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Benita y Bonita*

Angelina Muñiz—Huberman**

 

Debió ser por la vida sexual tan tranquila y ordenada que tuvo por lo que empezó a contarle a su hija todo tipo de perversión, anomalía, reversión e inversión.

No ejecutó actos imprevistos, súbitos o alterados. Siempre siguió las reglas. Siempre en orden. No hizo el amor bajo la mesa de la cocina, ni sobre el piso del elevador. Ni en equilibrio sobre una valla. Tampoco en la oscuridad del cine en la última fila. Mucho menos en el vestidor del almacén. No. No. Nada de eso. Ni siquiera a pleno sol o a plena luna: en medio de una visita; tras bambalinas o en el centro del escenario.

Entonces, ¿qué hazaña logró en su vida? Pues valerse de la perversión mental. Convirtió a su hija al mundo de la sexualidad obsesiva. Todo acto, todo gesto, toda palabra hacían referencia a ese único mundo. Enseñó a su hija algunas reglas. En primer lugar, que la vista se dirige a alguna de las partes pudendas de las personas, sin importar sexo, edad, parentesco, ideología, ni nacionalidad. En segundo lugar, al resto de las partes. En tercer lugar, hay que sacar una conclusión de la totalidad. En cuarto lugar, calificar. En quinto lugar, aceptar o rechazar. En sexto lugar, exaltar la mente. En séptimo lugar, reconocer que la imaginación es en realidad. En octavo lugar, descubrir que todo es posible en la pasividad. En noveno lugar, situar los atributos del sexo en la razón. En décimo lugar, concluir que el sexo se aposenta en la cabeza.

Armada con tales preceptos. Benita, la hija de Bonita exploraba los cuerpos desde una cómoda objetividad y sin peligro alguno. Deploraba la pérdida de la capilaridad que había obligado al ser humano a cubrirse con pieles ajenas a la suya. Porque al cubrirse con pieles ajenas cometió el error de creer que su verdadera piel era defectuosa o semicruda y que, por lo tanto, no debería exhibirse. Si no debería exhibirse es que algo andaba mal. Y si algo andaba mal, todo andaba mal. Se le ocurrió que las partes generadoras, por el extraño poder –pudor— que tenían y por su fragilidad, deberían ocultarse más que cualquier otra parte. Protegerse del mal de ojo y de toda forma de hechicería. En cierto sentido. Benita había aprendido de Bonita a traspasar las pieles artificiales para llegar a las verdaderas. El menor pliegue de la ropa, abultamiento o vacío despertaba de inmediato la imagen de unas formas reales o irreales, porque claro está, Benita aún no conocía el desnudo y sus variantes. La vaga idea que tenía del cuerpo humano era por intermedio del suyo, un cuerpo infantil, no desarrollado, y por el de su madre que no vacilaba en exhibirse sin ropa ante ella. No había visto a un hombre desnudo y en las pinturas o en las estatuas siempre había un lienzo o una hoja incomoda que imposibilitaba el conocimiento. Así que el cuerpo era un misterio. Era un misterio que a ella, Benita, le parecía que podría desentrañar algún día. Si bien para su madre. Bonita, era una obsesión. Por eso mismo fue para ella el tema natural por excelencia. Podía mencionar todas las partes del cuerpo sin sonrojarse y sin que le creara ninguna tensión lingüística ni trasposiciones retoricas, por que el pan era pan y el vino, vino. Su manera de hablar era precisa y espontanea: no ocultaba pensamientos ni sentimientos. Y esto se lo debía a su relación con el cuerpo que, al mismo tiempo que le era neutro, le era presente en todo momento.

Esta intimidad entre Benita y Bonita era un huerto cerrado que nadie traspasaba. Por algo, la lectura favorita que le hacía Bonita a Benita era el Cantar de los cantares. Donde lo erótico se funde con lo hermético y lo bello con lo doliente. Cuando se planteaba el problema de la virginidad, Bonita le explicaba a Benita que se puede seguir siendo virgen y gozar de todas las satisfacciones sexuales (por lo del huerto cerrado, huerto sellado). Que hasta se había dado el caso de embarazos sin rompimiento del himen: desde los divinos hasta los profanos. Ahí estaba la prima María de la Luz, virgen y casada aunque ni monja ni mártir.

Pero Benita se distraía a veces o tal vez no llegaba a entender lo que se le decía. O, a lo mejor, no le interesaba tanto la materia. ¿Quién ha dicho que hay que estár obsesionada por el mundo sexual aparte de su madre? (¡Freud!) Por eso, cuando se distraía le quedaban pequeños huecos que luego no sabía cómo rellenar y se daba a la libre invención. Después, en sueños, le surgían imágenes, relaciones, posturas que, al día siguiente, consultora con Bonita. ¿Se puede hacer el amor con un perro pastor alemán? ¿Con un cojo? ¿Con un manco? ¿Con un cojo y manco a la vez? ¿Con un enano? ¿Con un gigante? ¿Con un duende, con un gnomo o con un elfo?

Preguntas todas ellas que le eran contestadas religiosamente por Bonita. Con pelos y señales. Así que Benita se estaba convirtiendo en una auténtica enciclopedia del conocimiento sexual.

Cuando Benita y Bonita salían a la calle se dedicaban a un juego que habían inventado. Consistía en escoger hombres guapos a los cuales mirar insistentemente, pero nada más. Descubrir desde lejos a quien venía caminando en dirección contraria: clavar los ojos en él: apreciar los rasgos de su cara: luego ir bajando la mirada por su cuerpo hasta recorrerlo todo. Lo que habían aprendido de la técnica descriptiva del Cantar de los Cantares lo aplicaban, sólo que al sexo masculino. Con esto se divertían y alargaban su paseo por las calles de la ciudad. Se conocían los lugares por los hombres que habían visto y solían regresar para encontrarlos de nuevo. Hacían esto mismo si viajaban en un autobús o en un tranvía. El juego progresaba mientras más rasgos y formas bellas habían descubierto. Si algo se le escaba a Benita, Bonita se lo señalaba, y a la inversa también. Así iban conformando una de las más perfectas artes de amar, de cortejar, de seducir. Claro que a larga distancia: por lo menos de dos metros.

En sus paseos callejeros solía ocurrir que ellas fueran el objeto de observación y que, palabras pertenecientes al lenguaje amoroso, desde el vulgar hasta el refinado, les fueran dirigidas. Ahí se establecía una fuerte discusión sobre hacía quién habían sido dirigidas. Benita y Bonita eran implacables y cada una se atribuía los requiebros escuchados. Sobre todo se detenían en uno, en el colmo de la elaboración, que cada uno quería celosamente para sí. “Ay, si tú quisieras, yo contigo construiría mi jardín particular”. De inmediato se lo imaginaron: sí, claro, estarían desnudas en ese jardín particular que sería de altos muros, de espesa vegetación y flores olorosas, ah, y una fuente en el centro, y pájaros en los árboles. Benita desplazaba a Bonita y Bonita a Benita. Que me lo dijo a mí. Que no, a mí.

De este modo empezaron la rivalidad y las peleas entre madre e hija. Cuál de los dos sería mejor amante. Cuál de las dos era más bella. Cuál tenía el cuerpo más perfecto. Benita estaba en desventaja pues a los ocho años aún no podía adivinarse cómo iba a evolucionar. Pero sabía defenderse al predecir para sí maravillas y prodigios: que, claro, por ser futuras, no podían comprobarse. Esto preocupaba a Bonita, pues su hija podría convertirse en un peligro para ella. ¿Y si la sobrepasaba? ¿Y si sus enseñanzas se quedaban cortas ante quien tan precozmente había empezado a conocer el arte teórico de amar? Debía infiltrarle una mayor obsesión, pues observaba que Benita no estaba afectada y que lo había tomado a juego. No, no, la cosa era sería. Así que redoblaba esfuerzos y le compró, para mayor abundamiento el Kama Sutra, para que se ilustrara con las páginas y páginas de fotografías eróticas y aprendiera, de manera visual, las posibles formas, combinaciones, lucubraciones, fantasías, invenciones del ser humano que no se conforma con ser animal. ¿Una sola posición? No, qué va: todas las variantes habidas y por haber.

Pero Benita no se inmutaba ni sentía pánico. Pertenecía a la generación liberada. Era Bonita quien había contribuido a esa liberación. Es más, lo que había logrado era la perfección: eliminar el sentimiento de culpa. El sexo es para divertirse, le decía Benita. Entonces, ¿por qué se molestaba de la tranquilidad de Benita? Pues porque le costaba trabajo conformarse con una sola cosa: o lo bueno: o lo malo. Ahora, Bonita, sentía envidia de que su hija no sufriera lo que ella había sufrido. Pues, en el fondo, Bonita se juzgaba severamente, como alguien ejecutando un acto clandestino.

Entonces, empezó a ocurrir un fenómeno a lo bumerán. Se le revirtieron sus enseñanzas. Decidió dar un paso en la instrucción de su hija. Se dijo: le voy a hablar del homosexualismo. Comenzó con el homosexualismo masculino, pues así alejaba un poco el tema al que quería llegar en realidad. Benita se extrañó algo al principio, pero, enseguida encontró un símil: Ah, ¿cómo los perros de la calle? Con lo cual derrotó a Bonita.

Que su hija fuera alumna tan brillante ya no le estaba haciendo gracia a Bonita. El bumerán casi estaba tocando base.

Bonita pensó que podía dar el paso siguiente al cual Benita le estaba orillando. Déjame que te diga que también hay homosexualismo entre mujeres. Con lo cual Benita soltó la carcajada pues no podía explicarse cómo sería eso. Bonita recuperó la confianza perdida y se sintió con ventaja y alevosía de nuevo. Otro día te lo diré. Para mantenerla con curiosidad.

Luego que Benita aprendió los detalles del amor femenino se quedó cavilando un buen rato. Después de todas las cosas que ya sabía, otras más no le causaban sorpresa. Era cuestión de gustos. Lo que sí le estaba empezando a surgir era una duda: ante tan amplio panorama, ¿qué habría de escoger ella cuando fuera grande? Bueno, esto le parecía todavía muy lejano, aparte de que se encontraba por encima del bien y del mal. En la escuela algunas niñas empezaban a tocar el tema de marras, pero eran ignorantes y decidió no aclararles nada. Su cátedra era intransferible. Su conocimiento, para iniciados. Su lenguaje, demasiado especializado. ¿Quién habría de entenderla si salía con palabras como coitus interruptus, fellatio, cunilingus y otros latinajos? Tenía un compañero que era monaguillo pero seguramente la terminología teológica era diferente. Mejor no intentarlo. Imposible hablar con niños de su edad.

El mundo cognoscitivo de Benita se reducía al de Bonita. El aprendizaje avanzaba. Ahora Benita comprendía muchas alusiones de los cuentos de hadas (como eso de retirarse a una apartada cámara) y ciertos cortes en las películas que veía cuando la pareja iba a besarse. Todo le parecía demasiado ingenuo y llegaba a pensar que solamente ella —y Bonita— comprendía y podría interpretar el mundo en su entornó. Gran alianza de poderosas fuerzas.

Por su lado, Bonita estaba feliz de su obra, cuyo propósito era resaltar la teoría sobre la práctica. Pulir y repulir las exquisiteces del orgasmo mental, anular la tediosa materia sensual y exaltar el cerebro como auténtico órgano sexual: corregir un grave error de la naturaleza.

Benita estaba a punto de tomar la decisión definitiva de su vida. Lo pensó mucho y hasta en sueños lo maduraba. Finalmente lo supo. Esa noche se metió en la cama de Bonita y le dijo: “Quiero hacer el amor contigo, ¿eso es lo que tú querías, verdad mamá?”

De repente el bumerán rebotó en el cuerpo de Bonita: su obra había sido completada.

*Fragmento de Las Confidencias, Tusquets, México, 1997

**Narradora, poeta y ensayista. Introdujo la novela neo histórica en la literatura mexicana. Ha recibido los premios Villaurrutia, Fuentes Mares, Sor Juana Inés de la Cruz. Entre sus libros publicados se cuentan. La lengua florida, Dulcinea encantada, El mercader de Tudela. Su novela más reciente se titula Areísa en los concierto.

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