Por Alfredo Coello
vivir demasiado
requiere algo más que tiempo.
Ch. Bukowski
Es voz y la escucha desborda la memoria. El habla de mis ancestros es página ya escrita durante muchos años. A quien sí escuché en las largas noches de invierno fue a mi abuela materna. Hablaba como si el misterio estuviese pegado a sus labios. Habló muchas cosas, muchas. Hoy recuerdo sus ojos grisáceos ya de tanto testimoniar sus recuerdos, ojos de mujer campesina.
Entre la pausa nocturna y el gozoso ensanchamiento de su imaginación se asomaron todos nuestros muertos a mi casa; fantasmas, leyendas, anécdotas de la provincia de Parral, entre el Valle de Allende y Jiménez. Todos ellos, en aquel entonces, vivos pueblitos de enorme memoria, espacios dedicados a figurar en la historia de todos nosotros; los que de alguna manera nos tocó nacer por esos territorios, costurados en nuestra memoria por gente brava y por otro lado, entretejidos en la historia del sueño Rarámuri.
Ellos Rarámuri son los primeros que poblaron y le conceden un carácter humano a estas extensiones territoriales en el imaginario del tesgüino, el peyote y su relación con la sierra misteriosa cubierta por las estaciones protectoras de sus seres queridos, tanto arriba como abajo, en medio del mundo y en el otro lado de la realidad; donde todos esperamos, algún día, habiten nuestras primigenias sonrisas. Son ellos los “otros” magos de pies alados y también personajes que desde su sueño construyen el mayor anhelo de vida: vivir para correr y correr para vivir. Ellos son los hijos del sol, los que caminan bien, decía nuestro entrañable amigo y paisano Carlos Montemayor.
El semi-desierto donde crecí nunca le faltó nada, solo, como él sólo, trepó enredándose a las noches estrelladas de mi infancia, fue entonces cuando escuché las carcajadas de los viejos tarahumaras al contar el origen y el presente desde sus leyendas y mitos, aún prendidos a su memoria colectiva:
“En el principio, el Sol y la Luna vivían solos y eran dos niños vestidos de hojas de palma que habitaban en una cabaña techada de lo mismo. No tenían vacas ni ovejas; ambos eran oscuros y el lucero de la mañana era el único que esparcía alguna luz sobre la tierra. La Luna comía piojos de la cabeza del Sol, y la Estrella de la Mañana vigilaba durante la noche. Había entonces seiscientos tarahumaras que no hallaban qué hacer debido a la oscuridad, pues no podían trabajar. Tenían que cogerse unos con otros de las manos para andar y a cada paso tropezaban; pero curaron al Sol y a la Luna tocándoles el pecho con crucecitas mojadas de tesgüino, y uno y otra comenzaron a brillar y a dar luz.” (Mito recopilado por Carl Lumholtz).
Este bello mito de las gentes que habitan el territorio por donde mi cuerpo nació, me recuerda muchas imágenes de mi niñez, pues varias veces a la semana los Rarámuri pasaban por nuestro barrio, ataviados con su taparrabo de manta y sus bellos cotones blancos, piernas morenas fuertes, altos de estatura; gente digna y energética. Siempre sojuzgada en la estupidez racista de los “blancos” mestizos.
A mi me asaltaba desde antes la imagen de algo que me pertenece y que ya perdido, no sabía donde encontrar esa niñez antes de morir en su juventud.
A la vez éste personaje que soy yo es otro que ya no existe. Sabía soñar en medio de tantos azares y luego de noche, cuando me veo rodeado de fantasmas entono cantos antiguos, llegan en vasos comunicantes sembrados por mis ancestros. Soy un simple imitador de todo lo no escrito en otros tiempos. Tal vez por esto pienso que todos nuestros muertos continúan su escritura en nuestra memoria y no en el olvido de sus recuerdos. Una buena pregunta. ¿Cuándo los inventas y no los conoces? O los conoces y ¿no los inventas?
Los Muertos Nacen. Los Muertos no Mueren
F. Pessoa
Son fantasmas que recorren los pasillos de mi imaginario, porque en el inicio del camino siempre habrá una huella a seguir. Los Rarámuri consideran al cuerpo como una casa para las almas, pueden entrar y salir de forma temporal, y más; cuando corren, afirman ser gente que atraviesan todas las dimensiones del tiempo.
Ellos corren, a veces, para encontrar las partes del cuerpo que ha dejado esparcidas por su camino otro Rarámuri. Entonces buscan sus palabras en el viento de la montaña y la voz de su sabiduría, en las agujas de los pinos y los abetos de la sierra Tarahumara. El paisaje forma parte del silencio interior en sus oraciones, invoca las almas que se abrigan del frío invierno entre las hendiduras de sus gigantescas rocas y en la memoria de sus ríos.
Tal vez es parte de mi tiempo de infancia. No tengo dudas. No recuerdo cómo y a lo mejor sí, saber quien me regaló un ardillón (un macho de huevitos negros) que los madereros bajaron de la sierra Tarahumara. Invoco hoy su memoria, mi padre me obligó a devolverlo a la sierra.
Cuando la sombra de mi infancia arranca entre surcos y cultivos (roca invisible) el memorial pedacero que fue mi calle de tierra, se cuela entre los espacios de mi vida como a las orillas del tiempo …
Me gusta el toque en las orillas del tiempo. Puede que me guste encontrar los puntos nodales donde no tiene importancia el espacio o el tiempo, sino la sensación donde se inscribe lo inimaginable.
Alfredo Coello; escritor, traductor, antropólogo y amante compulsivo de todos los insomnios posibles.