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Ave Roc* (fragmento)

Roberto Echevarren

 

Por esa época te cambió la cara. Ni mejor ni peor. Fue otra. Los ojos volcados hacia dentro se habían vuelto más claros, crispabas las comisuras y arrugabas los párpados. Insultaste y te insultaron. Pasabas horas cortando y pegando celuloide. Nada de eso servía para hacerte conocer ni te daba una carrera. No serías director de cine. Te volviste impaciente a medida que acumulabas experiencia. “Prepárate a ver la luz, a ver al envuelto por la luz”. “Nunca habrá otro como tú”. “Conozco tus tácticas y tu cabeza, el porte, el haz insoportable en el borde del podio”.

Un desvirgado, las tripas al fuego de Venice Beach. “Estaré siempre contigo.” ¿Quién te llevará en andas, escaleras abajo? ¿Quién te transportará por qué calles? “Conocí a mi amor un domingo alunado”. Al principio no te reconocí. Pasaste imantado por un rumbo, descalzo entre el vapor, en shorts de flecos, descoloridos, más viejos que los de Tampa, o los mismos. Miraste la arena, un waterbird de pico rojo.

En tu coche de sueltas chapas oxidadas viajamos a San Diego y Tijuana. Tú decías a todo que sí en español. Venías como un animal del norte nutrido con carne, no tortillas. Consideraban casi con benevolencia tus ojos oblicuos de cordero degollado cuando te emborrachas con mezcal. Anduvimos las noches de un bar a otro, igual que tiempo antes en Nueva Orleans. Fuimos a uno llamado 79. Una vieja de brazos como rollos profusos de gelatina, traje blanco de encaje y abanico de avestruz presidía en un sofá sobre el estrado. Un enjambre zumbaba a su alrededor.

Le tocaste la cola a un mariquita sin que la vieja se diera cuenta. “El Oeste es el fin, qué chinga”, espetaste frente al mariquita que miró enojado hasta que decidió interpretar tu intervención como un cumplido. De huesos largos y finos como las patas de un mamboretá, piel morena, pelo azabache coronado con un plumero frontal de color cobre, me recordó a un rocker asiático que vivía en Los Ángeles. Pero el rocker usaba pantalones de spandex y un chaleco de seda negra, un penacho endurecido en forma de melena de león. Abrió su cigarrera de metal dorado, te convidó. Ajustó la bufanda de seda en la garganta, encendió tu cigarrillo con un encendedor niquelado que sostuvo con dificultad entre las uñas fucsia. “Es mi muchacha, no una niña de hacienda. No podrías hacerle esto a una mujer”.

El mariquita te miró como queriendo sacar de mentira verdad. Sabía que era un blanco del norte, tendrías lana. ¿Pero quién entendía tu melena de bucles, la camiseta rota de andaluz errante? Nadie es perfecto, concluyó el mariquita. Después de los pasodobles y corridos tocaron un solo de guitarra. Sugirió que tomaran un refresco en la terraza. Compraste dos tequilas, reconsideraste, con tiempo, las sienes y pómulos bajo la piel tirante, los ojos impenetrables que tú penetrabas porque se reblandecían en cuanto dejabas de mirarlo. Se sentaron sobre sillas de hierro en un patio de terracota. Ahora, desde el portal, llegaba el ritmo de una rumba. Te contó que compraba las botas tejanas en San Diego, que su abuela tenía un piano laqueado sobre el que extendía un mantón de Manila, que sus amigas eran costureras pero él de consideraba a sí mismo diseñador de modas: había vendido tres camisetas de playa a una boutique en la zona de Tijuana.

Pero tú, entre las cosquillas que las uñas del mariquita provocaban en tu palma izquierda, refugiado en el tequila y en tu asiento, inventaste que esta aparición no hablaba español, no brindaba unos datos que tú descartabas, hablaba en cambio una lengua de la que no conocías sino dos o tres términos. Uno era soma, trago que al ser digerido transformaba la membrana de las cosas en queso blando. El mariquita alimentaba tus propios pensamientos como una lluvia de oro el parasol de soma bajo cuya sombra te encontrabas. Sacudía la abundante colección de sus pulseras, que él, con una palabra común al español y al nocturno tagalog, llamaba a sus esclavas. A un costado croaban los sapos. Viste el nacimiento del antebrazo satinado por el óleo jazmín, los dientes fluorescentes bajo la luz negra de los reflectores. Recordaste a un indonesio arrodillado y amarrado por el pelo que aparecía en los informativos sobre la guerra: le disparaban con una pistola contra el parietal, la sangre brotaba como un chorro de orina del otro lado de la cabeza. Se te contrajo el esfínter. Matarlo era como hacerte su amigo. Metiste una mano entre la blusa de raso, descubriste una banda de puntilla que le ajustaba los pechos. Introdujiste un dedo bajo la banda rozaste los pezones. Cada uno estaba atravesado por un aro de oro. Echó la cabeza atrás. Abrió la boca. Roncó. De los ojos se veía apenas una raya blanca.

Cuando llegaron e amueblado, las hojas de la persiana que hacían las veces de puerta giraron como en un bar de vaqueros. Extendida a lo largo del zaguán, en ropas menores, dormía una vieja, despertó, pidió los documentos. Le diste el carnet de estudiante de cine pero ni lo miró. Se puso chancletas, entró a un corredor, silbaba, desportillada: “Pase, ¿saben?” debajo de los bigotes. El mariquita hinchó el labio superior como si fuera el belfo de un conejo. Al entrar a la pieza, sacó una lata de talco de la cartera, se asperjó alrededor de la boca para suavizar cualquier traza de vello. Orinaste en una palangana. El chorro retumbó. De vez en cuando, desde los otros cuartos, llegaban quejidos, un chasquear. El mariquita te lamió el ombligo. Se concentró en la ingle. Metiste la mano entre los pantalones de brilladera. Descubriste. Emergió un juguete, el pescuezo fino y furo de un cisne de peluche rematado por una corona de diamantes. El pulmón del cisne envolvía las partes. Se puso talco en la raya de la cola. Se sentó encima de tu cara. Tu lengua resbalaba en las zonas que había hundido el elástico de la bombacha. Olía a sudor, más una sospecha acre. Te dijo que estaba limpio, es decir, preparado. Entonces le ordenaste que se parara sobre la cama, presionaste su coxis contra el pomo de un pestillo de metal del tamaño de un huevo de cocodrilo que se le hundió en el recto. Otra vez, como en el bar, puso los ojos en blanco, torció la cabeza. Separaste el cisne que moldeaba los genitales, estaban, advertiste entonces, cubiertos de polvo de oro. El pene era del tamaño de una aguja de coser lona. Tuviste la compulsión de lamerlo hasta que el mariquita se alarmó. No sabía si te burlabas. Entonces le pediste que por favor te cogiera. Se alarmó todavía más. Exigió que primero lo hicieras gozar. Desfallecieron el uno en los brazos del otro, tú más que él. Le pediste que te introdujera los dedos por el esfínter. No quería porque tenía miedo de quebrarse las larguísimas uñas. Pero insististe. Lo rompió. Pasó el puño angosto hasta la muñeca frágil, las pulseras bailaron sobre tus nalgas. Le pediste que clavara las uñas en las mucosas, hasta que el desgarrón despertó tu disfrute más hondo. El experimento resultó para ti tan drástico como el de la cámara del vacío para Pascal. Dentro de las tripas se te abrió una cúpula espinosa, un botón de peyote.

 

*Capitulo XI de la novela inédita del mismo nombre, que publicará próximamente “El Equilibrista”.

Roberto Echevarren nació en Montevideo en 1944. Poeta, ensayista y novelista. Entre sus varios libros se destacan la planicie mojada (1981), Animalaccio (1986), Aura amarra (1989).Dice Arturo Carrera que la poesía de Echevarren “también bordea un misterio, la pérdida de cualquier felicidad anterior”.

 

[Número 64 – Fin de Milenio: Literatura Uruguaya]

 

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