Justino Rivera
Por Rosina Conde
Para Clarita Morales, por esas charlas al cruzar la frontera.
Cuando despertó, Justino Rivera se dio cuenta de que lo habían dejado solo. Los meseros levantaban las sillas para colocarlas patas arriba sobre las mesas y las teiboleras se habían retirado a sus camerinos. Solo quedaba el vapor del ron con cola flotando en el ambiente y, de pronto, extrañó ese antiguo olor a tabaco que normalmente acompañaba a los “humos del alcohol” junto a la voz de Chelo Silva. “Mátame, mátame, que yo sin tus besos no puedo vivir…”, tarareó entre sueños.
—Es hora de irnos, amigo —le dijo amablemente un mesero que le ayudó a levantarse, para acompañarlo hasta la salida del tugurio aquel de la calle Coahuila que empezaba a encender tímidamente las luces de los primeros minutos de la mañana.
—¿Qué hora es? —le preguntó.
Pero no hubo respuesta; simplemente, el mesero lo dejó en la puerta que se cerró tras él. Justino miró borrosamente esa calle que se abría de piernas ante sus ojos, pero que no le decía nada y difícilmente le mostraba un rasgo familiar. ¿En dónde estaba? El sol aparecía lentamente a lo lejos y la naciente luz proyectaba las imágenes que apenas empezaban a cobrar forma. Por ahí distinguió una gorra verde; más allá una playera estampada con una Virgen de Guadalupe; ciertamente miró un sarape, cuyas rayas de vivos colores le recordaron los días felices de su juventud en su pueblo natal; más claramente se le mostró una mujer con mirada dulce, pero estática, vestida con un manto azul, sobre las andas de un grupo de beatos que se dirigían hacia la iglesia… ¿Era día de la Virgen? Se persignó y se detuvo unos instantes para ver pasar la peregrinación, mientras rezaba un Padre nuestro y un Ave María. Le pareció que era un buen augurio. Luego, echó a andar por la calle que apenas empezaba a despertar al nuevo día.
El hambre le recordó que estaba vivo. Buscó con la mirada una fonda o cafetería, pero éstas no abrían sus puertas todavía. Se le acercó a un joven que esperaba su transporte en la esquina, para preguntarle por algún sitio para comer; pero el muchacho lo miró con repugnancia y caminó hacia el otro lado de la acera para esquivarlo. Entonces reparó en que apestaba a ron y a tabaco, y que tenía los pantalones teñidos de coca cola, con una gran mancha que semejaba una rueda de orines. “No te culpo”, pensó y, todavía tambaleante, siguió su camino a la deriva sin saber hacia donde dirigirse. Más adelante escuchó el grito de “¡tamales!”, y se olvidó de su olor y su apariencia para correr hacia el hombre que conducía la bicicleta con la olla del manjar azteca.
—¿Cuántos va a querer, amigo?
Fue cuando Justino se dio cuenta de que no traía dinero. Inútilmente hurgó en las bolsas de sus pantalones.
—¡Chingada madre! —exclamó avergonzado frente al tamalero.
Lo que no sabía era si se había gastado el dinero en alcohol y mujeres; si lo habían asaltado, o si lo había perdido todo jugando a las cartas. Dudó. Ahora, habría que aguantarse el hambre y caminar resignadamente hasta el bordo; buscar al grupo de amigos que había hecho en el tugurio para reunirse con el pollero; cruzar al otro lado esquivando a los migras, y enfrentarse a ese mundo ajeno y conflictivo que lo amenazaba, pero que le ofrecía una vida mejor.
—Allá todo es más bonito —le había dicho en cierta ocasión a su sobrino—. Allá, ¡hasta en el campo hay internete!
Ya empezaba a sentir los estragos de la cruda y extrañó el sabor de esos tamales que estaban a punto de escapársele. Miró sus manos ajadas por el trabajo de la tierra y recordó que no había tal pollero ni tales migrantes.
—¿Dónde crees que pueda conseguir un jale? —le preguntó al tamalero.
Éste se encogió de hombros, mientras lo miraba con lástima por su apariencia.
—No creo que así —le dijo señalándole la mancha con la mirada—. Pero no lejos de aquí está el mercado: quién quita y allí saque algunas monedas como cargador —y sintiendo lástima por Justino, sacó un tamal de la olla y se lo ofreció, despidiéndose—. Suerte, amigo.
—Gracias —emitió Justino en voz casi inaudible y se metió el tamal en la boca como si no hubiera comido en varios años.
En el mercado ya empezaban a llegar los comerciantes con sus cargamentos de frutas, verduras y mercancías variadas. Justino se amontonaba junto con otros cargadores para ofrecerles sus servicios; pero todos lo miraban con desconfianza y rechazándolo por su apariencia. Frustrado, se le acercó al dueño de un troque lleno de huacales con jitomates.
—Déjame echarte una mano, amigo —le dijo solícito.
—Yo te recomendaría que fueras a cambiarte de ropa: estás muy sucio.
—Hazme la balona —le dijo con tono de ruego—: ayer me deportaron y necesito ganarme una lana pa regresarme a los Estéits.
—Ándale, pues.
Emocionado, Justino empezó a acarrear los huacales a los puestos que le indicaba Filomeno.
—¿En dónde te cacharon?
—En Nachonal City. Bajé a comprarme unos pantalones; allí se me ocurrió entrar a un billar a entretenerme un rato, y me pelié con unos güeros. Como no traía papeles, los migras me echaron pa’trás.
—¡Mala racha!
—Sí, mala racha.
Filomeno lo miró dubitativo. Le hizo un gesto de desagrado porque olía a alcohol.
—¿Y de dónde sacaste dinero para el pisto?
Justino dudó unos instantes; pero rápidamente improvisó.
—Pues, uno de los compas que venía en el grupo de los deportados tenía unos primos aquí y nos invitaron los tragos. Tú sabes, para que se nos bajaran la frustración y el coraje —Justino hizo una pausa y luego agregó cambiando el tono—. Lo malo es que la vieja no sabe dónde estoy, y ha de creer que me le juyí. Por eso necesito regresar.
—No… pos va a estar retedifícil.
—¿Cómo…?
—¿Pues qué no sabes que por este lado ya no se puede cruzar?: hay doble barda y los migras andan por todo el bordo.
—Pero si apenas ayer hablé con el pollero.
—¡Qué raro!, si ya todos se fueron pa Sonoyta. Pero si tú dices…
Justino se rascó la cabeza como sorprendido; luego, siguió acarreando huacales. Al terminar, el sol apuntaba para subir de intensidad. Filomeno le extendió unos billetes.
—Lamento no poder darte más. Tendrás que jalarle duro para completar lo del pollero.
—Gracias, compa… No sabes cuánto te lo agradezco…
—No tienes que darme las gracias. Procura hacerte de unos pantalones nuevos, aunque sean de segunda o de saldo.
—Sí, sí, compa, gracias…
Justino Rivera se había traído el desierto de Altar a la ciudad. Se lo trajo a cuestas, en los zapatos y en el pulso, con la intención de cruzar al Gigante del Norte y enterrarlo en la entrada de su futura casa; pero después de haber sido deportado varias veces y perdido todo su dinero, había desperdigado la poca arena que le quedaba en la entrada de una casucha que había construido con pedazos de cartón y desechos de madera en el Cañón Zapata en los años ochenta. Desde ahí vislumbró a los migras en sus juegos del Diablillo cojo o Doña Blanca, como les llamaba él a las cacerías de pollos; desde ahí vio cómo algunos lograron cruzar sin contratiempos, y otros fueron perseguidos por los helicópteros con sus luces infrarrojas, y atrapados y encerrados en una van para ser deportados después por el cruce fronterizo de San Ysidro-Tijuana. Desde ahí, también, vio caer a algunos de sus compatriotas ante el asalto de los oportunistas, y cómo creció el bordo después de la guerra del Golfo. Sin la menor intención de cruzar nuevamente hacia Gringolandia, como él y otros la llamaban, Justino Rivera vivió algún tiempo de hacer tortas de huevo con jamón para venderles a los migrantes, mientras esperaban la puesta de sol para caminar en la búsqueda de nuevos horizontes; pero ahora que el bordo había crecido hacia lo alto y los pollos habían cambiado su ruta, Justino Rivera se las ingeniaba para conseguir dinero para sus tragos de alcohol y fichas para las teiboleras de los congales de la avenida Revolución, aunque eso también había cambiado: no solo vio cómo la Revolución se vino en decadencia, sino que la vio morir con la guerra de los cárteles.
Justino Rivera regresó al crucero de la Segunda y Revolución, y miró en dirección al sur para ver con nostalgia la larga avenida, otrora viva y bullanguera, con sus burros rayados y los cantos de las maderas de sus marimbas; pero muerta ahora, con sus centros nocturnos clausurados, cayéndose algunos, como el Aloha. Le pareció ver una ciudad fantasma, y por ahí vio correr a Chaplin, más allá a Jack Kerouak, Jerome Rothenberg, Allen Ginsberg, Ferlingetty, McClure, Herb Alpert o Carlos Santana. Las más bellas mujeres desfilaron ante sus ojos, acompañadas por su marido para divorciarse con los abogados de la calle Segunda o del brazo de sus amantes, como Elizabeth Taylor o Rita Hayworth. Eran muchos los cuentos y leyendas que se narraban sobre Tijuana, en particular sobre la avenida Revolución, esa Revolución que había decaído junto con él, año tras año, mientras iba y venía de un lado para otro, ya de Chicago, ya de Encinitas, ya de Los Ángeles… mientras las leyes migratorias de los “Estéits” le abrían o cerraban sus puertas, conforme los vaivenes de las guerras y las crisis económicas, mientras los planes Guardian y Minuteman militarizaban y cerraban cada vez más las fronteras. Justino Rivera, uno de los tantos hombres que habían transitado esa avenida voluptuosa y seductora antes de irse al bordo para cruzar del otro lado, recordó los rituales que se realizaban después de contratar al pollero: bailar con las ficheras y beber hasta embriagarse; deslizar los últimos billetes mexicanos en las bragas de las teiboleras; armar camorra en alguna cantina para soltar el sudor y purificarse. Pero eso había quedado atrás… Ahora, nada más por no perder la costumbre y revivir esos años de gloria, realizaba el ritual todas las noches después de ganarse unos billetes en el mercado o de pedir “cooperación” a los turistas que pacientemente hacían cola en el cruce fronterizo, según esto para regresar a su pueblo o a los Estados Unidos.
Después de observar detenidamente todos y cada uno de los locales de la avenida Revolución que poco a poco habían cerrado sus puertas, Justino Rivera dejó caer los hombros y caminó por la Segunda hacia “la línea”, como le llamaban los tijuanenses.
—Hola, Justino —le dijo una mujer que, también, desde hacía años, les pedía “cooperación para su boleto de camión para regresar a su pueblo” a los conductores que hacían fila para cruzar a los Estados Unidos.
—Qué tal, Lupita.
—¿Todavía no juntas para tu boleto?
—No. ¿Y tú?
—No: está redura la vida y poco se junta en estos días. Cada vez cruzan menos güeros y los locales ya no me dan nada.
—Hoy es Día de la Virgen… tal vez hoy…
—Sí: tal vez hoy. Suerte.
—Sí, suerte.
Y ambos continuaron con su rutina, repitiendo las palabras mágicas que les abrirían las puertas de una vida mejor, en este o quizás en otro mundo.