El poema / el poeta: quién miente



Estos últimos días me he acercado a la poesía de una forma poco común, un tanto ociosa, preguntándome si esta puede mentir, como si se falseara una declaración bajo juramento. He pensado bien mi reflexión final y puedo decir tajantemente que no, la poesía no miente, pues su fin no es ser portadora de una sola verdad, sino de varias; por eso es que el poema suele contener múltiples lecturas, todas ellas de acuerdo a lo que el lector esté buscando o quiera hallar en sus versos. Ahora bien, si a la poesía no le es dado mentir, tal vez el caso de su oficiante, el poeta, sea diferente. Esto lo supieron en distintas épocas e idiomas, Fernando Pessoa y Ángel Gonzáles.

El primero, mentiroso entre los mentirosos, si tomamos en cuenta que la mayor parte de su obra la ocultó bajo el nombre de distintos heterónimos, escribió: El poeta es un fingidor que finge constantemente, / que hasta finge que es dolor, el dolor que en verdad siente. Por su parte, el poeta español, prefiere expresar sus ideas con una anécdota de tono familiar, como si él la hubiese presenciado: Al lector se le llenaron de pronto los ojos de lágrimas, / y una voz cariñosa le susurró al oído: / —¿Por qué lloras, si todo / en este libro es de mentira? / Y él respondió: / —Lo sé; / pero lo que yo siento es de verdad. La misma verdad me hecha su luz en estos dos poemas; seguro tienen otros significados, pero prefiero acercarme a sus versos como si fueran parte de una misma agua. El hacedor de poesía, mediante sus herramientas, puede inventarse la anécdota, el sentimiento, la imagen visual; si esto se logra bien, la fuerza evocadora de los versos será ineludible verdad para los tímpanos del lector, no porque éste crea lo que el poema dice, sino porque es invitado a imaginar que lo vive de acuerdo a su experiencia.

Robert Creeley al contrario de Pessoa y Gonzáles, ve desde otra perspectiva aquello de las mentiras y los fingimientos; prefiere abordarlo no ya desde el sentir, sino desde el destino del poema.



Se están llevando todas mis cartas, y las
arrojan al fuego.
Veo las llamas, etc.
Pero no me importa, etc.

Queman todo lo que tengo, o lo poco que
tengo. No me importa, etc.

El poema supremo, dirigido al
vacío—este es el coraje


necesario. Esto es algo
muy distinto.




El poema se llama The Dishonest Mail Man, y lo tradujo Alberto Girri. Las cuatro estrofas que contiene no resuelven del todo la incógnita planteada en el título: no sabemos exactamente quién o qué es el cartero deshonesto. Cada verso es tan sugerente por sí mismo que llama a que lo interpretemos a nuestro gusto. Incluso el título es ya un poema, breve, pero de igual potencia que el texto que le sigue. En resumidas cuentas, esto me dicen los 10 versos de Creeley: el mejor de los poemas es el que está extraviado, ya porque aún no se escribe o lo borró el tiempo. Entonces, hay una promesa de gran poema alrededor de este silencio. Luego, el cartero deshonesto es quien habla y le quitan las cartas, o sea es el poeta. 2) los carteros deshonestos son quienes se llevan las cartas del poeta.

En el primer caso los poetas son carteros deshonestos porque tras cada página existe la promesa de que “ahora sí” vendrá el poema supremo, y seguro no lo será. En el segundo caso los carteros deshonestos parecieran ser una especie de filtro que pone a prueba a los poemas, los queman, se deshacen de ellos, como si quisieran encontrar el texto definitivo; nunca lo lograrán. Ambas interpretaciones están condenadas a un loop poético, de buscar y esperar el poema más logrado. Lo que no dice Creeley es que la existencia de éste no está en manos de su hacedor, sino de sus futuros lectores. Pessoa es el ejemplo más claro, entendemos sus escritos más ahora (o al menos eso sentimos) que en los días en los que mintió a través de sus heterónimos. El poeta miente; el poema no, su destino va más allá del laberinto de mentiras y verdades del tiempo. Queda una advertencia: si se valora la supervivencia del poema tendrá que ser capaz de seguir sugiriendo de acuerdo al momento y lugar en el que sea leído.


POR MARCO ANTONIO MURILLO

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