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Influencias y literatura por Manuel Iris



A pesar del título, no quiero hablar aquí de lo que normalmente se denomina
influencias literarias. Es decir, de cómo (la idea es de Eliot) el trabajo de un poeta
adquiere significado en relación con el de los otros, muertos y vivos, que forman su
tradición. O del hecho indudable de que un escritor elige, y de algún modo crea, sus
propios antepasados, a los que Borges llama sus precursores, y a los que Harold
Bloom convierte en el origen de un infierno llamado ansiedad de las influencias:
problemática angustia nacida del hecho de admirar al poeta de cuya sombra uno debe
desmarcarse, independizarse, al cual uno debe anular. Todo eso es verdad y, sin
embargo, me parece incompleto, precisamente por el modo en el que,
inadvertidamente, se excluye todo lo no-libresco de lo literario.

Como yo lo entiendo, una influencia debe ser considerada literaria no por
provenir de la literatura, sino por resultar en ella. Una experiencia vital no-libresca, no
leída, se vuelve literaria cuando rinde frutos verbales de largo alcance. La aplastante
autoridad de Hermann Kafka sobre su hijo ha dado como resultado no solamente un
grupo de textos, sino una literatura. Es decir: esa vivencia sobrepasó los límites de la
anécdota y la referencia biográfica, para ser en un factor que ha modelado el estilo de
un autor y, a partir de esto mismo, el de muchos otros. Ha sido una experiencia que ha
dejado huellas estilísticas permanentes y rastreables en la obra de un escritor que
luego se ha convertido en precursor de otros. Esta permanencia y trascendencia
distinguen la influencia de la referencia biográfica, que suele mantenerse en uno o en
pocos textos, y que no suscita alteraciones mayores el estilo de un autor o de sus
descendientes.

En su ensayo titulado El taller blanco, que puede y debe ser leído como poética
personal, Eugenio Montejo— autor entrañable y precursor de muchos poetas jóvenes
latinoamericanos— habla de su experiencia en la panadería de su padre, y del modo
en que dicha vivencia incidió en su literatura de modo permanente (quiero insistir en
esa permanencia como distinción entra influencia y anécdota), con las siguientes
palabras:


Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero. Se
inició, como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos, y
llegó a ser con los años maestro de cuadra, hasta poseer más
tarde su propia panadería, el taller que cobijó buena parte de mi
infancia.
(…)
En el taller blanco tal vez quedó fijado para mí uno de esos
ámbitos míticos que Bachelard ha recreado al analizar la poética
del espacio. La harina es la sustancia esencial que en mi memoria
resguarda aquellos años. Su blancura lo contagiaba todo: las
pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos,
las palabras.
(…)
Hablo de un aprendizaje poético real, de técnicas que aún empleo
en mis noches de trabajo, pues no deseo metaforizar adrede un
simple recuerdo.


La paciencia, la lentitud, la blancura y el silencio encerrados en la panadería
nocturna modelaron de algún modo la escritura, el estilo, de Montejo. O, para decirlo de
otro modo, se transformaron en un rasgo permanente de su obra. El taller blanco
trascendió la anécdota para convertirse en influencia literaria. Luego, la experiencia de
Montejo, ya convertida en literatura, es influencia de otros poetas. De modo que un
autor siempre está bajo la influencia de lo que lee y lo que vive, pero a su vez todo lo
que leemos se encuentra influido por lo libresco, y por lo no-libresco, que ha llegado a
alcanzar el rango de influencia literaria. Digo rango porque no toda experiencia, ni
tampoco toda lectura, logran alcanzar dicha categoría. Una influencia se vuelve literaria
por terminar en el mundo escritural, provenga o no provenga de ahí.

Las experiencias vitales de Cervantes, Sor Juana o Virginia Woolf, y no
solamente los libros que leyeron, modelaron su obra: modificaron su estilo y su manera
de aproximarse a lo textual. Pero nosotros recibimos sus libros, y en ellos (a menos
que sea claramente declarada) la procedencia vital o libresca de sus influencias es
indistinguible. Lo leído influencia la escritura, por supuesto, pero lo escrito es vida: leer
es vivir, y viceversa.

Personalmente, en materia de poesía, le debo a mis abuelas tanto como a los
libros que he leído y que leeré. Mi gusto por el sonido (la imitación) de la oralidad en el
poema, por lo natural de verso, así como cierta inclinación por la luz, por la alegría
serena, vienen de esas presencias. Esto es, me parece, una influencia literaria que no
define toda mi escritura, pero que ayuda a entender una parte de su origen.
Como los seres humanos, los seres literarios no se definen por el sitio o las
experiencias de las que provienen, sino por lo que resulta—lo que hacen— con ello.

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