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Seis cuentos breves de horror y locura de Ulises Paniagua

 

 

La visita

 

 

Se sienta al filo de la cama. De noche. Me cuenta la manera en que su marido le cercenó la garganta por un asunto de celos. Confiesa haberme observado; asegura sentirse atraída por mí. En la vigilia despierto. La veo, pálida, con el vestido esmeralda y los tacones; con el tasajo del cuello que parece una segunda boca. Sus cabellos flotan en el aire de la habitación. Abro los ojos para confirmar que junto a mí no hay nadie. Sin embargo, algunas gotas de sangre sobre la sábana me impiden conciliar el sueño.

 

 

 

 

 

 

 

Sopa aguada

 

 

No maté a mi madre. No haría algo así. Ni siquiera me gusta la sopa aguada. Es verdad que ella me gritaba, que no paraban los insultos, que me golpeaba cada vez que le compartía la ilusión de pintarme los labios, cuando le mostraba mis recetas de cocina. Me llamaba marica. Era mala, una bruja. Pero no la maté. No le di cuarenta y dos cuchilladas. Ése fue mi padre, quien la odiaba. Yo sólo prepararé el cadáver, hice la cena. Y me la comí.

 

 

 

 

 

 

 

Un Rembrandt encantador

 

 

Estuvo contemplando durante días aquel retrato de Rembrandt. Dejó de hacerlo cuando el cuadro movió los ojos y lo señaló con el dedo. No se le volvió a ver más en el museo.

 

 

 

 

 

 

 

Una mañana muy triste

 

 

Cuando abrió la puerta, su padre estaba allí. Lo abrazó, lo hizo pasar a la sala. Se le heló la sangre, sin embargo, cuando en la pantalla del celular apareció el mensaje de su hermana: “Estoy muy triste: papá murió esta mañana”.

 

 

 

 

 

 

 

El desamoroso

 

 

No creía en la existencia de aquel hombre hasta que, instigado por mi mejor amiga (una bella reportera irlandesa), viajamos a verlo. El hombre contaba con treinta y dos cajones distribuidos en todo su cuerpo. En algunos de ellos guardaba cartas de amor; en otros casetes, discos compactos, listas de reproducción anacrónicas; en un par más, una rosa y un clavel marchitos. Cada objeto dentro de su carne representaba una ruptura, el fin de un romance. Aquél memorioso recordaba, además, la fecha y la hora en que cada encuentro afectivo inició y tuvo fin. Tenía claro cada rostro, cada nombre, cada motivo. Solía repetir frases como: “Estefanía, 2 de enero del dos mil cinco, infidelidad, terminamos el 8 de diciembre a las 14:15 horas. Géminis”; “Saraí, 7 de marzo del dos mil siete, mis celos me vencieron. Se marchó el 15 de julio del siguiente año, a las 20:15. Libra”.

 

 

Después de compartirnos algunas de sus rupturas, el hombre decidió guardar silencio. Se le vio incómodo, herido. Mi amiga y yo no supimos qué decir. Entonces el desamoroso cerró los cajones, triste, para contemplar el horizonte a través de la ventana. Removiendo los estragos de la memoria esgrimió un gesto indescifrable, se colocó un candado y se ocultó en él mismo, en la más oscura de las soledades. Fue un gran reportaje.

 

 

 

 

 

 

 

La calle de las antigüedades

 

 

Era imposible saber lo que ocurriría dentro de unos minutos. Como en las tragedias clásicas, no se está preparado de ningún modo. Recuerdo que saqué un cigarro, lo encendí y miré el aparador. Contemplé tras el cristal relojes antiguos, almanaques, un globo terráqueo, un maniquí que mostraba el aparato digestivo, las sillas estilo chippendale, un fonógrafo de cuerda, un autómata. En la calle, los edificios hacían marco para una tarde a ratos lluviosa. Supe, ante objetos que trascienden el tiempo y reafirman la memoria, que palabras como entomólogo, formol o anticuario, cobran un sentido verdadero.

 

 

La voz de un anciano me devolvió a tierra:

 

 

—Ayúdeme, por favor.

 

 

Giré sorprendido, aunque aparentando calma. El viejo estaba sentado en una jardinera derruida, frente a un edificio de los años treinta o cuarenta del siglo pasado. Sus manos, rugosas como los pliegues en la piel de un elefante, mostraban un temblor incontrolable. Su rostro exhibía magulladuras como si lo hubiesen cosido a cintarazos. Sus ojos, cercanos a ser grises, compartían una tristeza que me traspasó las entrañas. Comenzó una ligera llovizna. Abrí mi paraguas y nos cubrí.

 

 

El hombre se prendió a mis tobillos. Me sacudió el pantalón con vehemencia. Estuve a punto de perder el equilibrio.

 

 

—Apiádese de mí. Me encierran –dijo, con una voz que, por momentos, parecía falsa- Me encadenan al camastro, me dan comida de perro. No perdonan lo que hice…

 

 

—¿Qué hizo?

 

 

—Ellas no perdonan…

 

 

—No joda, tranquilícese y cuénteme.

 

 

El viejo rompió en llanto. Retrocedí un paso, arrojé la colilla del cigarro al piso. La llovizna era dueña de la calle. Oscurecía. Avergonzado, tal vez horrorizado ante aquella escena, miré ambos lados. No había un alma.

 

 

—Debería largarse de allí —comenté, no sin cierta crueldad.

 

 

—No tengo a dónde ir.

 

 

Nos mantuvimos callados cerca de un minuto. Cruzó a nuestro lado un hombre montado en una bicicleta. Escuché salpicar el agua. Las ramas de los árboles se agitaron, cómplices de la escena. El ciclista se perdió al final de la acera; luego volvimos a un discreto silencio.

 

 

Pensé en decirle frases estúpidas como “ánimo, verá que todo sale bien”, “la vida es luminosa, aprieta pero no ahorca”. No sería capaza de tal atrocidad. Me vino la idea de darle asilo. No lo imaginé viviendo conmigo, se veía sucio; además, algo de sombrío asomaba en su gesto, era como el de un zorro detrás de los ojos de un ciervo. No sabía si el viejo decía la verdad, y si era así, ¿qué había hecho para que le dieran ese trato?

 

 

—Tome —dije. Le alargué un billete de cincuenta pesos.

 

 

Me miró con desprecio.

 

 

—Con eso no alcanza ni para el hotel.

 

 

—Es lo que hay.

 

 

—No le estoy pidiendo dinero.

 

 

Tuve un arrebato de indignación, aquel hombre no se conformaba con lo que podía ofrecer. Sentí asco de mí, de los tiempos que vivimos. Yo era un egoísta incapaz de mostrar empatía, era insensible como el autómata de la tienda de antigüedades. Confundido, dejé que el paraguas cayera al piso.

 

 

—Entonces, ¿qué diablos quiere? —dije.

 

 

—Duele.

 

 

—No entiendo.

 

 

—La vida duele. Sálveme.

 

 

Sonrió con nostalgia y malicia. Imaginé que se trataba de una comedia para asaltarme, estaba tan concentrado en el viejo que seguro había caído en una trampa; ya lo decía, él era el zorro y yo el ciervo. Volví a mirar a ambos costados de la calle, esperando ver aparecer a su socio criminal. La calle seguía desierta.

 

 

Lo vi a los ojos. En ellos apareció una súplica.

 

 

—Yo no…—murmuré.

 

 

—Por misericordia.

 

 

—No puedo.

 

 

Su dolor era profundo, juro que me vi reflejado en él. No soporté aquella imagen, no me soporté a mí, se conjugaron las furias. El anciano mostró una navaja de rasurar que sacó de entre sus ropas —tal vez él mismo había soñado muchas veces ese momento—.

 

 

Me miró con ternura. Supe lo que debía hacer: le arrebaté la navaja, respiré hondo. En un movimiento diestro (que me sorprendió), le cercené la garganta y le ayudé a bien morir. La sangre corrió por la acerca. Con tranquilidad recogí el paraguas, lo extendí, y me perdí en la ciudad. Los dioses se rieron de mí o me respetaron, qué más da. Al fin, un poco de empatía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ulises Paniagua

(México, 1976) Narrador, poeta y dramaturgo. Ganador del Concurso Internacional de Cuento de la Fundación Gabriel García Márquez, en Colombia (2019). Ha sido considerado en una antología, en Rusia, como uno de los más interesantes poetas contemporáneos de Latinoamérica. Posee dos posgrados en la especialidad de imaginarios literarios. Es autor de dos novelas, siete libros de cuentos y cuatro poemarios. Ha sido divulgado en antologías, revistas y diarios nacionales e internacionales, incluyendo Nocturnario, El búho, Círculo de poesía, Nexos, Siempre!, Blanco Móvil, Punto en línea, El Sol de México, Ígitur, Letralia, Altazor y Jus. Fue entrevistado por Silvia Lemus, en el año 2020, en el programa “Tratos y retratos” de Canal 22. Es parte del catálogo de autores del INBAL. También es Director del Festival Universitario de Literatura y Arte, y del Coloquio Internacional de Poesía y Filosofía, respaldado por el Fondo de Cultura Económica. Publicado en la Academia Uruguaya de Letras, en España, Italia, Perú y Venezuela, su obra ha sido traducida al inglés, ruso, checo e italiano. Correo electrónico:  sesilu7@yahoo.com.mx.

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