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Poesía de Juan Aguzzi

Detrás de la risa

Bajo el cielo de un mediodía encendido
impulsados por los vibrantes
sonidos del barrio,
deslizábamos las caras calientes
contra el agua helada del bebedero.
Pateábamos una pelota contra la aridez
del sol aplanando nuestras cabezas.
Luchábamos como gladiadores.
Tajos en las cejas, cortes en los labios
el aleteo desafiante de una riña de gallos,
esmerándonos en la trabada perfecta.

Nos inventábamos nombres extraños y melodiosos
y nos imaginábamos en ciudades desconocidas.
Tomaríamos decisiones sentados
sobre el piso de habitaciones de hotel.
“Aquí Orestes, ya es casi de noche
cuidado Ignatius, no prendamos ninguna luz”

Un olor pesado invadía nuestras narices
antes que la lluvia furiosa levantara el polvo
y nos hiciera cerrar los ojos.

Con tela vieja, papel y un poco de pasto húmedo
teníamos otra pelota, más liviana que aquella
que rodó en la ribera y se llevó el río.

Veíamos a los muchachos más grandes
con sus camisetas iguales, sudados
y dibujados en la transparencia de la luz.
Eran equipo hasta para lanzarnos
sus bromas pesadas mientras fumaban
con placer lento después del partido.

Se escuchaban los flejes de los trenes
moviéndose al unísono allí detrás
de la empalizada de hierro que separaba
el vasto parque arbolado hasta lo imposible
donde nos perdíamos en el bálsamo
de las curvas y las ramas bajas.

Los vagones chocándose, la locomotora
resoplando como una bestia desproporcionada.
Intentábamos adivinar un destino
para los pasajeros revelados en las ventanillas
¿A dónde iba la joven de sombrerito
con su mano afuera cotejando el viento?

Queríamos irnos con ellos, a gran velocidad
encontrar un lugar donde seguir
flotando entre chanzas y gambetas
sucios y embarrados
pasándonos por el cuerpo para oler mejor
flores arrancadas a manotazos.

El verano era rojo e inflamaba
las ganas de escapar
mientras chorreaba dulce
el jugo de la sandía
que con corazón galopante
habíamos robado de una chata cargada.

Embriagados en ese reino de instintos,
sumidos en el trance de la inmediatez,
el milagro del porvenir estaba intacto.

Y ahora que algún juego
alumbra solo en sueños,
quisiera saber qué había
detrás de la risa
de todos esos años
para sentir lo mismo.







Antes del final

Antes que la urdimbre del terror
desplegase sus hilos
y trajera el espanto
desmembradas las familias, ellas y ellos
sus brazos, sus piernas, sus hijos
¿había algo que impedía escuchar
el rugido de la sangre?
En los subterfugios con que nos valíamos
para decir que una patria sería socialista o no sería,
¿había confianza en el valor?
¿había una espera, una inquietud?
¿quiénes hablaron desde un púlpito lejano?

El juramento fue un acto
de desesperación,
el manifiesto de que nuestras creencias,
nos harían escapar de otra derrota,
sin embargo, a poco tiempo nomás,
nos aniquilaron la iniciativa
y las más atendibles de las razones
para abrazar esa patria.







Hierros

Cuando la puerta de rejas
se cerraba desanimadamente
me hacía girar la cabeza como un caballo.
Su chirrido me hablaba;
mientras la escuchaba cerrarse
me escupía la solidez de sus goznes.
Era su confidente
me aseguraba que su pesada marcha
clausuraría cualquier nostalgia
que pudiera sobrevenir
sobre felicidades perdidas.

Una vez un grito, una última
e imposible protesta, escapó de mis labios
pero los hierros
volvieron a imponerme
su implacable obstinación.

Esos hierros fueron
una de las formas de la muerte;
el subsuelo donde contar las noches
y la distancia de los compañeros.
Fui confinado sin nadie en quien confiar
quemándome en el frío de esos barrotes
que inexorables como eran
me hacían llorar en silencio.

Pero una noche busqué
otros atajos de la mente
pensé en la huida posible
y mientras la planeaba
elevé mi cuerpo y me fui lejos.







Un poema de amor

Quise hacer un poema de amor
para olvidar
que fui condenado
y una mano oscura
me rozó la cara.

Armé las frases con delicadeza
calenté el fuego
para entibiar años mustios
acomodé en palabras
las cicatrices.

Hubo algunas sonrisas,
espejos confortantes
una espalda bondadosa
para esperar que nada
fuera falso ni vacilante.

Pero la lucidez no hacía otra cosa
que restaurar el vacío
todo estaba vivo pero perdido
a las ausencias las movía
un viento de sabor amargo.

Ay¡ entonces
en esta oda al amor
ni siquiera aleteó
el ruiseñor de Huidobro
y me pregunté si otra vez
fracasaría como un niño
para rescatar del dolor
a un animal moribundo.







La sed

Entrar en la hora del lobo en el instante que chispea
una luz taciturna mientras se apaga
la cobardía y surgen
las palabras que no dijeron los suicidas de la familia
barridas por el viento nocturno.

Al escribir disputo terreno al hartazgo, me insinúo
en el rumor puro de la madrugada hasta que la claridad
me clava el ojo desnudo, borrando todo vestigio
de la tierra prometida
y aun así insisto para que el naufragio
no oscurezca mi humanidad.
Bebo un vaso tras otro y sostengo un secreto anhelo hacia ese hijo menor
que buscaba empecinado tomarme de la mano;
una prueba de que sigo son las frases desteñidas
por una mancha voraz,
sin duda de vino, la sed impone respeto y quiero escarbar
en su fibra íntima para descubrir
de qué está hecha
porque al definirme como un hombre con necesidades
deseo saber si acabará conmigo.










Juan Aguzzi es periodista cultural, poeta, editor, crítico y escribe en medios y libros sobre literatura, cine y música. Publicó poesía en compilaciones y en 2023 el libro de poemas “Mar de fondo”. Es coautor del libro La Rosa Trovarina (historia literaria de la Trova Rosarina). Fue integrante del colectivo cultural de intervenciones artísticas Cucaño (autor y editor de los fanzines que allí se producían) y cofundador y editor de la revista de cine El Eclipse. Fue secretario de Capacitación y Cultura en el Sindicato de Prensa Rosario. Trabaja en el diario El Ciudadano desde hace 25 años. Allí fue editor de Espectáculos y Cultura, y en la actualidad coordina una página de cultura.


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