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La catarsis final

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Juan Antonio Rosado

 

 

Etimológicamente, la palabra catarsis, término médico, significa purificación. Desde un punto de vista histórico, este concepto ha adquirido, a mi juicio, tres grandes sentidos: 1) el aristotélico en el plano estético, concepto incierto porque Aristóteles, en su Poética,  no lo definió bien (nunca dijo en quién o quiénes se debía operar la catarsis; 2) el adquirido por sectas o grupos como los cátaros, que se consideraban (o consideran) “los puros”; 3) el sentido inquisitorial, que se traduce, en el seno de la cristiandad, en torturar, quemar, asesinar para “purificar” un alma supuestamente pecadora. Me centraré en este último que, por cierto, rescata un autor como Ernesto Sabato en su novela Sobre héroes y tumbas, cuando Alejandra quema su hogar, y en ese contexto se traduce como acto purgativo.

En el Manual de inquisidores, de Nicolau Eymeric (o Aymerich) (siglo XIV), se lee: “Dios ha castigado a los sodomitas que pecaban contra la ley natural (Gen. 19) ¡Bien por los juicios de Dios; he aquí nuestros ejemplos! A partir de entonces ¿por qué el papa no procedería, si tuviera los medios, como procede Dios?”. Luis Sala-Molins, en su ensayo sobre la policía de la fe, afirma que la fórmula libertina era decir “Cree o muere”, que traducido a la forma oficial sería extra ecclesiam nulla est salus, es decir “fuera de la iglesia no hay salvación”, frase terrible que orilla a la gente simple y miedosa a someterse, humillarse, dejar de pensar para obedecer a la autoridad al renunciar a su ya precaria capacidad racional o subordinarla a las razones e intereses del poder central. “Cree o te mato”, pensaban los inquisidores. ¿No siguen pensando así los fanáticos de cualquier creencia o incluso de cualquier afición?

Son tortuosos los caminos de la fe, del mito, de la imaginación. Sólo existe lo que podemos percibir con los sentidos o imaginar, pero al ser humano no le basta eso: quiere más, y sobre todo quiere un orden traducido en controlar y ser controlados. No hay nada más eficaz que las imágenes para atemorizar y, por tanto, controlar. Si desde siempre se nos ha vendido la idea de que nuestra “alma” es prestada y no nuestra; de que nosotros, con el libre albedrío, la manchamos (manchamos algo que no es nuestro), resulta claro por qué se exacerba la culpabilidad en tanto medio (y miedo) para controlar y persuadir. El típico discurso es que nacemos culpables: desde la cuna, algo ajeno está ya mancillado. ¿Por qué? Por un error que cometieron unos antepasados muy lejanos que no son, ciertamente, los chimpancés. Tal mácula, según esta castrada concepción, se hereda de generación a generación. El deber de los padres es limpiarla, purificar la pobre alma que heredó esa mancha. Por ello el primer bautismo es con agua y no con fuego (ya se hubieran extinguido los creyentes), pero el sentido catártico (y no necesariamente iniciático) es el mismo. Sería iniciático si, como en la antigüedad, el individuo tuviera conciencia, pero desde hace mucho que se abusa de un menor y, sin preguntarle (él o ella no sabría responder) se le bautiza dizque para limpiar esa culpa con que nació. Esta violenta intromisión en un cuerpo ajeno se repetirá en actos aún más aberrantes como la confesión, que también intenta generar catarsis, y acaso la última, la catarsis final, pues la muerte acecha y eso da miedito. No hay como depositar monedas en las alcancías  y contarle nuestras secretas perversiones a un monstruo para sentirnos a salvo.

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