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Cuentos de Mohamed El Fouly traducidos por Mohamed Aboudeif

Recuerdos en el aire
ذكريات هوائية



Recuerdos en el aire
ذكريات هوائية

Cierro los ojos para ver más hondo
y siento
que me apuñalan fría,
justamente,
con ese hierro viejo: la memoria.
 
Ángel González
 

Era uno de estos episodios de insomnio que sufro con frecuencia. No suelo pensar en el
pasado, cuando se me presentan, ya que lo pasado, pasado está. En la cama, doy vueltas a
derecha e izquierda. Siempre pienso en el mañana, y no más en el pasado.  Es inútil
intentarlo; no podré dormir. Salgo del cuarto donde dejé bien dormida a mi esposa. Me
tropiezo con uno de los juguetes que siempre deja tirados mi hija, mientras camino en el
pasillo. ¡Malditos sean estos bloques de construcción! Si no tienes cuidado, en su estado
suelto, tiene el mismo efecto de las armas blancas. Los recojo del suelo y me dirijo al salón
donde intento recuperar mi infancia armando las figuras originales. No lo consigo: no gozo
de ninguna habilidad manual, incluso en los asuntos más triviales. Es un defecto que se
puede agregar a la larga lista de mis carencias. Pienso en eso sentado en el sillón, cuyo
incómodo relleno tenemos que aguantar; no lo supimos escoger bien, y por el momento la
situación económica no ayuda para cambiarlo.

Agarro el control y cambio de canales. Más de mil opciones y nada me llama la
atención: “Matan a seis civiles” “Con la empresa Alsaudia”.  “¡¿Escuchas lo que dices,
güey?!”… “Única y exclusivamente”… “You Can’t handle the truth”. Nada interesante que
ver. No sé por qué ahora me persiguen recuerdos del pasado. Es muy raro que eso me
suceda: recuerdo a mi padre en su chilaba blanca. Veo su rostro redondo de color vinoso,
sus ojos verdes, su calva cubierta de pelo canoso por los laterales, y su distintivo bigote del
mismo color.

De la nada, me encuentro trasladado al antiguo departamento de la familia: en la
calle de Ibrahim Rifaei. Ahí está mi padre, sentado en el salón, frente a la mesa marrón, que
cubrió con una vieja manta verde, que algunas de sus partes se convirtieron en amarillo por
las quemaduras de la plancha.  Sobre la manta puso una sábana grande que amarró de sus
cuatro esquinas por debajo de la mesa. El viejo se está preparando para la famosa tradición
del viernes: planchar la ropa mientras nosotros vemos la tele.

A Hajj Salah 1 no le gustaba usar los servicios del tintorero. Prefería realizar su ritual del
planchado personalmente, aunque tardara unas tres horas o incluso más. Nunca pude
entender el motivo de amarrar las extremidades de la sábana por debajo de la mesa.
Entiendo que la razón de poner la manta y la sábana es para proteger la madera del calor y
de las quemaduras; pero la idea de envolver la mesa como si fuera un regalo, mostrando así
sus nudos por debajo, sigue siendo un misterio.

Ahí está llamándome. Sé lo que me espera. El ritual del viernes no estaría completo
sin pedírmelo. ¡Me lo pedirá de nuevo…! ¡Ya me lo pidió! Como siempre, obedezco de
mala gana. Me dirijo a la puerta del departamento; la abro mientras mi hermano mayor se
dirige a abrir la ventana de nuestra habitación, con vista al patio de luces. Subo estos dos
pisos que nos separan de la puerta, de acero verde, que divide los dos primeros pisos del
departamento donde vive Hajj Abu Shaaban 2 , el dueño del edificio. Toco la aldaba de su
puerta, como solía ocurrir. Se oyen los pasos de alguien que camina con pesadez. Ha de ser
la esposa del dueño. Se apoda» la señora». Me enteré de su verdadero nombre después de
unos años de mudarnos de aquí. Durante todo el período en que viví en esta casa;
simplemente la conocía como Umm Shaaban 3 . Le pido un permiso para subir a la azotea,
me abre la puerta con una sonrisa forzada. Subo las escaleras que aíslan el piso de la familia
del dueño y de la azotea. Recupero el aliento antes de dirigirme al patio de luces. Me
detengo en la mitad de la azotea para ver el horizonte. Las casas apiladas que me rodean, no
me permiten ver nada. No vi el horizonte. no lo veo. Quizá nunca lo veré.

Me recompongo. Es cierto que no pude ver el horizonte, pero sé lo que me espera.
Serán unos 15 o quizá 30 minutos llenos de intentos inútiles y desesperados para orientar la
antena o “Erial”, 4 como solemos decir coloquialmente con el propósito de que el televisor
capte la señal de los canales disponibles. No son mil canales, únicamente son: el canal 1, el
canal 2, el canal 3, el canal de Nile TV y algunos canales de provincias que se proyectan en
buena calidad.

El Hajj Salah dejará de planchar y se sentará en el sillón de la sala estilo Asiuty 5 . A
pesar de sus defectos, ahora reconozco que su sillón es más cómodo que el sillón
“moderno” que mi esposa y yo escogimos para nuestro moderno y elegante departamento.
Él tomará el control del televisor de la sala, y empezará a cambiar de canales. Mi hermano
mayor se posicionará cerca del patio de luces de nuestra habitación. Yo estoy tres pisos
encima orientando la antena con cuidado hacia la derecha e izquierda, conforme las
instrucciones de mi hermano, quien por su parte, me las transmite gritando por medio del
vacío del patio de luces, confiando en las instrucciones y el juicio del Hajj Salah sobre la
calidad de la imagen. 

Me aburriré después de los 10 minutos, y ahí voy: desesperado, giro la antena de
derecha a izquierda. Seguro que la calidad varía: óptima calidad, mala calidad, pésima
calidad y aceptable.  De pronto, suelto la antena. Llega el grito de mi hermano pidiéndome
poner fin a esta “locura”. Mi hermano sabe bien cómo es la tarea. Él mismo la ha hecho.
Nos atrapó la desesperación; es imposible ajustar la imagen de los diez canales. Nos
quedamos roncos de tanto gritar. Tal vez sea mi madre quien le pedirá a mi padre que me
deje bajar en este momento: “para que no se resfríe”. Ella me salvó; por fin, güey. Recibo
con alegría la noticia de mi hermano, y me preparo para bajar. He visto el programa
llamado Mundo Animal; por eso he aprendido mucho sobre la serpiente de cascabel. Pronto
empezará, en el canal 2, una película extranjera; pero en el momento que bajo y abro la
puerta, no me encuentro en nuestro antiguo departamento, en la calle de Ibrahim Rifaei.
Me ubico en el cuarto de un hospital. Odio los hospitales. Detesto a los médicos.

Aborrezco la enfermedad. Mi papá ya no es como antes. No sé cuándo acabó de planchar su
ropa, ni cuándo perdió el color vinoso de su rostro, ni cómo se marchitaron sus ojos verdes,
o cómo se le cayó el pelo gris, ni adónde se le fue el bigote. Ya no soy un niño. En los
pocos minutos que me llevó bajar de la azotea, me he convertido en un joven en su tercer
año de universidad. Al terminar mis clases, fui a ver a mi padre como siempre.  El cáncer
ya se había propagado; lo había convertido en una versión demacrada y tenue, una distinta
de la que había conocido. A pesar de la determinación de mi padre, en algunas veces
crueldad, poseía de mucho amor y bondad.

No sé por qué durante toda mi vida, específicamente en la etapa de la enfermedad
que le diagnosticaron muy tarde, y sólo pudo resistir tres meses. No lo abracé, ni lo besé.
Tampoco le dije que le perdonaba por todos los castigos que me dio. No sé por qué no le
pedí perdón por no asimilar que se iba pronto, por desear a veces haber nacido en otra
familia, por estas veces que estaba orientando la antena con desesperación y arruinar así
uno de sus placeres del viernes.

Apago la tele y me fluyen pocas lágrimas. Agarro de nuevo los bloques de
construcción de mi hija de cuatro años; esta vez, logro armar una figura original. Me dirijo
a su habitación y la observo; duerme abrazando a su muñeca favorita. Sus respiros son
excesivos como los de su madre. Los párpados de sus pequeños ojos tiemblan como los
míos. Con cuidado le doy un beso en la mejilla. Salgo de su habitación, y me dirijo a la
mía. Tiro mi cuerpo al lado de mi esposa dormida y cierro los ojos. El día siguiente, al
abrirlos, no me encuentro en mi habitación; me ubico en la habitación de un hospital.
Delante mío una guapa chica blanca. El color de su cabello cambia entre marrón y amarillo
según sus movimientos bajo la luz lúgubre. Ella parece triste. Sus ojos son pequeños como
los míos. Se me acerca y me da un beso en la mejilla. Me abraza y me dice que me quiere,
pero soy incapaz de responderle. De lejos me llega el olor del planchado de ropa, escucho
la voz del Hajj Salah pidiéndome por última vez que suba, y de fondo resuena el sonido del
cascabel de la serpiente.


Notas del traductor:
1. Tratamiento a quienes realizan la peregrinación.
2. Los árabes se llaman entre sí por el sobrenombre, y se forma de la siguiente manera:
Abou significa “padre de”, seguido del nombre del hijo mayor.
3. La palabra “Umm” significa “madre de”, seguida del nombre del hijo mayor.
4. Palabra coloquial derivada del inglés aerial.
5. Estilo antiguo de sala caracterizado por su simpleza y durabilidad.





Sobre el autor:
Mohamed El Fouly es un escritor, periodista, y traductor egipcio. Nació en 1986 y se
graduó en la Facultad de Letras de la Universidad de El Cairo.



Sobre el traductor:
Mohamed Aboudeif nació en El Cairo, Egipto. Tiene 33 años. Cursó la carrera de
Administración de Empresas en la Universidad Latinoamericana. En los últimos dos años,
ha tomado muchos cursos de traducción. Hasta ahora, tiene dos publicaciones: la primera es
una traducción de un cuento corto; la segunda, un artículo sobre los sismos en México.

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