolente con que imitaba a la Abuela al rememorarla.

Se le iluminan los ojos color ámbar al ver a la señorita Berman transitar del azoro a la incomodidad. Le ofrece la botella.

—Un traguito contra la decepción—dice, sumamente amable.

La señorita Berman bebe.

—A casa —dice doña Ana alzando la voz para que la escuche el chofer—. De ahí le llamamos un taxi— le dice de nuevo gentilísima a su acompañante—. Es que el doctor Ugalde está enfermo y no quiero hacerlo esperar, usted disculpará.

Le toma el Don Pedro, bebe con displacer otro sorbo y vuelve a atornillar la tapa. Luego, bosteza, cubriéndose la boca, como la persona educada que es. Se rasca ligeramente el cuello, bajo el chongo, reclina la nuca en el espaldar mullido.

 

*Nació en la ciudad de México, 1955. Publico Lunas (1988). La bobe (1990). Amante de lo ajeno (1998), y las obras teatrales. La víspera del alba (antes Muerte súbita), Yanqui (antes Will). Rompecabezas y herejía (antes Anatema), entre otras. Ha obtenido cuatro veces el premio nacional de obras de teatro.


[Número 78 – Utopía y Literatura en América Latina]

 

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