Beatriz Hausner
Los tibetanos entran al
Bar de los Apóstoles
donde se hace el amor
los miércoles y
no los martes.
(Foto: Clive Sewell, 2015)
Les presentamos un dossier dedicado a la obra de Beatriz Hausner. Originaria de Chile y profundamente arraigada en la herencia del surrealismo latinoamericano, la obra poética de Hausner cuenta con los siguientes libros, todos escritos en inglés: The Wardrobe Mistress (2003), Towards the Ideal Man Poems (2003), The Stitched Heart (2004), The Archival Stone (2005), Sew Him Up (2010) y Enter the Raccoon (2012). Es traductora de obras literaria diversas, que incluyen la poesía de César Moro, Rosamel del Valle, los poetas del movimiento Mandrágora, Olga Orozco, Enrique Molina, Abigael Bohórquez, y la prosa de Aldo Pellegrini y Alvaro Mutis. Participa activamente en las actividades del movimiento surrealista internacional. Actualmente reside en Toronto.
Crítica
Solve et Coagula
(Dictado en la presentación de La costurera y el muñeco viviente, FIL Guadalajara, 2012).
Luis Alberto Arellano
La leyenda judía del Golem se remonta al siglo XIV, al ghetto de Budapest. Ahí un viejo rabí, Yehuda León, construyó un hombre de barro, con un orificio en la boca. Como le fue revelado el tetragrama, lo escribió y colocó en el gigante; el autómata cobró vida y fue el defensor de los judíos en un progromo que tuvo tiempo después. El muñeco tuvo conciencia de su condición y entristecido huyó de la ciudad. Se cuenta que cuando el pueblo judío lo requiera, y Yavhé lo quiera, regresará a defender al pueblo elegido.
También es famosa la tarea de Paracelso, por esas mismas fechas, quien pudo sintetizar pequeños homúnculos, a partir de arduos trabajos alquímicos. Estos pequeños hombrecitos estaban hechos de la materia que cubría al alma humana, el cuerpo espiritual, que en la tradición gnóstica post alquímica se conoce como Plasma. Los hombrecitos de Paracelso tenían distintas presentaciones, y se ocupaban de ciertos intereses, representando diversos oficios, incluso uno nació con una corona. No duraban mucho y eran muy inquietos. El sabio alemán los tenía encerrados en grandes recipientes y los sacaba para examinar su comportamiento. Cuando morían los abría para conocer sus partes y la formación de sus tejidos. Invariablemente resultaron ser huecos.
Existe otra tradición, más modesta, la de la construcción de máquinas que operan funciones humanas. En los siglos de la ilustración son famosos los pre robots construidos para imitar tareas humanas, incluso jugar ajedrez, por toda Europa. Voltaire refiere su encuentro con una pieza de este tipo en París. Máquinas construidas para divertir, entretener, pero sobre todo para imitar el actuar humano. Autómatas en su primera versión mecánica. Servían vino, bebían té, escribían cartas (o lo simulaban). Pero no recuerdo ningún ejemplo en el que el autómata convenga en tener usos amorosos. Los dos poemas centrales de este libro, La costurera y el muñeco viviente, de Beatriz Hausner (Mantis editores, 2012), tienen este tema: la creación de un artefacto animado con funciones humanas. Pero los creadores, al estilo de Pigmalión, quedan vinculados amorosamente a su creación. Tanto en “Coppelius y su muñeca”, como en el poema que da título al libro, los personajes dan vida a una creación de la que serán amantes. En ambos casos, el poema es una indagación de los impulsos que llevan a estos creadores, un alquimista y una humilde y solitaria costurera, a llevar el amor por los objetos salidos de sus manos hasta las últimas consecuencias. Es notable el pasaje donde la costurera para dar forma al sexo del muñeco lo convoca colocando su propio sexo en el lugar donde debería erguirse, si fuera un hombre, pero de la nada, ex nihili, hace brotar un miembro que la domina. Es una gran fábula de la alienación que sea el encuentro amoroso percibido como una invención donde el otro es un muñeco, un autómata. Y en ambos casos el resultado es una feliz convivencia. Coppelius rescata a su muñeca desmembrada de los restos de una feria. La rearma, y como el Dios de Moisés, sopla en sus labios esperando animar ese cuerpo re configurado por partes disímiles. Es obvia la referencia a Mary Shelley y su autómata Frankenstein. Pero éste no se vuelve contra su amo sino para entregarse amoroso y conocer el placer físico.
También la costurera, con paciencia y pleno dominio de su arte, va cosiendo un muñeco al modo de su deseo. Amorosa, lo planea en todos sus detalles y va uniendo los restos de tela que serán su continente. Rellena, sin prisas, y da forma al varón que no puede conocer del mundo de los hombres, pero que su imaginación y su oficio logran traer para ella desde los restos del mundo que conoce.
Sólo tengo un referente parecido y viene de un video juego, Fallout New Vegas, un juego de final abierto de la marca Bethesda, lanzado en 2009. Un mensajero transporta un chip de platino con forma de una ficha de casino por el desierto de Mojave en una era post apocalíptica producto de una guerra nuclear. La especie sobrevivió por haberse guardado en bóvedas bajo tierra, pero todo ha mutado sobre el planeta. La Strip, en las Vegas, es ahora New Vegas, un lugar de recreo y lujo. En ese lugar el mensajero debe recuperar el chip y entregarlo al capo local, Mr. House, un personaje inspirado en Howard Hughes. Una misión, de las cientos que configuran la narrativa del juego, se desarrolla mientras trabaja para un casino, el Atomic wangler. Le piden que reclute a varios personajes especiales para que sirvan como compañía a clientes con gustos sofisticados. Debe reclutar a un zombi, a un hombre mayor que dé la experiencia de novio, y a un robot sexual. Cuando encuentra al robot adecuado, lo programa y luego debe probarlo. La pantalla se oscurece, se escuchan ruidos de maquinaria pesada, taladros. Y cuando vuelve la imagen el personaje dice, carajo, no siento mis piernas. El robot responde: Es un efecto secundario transitorio de la ejecución del programa amante perfecto, todo dicho con coquetería cibernética.
Así, los personajes de Hausner, debieron de tardar en sentir sus piernas después de enfrentar a la audacia amatoria de sus creaciones.
(Coimbra: O Reverso de Olhar, 2008)
La costurera y el muñeco viviente
(Prólogo: La costurera y el muñeco viviente / The Seamstress and the Living Doll. Guadalajara: Mantis Editores, 2012).
Rodolfo Mata
A pesar de su omnipresencia, el universo de la costura pasa por nuestras vidas frecuentemente inadvertido. Creemos ver los hilos que sostienen la realidad, pero ignoramos olímpicamente los dobladillos que pueblan nuestras prendas, los ojales que delicadamente las atraviesan, los botones y adornos guarnecidos a ellas, los zurcidos, los bordados. Beatriz Hausner nos recuerda esta singular condición en varios de los poemas de La costurera y el muñeco viviente, a la vez que hace palpable que, si la realidad es un tejido –una textura, un texto–, un poema es un espejo, y coser deviene un arte indispensable en el trabajo con las palabras: pasar agujas con hilos por retazos de experiencias, que son tramas de impresiones, emociones, percepciones, sentimientos.
Al inicio canta un pájaro y yo quiero pensar que es una nueva alegría que ha nacido en Beatriz: un “ángel garganta” irradiador de deseos, un ángel-ánima que precede todo el poemario. Después vemos cómo, con una sensibilidad femeninamente refinada, Beatriz se autorretrata en “Desde este corazón”, vislumbrando una flor que brota tras su piel, también tela, tejido. Tacto, sedas y afilados instrumentos acompañan el nacer y morir de las semillas del cuerpo, en el corto sueño de la vida y su otoño. El escenario central se va construyendo y al poco tiempo aparecerá perfilada, con todo su poder metafórico, la casa. Sin embargo, la puerta de entrada a ella que nos ofrece Beatriz no es la de la sala, es otra. Uno de los más grandes placeres de una mujer se encuentra en su guardarropa y es justo en ese lugar donde el orbe doméstico comienza a ser desplegado. Así, «La amante del ropero» es una deliciosa promenade por los detalles de este pequeño mundo de gigantesca intimidad. Los «Tratados domésticos» dibujan el convivio y los dilemas de la «esposa perfecta» o el «ama de casa» con los instrumentos del aseo y su soledad. «Cache Coeur» –esa especie de camiseta o top cruzado– ya plantea un drama en el que, desde luego, el corazón está involucrado. A lo largo de diez secciones, este poema teje, con exquisito erotismo, una trama en que otros dos personajes principales aparecen: la soledad y el amante (y no olvidemos que la soledad puede ser también un amante). A manera de invocación, la voz de la poeta nos dice: «que la lengua abrochada / del amante hilvane / las nuevas capas de piel / cave profundo en las telas / despliegue praderas verdes / que caigan en cascada por sus / piernas como hierbas del verano / humedecidas por la lluvia». El amado reaparecerá en el poema que da título al libro, confeccionado como muñeco por su creadora. Hilos-sentimientos atan a la pareja en esta suerte de relato bíblico en que los géneros invierten sus papeles. “La casa de la Rue du Château”, sección final del libro, completa el panorama doméstico con la saga surrealista de una extraña construcción que aloja en su centro una misteriosa llama y guarda historias que incluyen predicciones, llaves perdidas, escrituras para iniciados, cuartos de tristeza, adoradores de Isis, plantas estupradoras, reencuentros personales y “capas y capas de significado” plenas de simbolismo.
La dicción plástica, la fuerza de la imagen de Beatriz, es un rasgo que no pasará desapercibido. Poemas como “El hombre que se tragó la lengua” y “Orfeo al revés”, donde aparecen ready-mades, zapatos de los que sale humo, ángeles metálicos y hombres translúcidos, rodeados por metamorfosis sorprendentes, confirman sus simpatías con autores surrealistas como Rosamel del Valle, Antonin Artaud, Ludwig Zeller y César Moro, incluidos en epígrafes y dedicatorias. “Mi gemelo poético”, dedicado al peruano César Moro, es la confesión de una hermandad, palpable en el anclaje que da el amor al torrente imagético surrealista.
Quiero concluir afirmando que la poesía de Beatriz habla de ella, pero a la vez habla del otro, del sueño del otro, que es uno mismo: la habilidad transpersonal del poeta está decantada en ella. Si he de ser un poco dantesco, en el buen sentido, puedo decir que Beatriz ha encontrado a la Beatriz de sí misma, mismidad caleidoscópica que se sabe entregar. Queden invitados los lectores a recibirla en esta versión bilingüe que enriquecerá su recorrido aún más.
(Toronto, 2009)
Beatriz Hausner o la llama surrealista en Toronto
(Texto originalmente publicado en Surrealismo: el oro del tiempo. Ediciones del archibrazo, 2016).
José Miguel Pérez Corrales
En el catálogo de la exposición surrealista internacional de Coimbra “O reverso do olhar”, celebrada en 2008, Beatriz Hausner era así presentada:
“Nació en Chile y se trasladó al Canadá en 1971. Escritora de estilo sofisticado, en la tradición de Breton, se inspira en sus encuentros con la cultura chilena y el afamado grupo surrealista Mandrágora. Traductora de más de una veintena de libros de literatura de autores latinoamericanos (César Moro, Jorge Cáceres, Enrique Gómez-Correa, Aldo Pellegrini, Ludwig Zeller, Rosamel del Valle, etc.). Continuando la labor poética iniciada en las ediciones Oasis (fundadas por su madre, Susana Wald, y Ludwig Zeller, en Toronto, 1975), publicó, entre otros títulos de poesía, la recopilación The wardrobe mistress (2003). Trabaja como bibliotecaria en Toronto”.
Los otros títulos de poesía son Towards the ideal man poems (2003), The stitched heart (2004) y The archival stone (2004), pero en los últimos años la lista se ha enriquecido con Sew him up (2010, ilustrado, como The stitched heart, por Sherri Lyn Higgins), Enter the raccoon (2012) y La costurera y el muñeco viviente/The seamstress and the living doll (2012). Con anterioridad a ellos, debe anotarse Poetisa con balcón y vista al mar, de 1984, dedicándose durante los años siguientes Beatriz Hausner sobre todo a las traducciones.
La costurera y el muñeco viviente permite el acceso en castellano a su obra, tratándose de una estupenda antología, con un buen prólogo que firma Rodolfo Mata y poemas muy sobresalientes, como el que otorga título al libro, “Coppelius y su muñeca”, “La amante del ropero”, “Cache-cœur”, “El hombre que se tragó su lengua” (dedicado a la memoria de Laurence Weisberg) y “La casa de Rue du Château”, serie de oníricos poemas en prosa donde incrusta, en bello diálogo poético, pasajes de Rosamel del Valle, César Moro, Antonin Artaud o su maravillosa tocaya la trovadora Beatriz de Dia. Rosamel del Valle y César Moro son dos de sus referentes mayores, mostrando su arraigo en lo mejor del surrealismo iberoamericano, revelado ya por la lista de nombres traducidos que antes citábamos, y a los que deben añadirse los de Olga Orozco y Enrique Molina y el de un Álvaro Mutis, cuya expresión literaria está a veces tan cercana al surrealismo (The invisible presence: 16 poets of Spanish America, 1925-1995, aparecido en 1996, incluye a la mayoría de estos poetas). En La costurera y el muñeco viviente, la prosa “Hombre original” está escrita “a la manera de Rosamel del Valle”, mientras que a César Moro le dedica “Mi gemelo poético”, título que lo dice todo. Beatriz Hausner es también la traductora, al español y al inglés, de La poutre creuse, poema que Édouard Jaguer había publicado en 1950 y que vio aparecer esta edición trilingüe en Oasis el año 1982. Por entonces, viajeros del surrealismo pasaban por Toronto para encontrarse con los Zeller, y entre ellos, aparte un Arturo Schwarz, un Schlechter Duval o el “fabulosamente divertido” Eugenio Granell, se encontraba Édouard Jaguer, hace poco recordado por Susana Wald. Esto lo refiere Beatriz Hausner en la interesante autosemblanza surrealista que traza en Surreal Estate, antología de trece nombres canadienses influidos por el surrealismo, donde solo con ella, con William A. Davison y con Steve Venright vamos más allá de la mera y confusa influencia. Porque, como Beatriz Hausner señala en el mismo texto, el surrealismo es “una manera de vivir, una manera de estar en el mundo”.
Algunos poemas de La costurera y el muñeco viviente proceden de The wardrobe mistress (al que por cierto Rik Lina dedicó en 2012 un dibujo: The wardrobe mistress. For Beatriz), pero no dos títulos que aquí hay que nombrar obligatoriamente: “Je ne mange pas de ce pain-là” –frase definitiva de la ética surrealista– y “Magritte lovers’ in Toronto” –reaparición en otra geografía de los amantes que en 1928 se besaban a través de sus mortajas, haciéndonos pensar al mismo tiempo la bella portada de Susana Wald en La philosophie dans le boudoir, otra de las inolvidables pinturas de Magritte. Pero siempre Beatriz Hausner es una escritora insólita, sorprendente. Un libro en este aspecto emblemático, que por su carácter unitario no tiene representación en La costurera y el muñeco viviente, es Enter the raccoon, sobre los amores de la escritora con un mapache de talla humana. Laurens Vancrevel la ha calificado de “fábula excepcionalmente profunda”, “historia fascinante, obsesiva y melancólica sobre el deseo sexual, sobre las exploraciones y el miedo del otro, pero también sobre la alegría y el terror del abrazo”. Combinando reflexiones e imaginario, revela de nuevo su interés por “el fabuloso cuerpo de poesía” legado por los trovadores, en este caso al evocar el enloquecido amor de lonh de Jaufré Rudel. En otra ocasión, Laurens Vancrevel, que ha traducido los poemas de Beatriz Hausner al neerlandés, se refiere justamente a “su notable seguridad de expresión para relatar los fantasmas y los sueños en frases precisas y turbadoras”.
Beatriz Hausner, a quien una “estela” de Allan Graubard celebraba en And tell tulip the summer, es una presencia firme en las más significativas manifestaciones recientes del surrealismo: Debout sur l’Oeuf, Hydrolith, La chasse à l’objet du désir, el almanaque de Brumes Blondes…
La poesía de Beatriz Hausner es bella como los mares que transportan armarios perfumados, gigantescos nidos de águilas reales, castillos estrellados de ventanas en llamas, la palmera tropical que soñaba con navegar y el sofá campestre de Kafka, con insólitos seres híbridos recostados en molicie sideral.
Selección de poemas
Beatriz Hausner
Hombre Original
[a la manera de Rosamel del Valle]
Vendrá, se piensa, y viene el visitante. Abre la puerta. Yo saco mis agujas. Sería inútil decir que me coso a él porque aún no logro conocer su corazón verdadero, para sentirlo como fruta que se ofrece líquida, que alguien sirve en un vaso transparente. Están sus recuerdos y están mis recuerdos. Tal vez hemos de unirlos y mostrar las costuras a los jueces en el público. En una ciudad como esta, antes de que anochezca y el color de nuestra sangre cambie a un tono más oscuro. Un encuentro espectacular a decir de todos, con nuestras extremidades presentes, cada vez más salvajes, a medida que los fantasmas de los cantantes vivos y muertos colman los sentidos. Habla en silencio, repitiendo, cual eco, esas actuaciones que en otro tiempo hiciéramos juntos, cuando solíamos levantar las piernas al unísono de la música del corazón. Y sin embargo él sí habla el idioma del gusano en la fruta. Palabras pronunciadas por el viento que barre las extensiones de las praderas donde el hombre original está amarrado a los tendones, la oreja cosida a la tierra por las manos invisibles del Gran Hacedor del Sonido.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012
Publicado originalmente en Sew Him Up, Quattro Books, 2010.
Mi gemelo poético
Dispérsame en la lluvia en el humo de los
torrentes que pasan
Más allá de la noche donde nos encontramos.
⎯ César Moro
Disidente hijo adoptivo
de reinas moriscas que escribía sus mantras
de amor con sal en la lengua
y mares de saliva que rompían
contra su morada final entre
las rocas de una costa cruel.
Hombre de la angustia del hardcore
dándome su canto
ese diamante que estalla
en mi oído donde
zumba el país del norte.
Amar los viernes pero no
los martes a los estados
desunidos de las Américas
le crece alas al amante
del hombre ideal siempre viniéndose
ayudantes de los hacedores
de galas francesas cuando vuelve
a su Lima umbilical
hecha de niebla y de pena.
Abre la puerta
vierte su frente en la mía
para así beber los dos esas porciones
de la vida escandalosa
y conjurar habitaciones donde
sus hombres y los míos
se balanceen de las arañas
como animales marinos
que gimen de placer.
Mi hermano gemelo hecho
de piel hecho de lujuria
hecho de lengua.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012
Publicado originalmente en Sew Him Up, Quattro Books, 2010.
Copellius y su muñeca
Había algo pesado y rígido en su andar y postura que a mucha gente le parecía desagradable, pero se le atribuía a un sentimiento de restricción debido a la ocasión social.
⎯ E.T.A. Hoffmann
Coppelius fue en busca del gran
ojo pero halló a la muñeca Olympia
sus extremidades esparcidas en la feria del sueño.
Mudó capas de piel reveló sus
huesos científicos se llevó diversas partes
de ella a la casa en un coche arrastrado
por los hambrientos perros de la soledad
y una lluvia torrencial en las entrañas.
Coppelius pasó sus días
soplando en la boca
juntando las partes
dispares de la nueva esposa. Vigilado
por castores atornilló las extremidades
anexó a los ojos pestañas movedizas
pintó las facciones
restantes de con su sangre.
Te regreso a tus instrumentos musicales
cavo profundo dentro
de pianos para tocar las teclas
y vislumbrar tus secretos ocultos
con tus prendas en el armario hecho
de piel. Autor de tus días
usaré el alfabeto del deseo
para definir la sintaxis de tu lengua
me cerniré sobre ti observaré
las superficies refrescaré tu sexo.
La muñeca se puso de pie conjuró
sus extremidades fantasmales las articulaciones
se sincronizaron. Con vida por fin Olympia
sintió que los gatos se movían en su país
de rocío y oscuro humus.
Iluminada desde adentro sus ojos ahora
llenaron las cuencas húmedas finalmente
con íntima visión latente
en su boca. Su lengua se hizo
dura su paladar despertó al
sabor del té inmemorial
de las fiebres de su infancia.
Sus uñas se tornaron sólidas cedió
la inercia las yemas de los dedos
se abrieron para tocar a su creador:
la hija de Coppelius empezó a conjurar
las chirriantes escaleras de su nueva casa
arreglada con abundantes edredones.
Cobro vida en el azogue de tu frente
un nuevo sistema de circuitos dirige
mi placer de orilla a orilla cuando pones
tu mano en mi espalda dando
cuerda a la llave para que este corazón de metal
pueda latir rítmicamente sístole-díastole
el amor va dándole movimiento a dedos
a pies vivos al cableado de tu lengua
eléctrica mientras avanzan los relojes adentro
de sus tapas que se angostan yo quien so
inventada por ti finalmente llego
a nuestra sinfonía de cucús dementes
chillando su canción ansiando
mis piernas giran en sus órbitas
cuando te monto penetrándome desmesuradamente
hasta el corazón temblando y con mis rodillas
clavadas a la cama tú empujando mi
espalda más hacia mi columna mi
cuello plegándose a los dígitos incoherencia
de los espasmos mecánicos.
Coppelius y su muñeca renunciaron
a sus segmentos al vaivén movíanse con
sus brazos. Renacidos y siempre hilando
hebras se entretejieron a las sábanas
crujientes de la cama sus gritos
compartidos llenaron los zapatos
vacíos de vidas anteriores: temblaron las lámparas.
Agotados Copellius y su muñeca
despidieron a sus fantasmas y se dedicaron a vivir
el sueño eterno de sus nupcias.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012.
Publicado originalmente en The Wardrobe Mistress, Ekstasis Editions, 2003.
La costurera y el muñeco viviente
Te he encontrado de nuevo, después de todas mis andanzas por mar y tierra, huyendo de los
ladrones, de los piratas, de las afrentas de los padrotes, cadenas, trincheras, grilletes, venenos
y tumbas…
⎯De Efesíacas, “Un cuento de Efeso”
Una vez el corazón perdió a su amado.
Aulló su pena a la noche
hasta que no le quedaron
más lágrimas. Muchas lunes se levantaron
y pusieron en el cielo, eternidades
de vida las veces que pasó
buscándolo en las costuras
de las prendas cuyos pliegues ocultaban
sus miedos los que había hilvanado
con su llanto en lo profundo de su interior.
Había lentejuelas. Estaba
el hecho de las franjas
de espiguilla que cuidadosamente bordaba
con su hastío de melancolía. Los colores
caían uno en el otro
mezclados con los listones de seda
de su pelo hasta que se
endurecieron. Cerró todas las puertas
y empezó su largo vagabundeo
dentro de las casas construidas con
columnas de telas invisiblemente
distribuidas por ese primer diseñador
el que creara la arquitectura de su amor.
Se retiró al guardarropa hecho de piel
para pasar sus noches
fabulando en vano faldas plisadas.
Un buen día despertó
sintió que se despegaba la etiqueta entre sus
piernas y supo
lo que tenía que hacer: sacándose
la aguja de la espalda
la costurera se sentó
a la máquina y empezó
a confeccionar a su amado.
***
Sobre la mesa de corte
distribuyó las telas almidonada
imprescindibles a la estructura del esqueleto.
Así empezaron sus aseveraciones
al muñeco inacabo: “Yo que soy
costurera de tu sueño
te presento con mis seres pequeñitos
reuniendo hilos sujetándote
a las cuerdas diagonales para atarte mejor
a mis sentimientos de amor
y así sientas cómo van estirándose
hacia adentro los perforados elásticos
para que quepan mis ritmos los diseños que yo
conjuro para ti, amor de mi corazón.
Las extremidades del muñeco
empezaron a salir de la máquina.
Tapa y bobina fijaron
su cabeza a medida que la costurera
y sus dedos sentían en fondo
del hombre emergente. La base y la placa
funcionaron continuamente cuando
se puso a coser las líneas rectas.
Una vez en su lugar, la regularidad
de la aguja alimentaba el mecanismo
de las rachas eléctricas que impulsaban el hilo
de la tela sin cesar.
Su pierna descansó por un instante.
El cuarto quedó en silencio.
Acercando el oído a su
confección observó abrirse
las costuras como si estuvieran inconclusas
y allí vislumbró otra mano
que se movía dentro del hombre emergente
mientras jalaba hacia adentro
jugando con sus propios carretes
y dobladuras. Vio en él esos
pliegues de piel
como reflejos de sus
propias sedas. Callándose
la costurera de la constante
Singer brevemente descansó
reposó su cabeza sobre la superficie
fría de la máquina.
***
Ronca, profunda, como si
surgiera desde zonas
sagradas apenas imaginadas
la voz informe del muñeco se
extendió plena alrededor suyo:
“Once veces dos años
tenía cuando empezaste a ocultarte
detrás de los duros tejidos almidonados
para castigarnos juntos sin
nosotros. Había humo en mi pelo
y en el tuyo. Jugabas
con las cosas como lo hiciera
la madre de mi padre.
Muchos desde el Uno: el fuego, el agua
la tierra y la vasta altura del aire.
Atiende a esta petición de mi
plegaria, tú, costurera de mi vida
ya que el corcel alado
que monté me llevó cuan lejos
deseara el corazón. El eje del carro
era resplandeciente llama en órbita:
aprendí todo lo que hay por saber”.
***
Cobrando poder siguió
cosiéndole los ojos para que él pudiera
observarla mientras creaba su
deseo, porque él no podía existir
sin su intervención: Ella le
dio sus uñas, se las cosió a mano
en las puntas de los dedos
aquellos que imaginaba en la excitación
de su sexo antes de su aparición.
La costurera reunió aquellas partes
de su muñeco que estaban ya confeccionadas.
Movimiento y volumen ahora las
definían: los brazos flotaban, los ojos
separados uno del otro, los dedos
avanzaban sin rumbo. Cesó de ser
la señora de su taller y luchando
fieramente contra la liviandad reunió
las partes dispersas del muñeco.
Una por una fijó las extremidades
el torso contra la superficie de terciopelo.
Pegó los ojos a la cara, metió
la lengua a la garganta, arregló
su dorado pelo impecablemente.
Se montó en el muñeco incompleto.
Puso cuidadosamente su sexo sobre
el vacío donde el de él estaba
sin forma y empezó a conjurar.
Cual vestal adoradora de verga
pujó hasta que lo sintió
surgir creando vasta tierra.
Gimió en lo profundo de sí.
Irguiéndose de dolor
y exhausta cayó
en momentáneo sueño.
***
La costurera volvió a despertarse
y prendió la máquina de coser.
El ruido empezó a agitar
esas estremecidas columnas
de sonido metiendo brazos
en mangas alargadas. Un ruido
como dentado abarrotó los sentidos
de la modista ideal jadeante
siempre a la espera de que
se desabroche el gancho.
Respirando profundo y prosiguiendo en su labor le dijo:
“Tú que eres fuerte y poderoso
levántate por mí, muñeco, tus extremidades
se endulzarán por el corte
perfecto cuando me busques
porque yo soy tu creadora oculta
pero viva dentro de un bolsillo
forrado de seda donde vivo con tus fantasmas”.
***
El aire del verano llenaba el cuarto
la humedad la animaba
cuando extendió las cintas
de piel cuidadosamente puso
un telón de fondo para los dientes
del amado que ahora la saludaba
desde la superficie esmaltada
de la máquina de confección
La voz del muñeco
lo precedió al emerger de
ella y de su mecanismo:
“Mis ojales están todavía
sin hacer, señora del vestuario.
Cobraremos vida el uno para el otro
dentro de estas construcciones.
Saca la cabeza por encima de la tela
escocesa: me entregaré a los fondos
almidonados que has guardado
escondidos para mí desde que la madre
de tu madre le entretejió plumas
a mi relleno. Tengo tu boca
atrapada en mi lengua. Amémonos
dentro del costurero con nuestros
guantes y un guante sin dedos”.
***
Las palabras cobraron vida marcaron
el comienzo del devenir de ellos
como uno solo. A su creadora le dio
el muñeco la bienvenida de vuelta a la vida:
“El deseo va filtrándose en estas
telas, amante del corazón
hilvanado. Siento el jalar de tus
hilos en mi lengua cuando sigo
la larga costura por tu espalda
contigo contra la pared mientras
el placer nos divide nos corta
en cuatro estoy cosido a ti por ti
estamos cosidos el uno al otro”.
Las agujas comenzaron a hacerse romas
a medida que empezaba a fluir la sangre dentro
del muñeco sus capilares alimentaron a su corazón
liberándolo completamente impulsando
al hombre ideal a su hacedora
deshaciéndose por él mientras
alejaba del pedal y la rueda
pies y manos de la costurera
para comenzar la danza sin fin
de sus nupcias entre los pedacitos de tela
sembrados ese día en el piso del taller.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012
Publicado originalmente en Sew Him Up, Quattro Books, 2010.
Esperando a las bibliotecarias
Las calles de Alejandría están llenas
de garras. La biblioteca clama
a sus soles sus lunas se quiebran
entre insectos con el calor que se
filtra por pergaminos lánguidos.
Las hijas de Ptolomeo se
liman las uñas. Forman una
congregación de mujeres que vagan
obedientes y condenadas al interminable
mármol elástico que crece hacia arriba
cual piel grabada con jeroglíficos
jamás descifrados, pobres
clasificadoras obsesivas.
Sitiada la gran biblioteca
abre sus puertas al sueño hecho de nudos
mientras se derrumban sus columnas
y la tierra abre sus sótanos a
millones de libros refrenados por muchedumbres
de palabras que avanzan lentas.
La biblioteca
busca sus significados adentro.
Las profesionales recitan
las escrituras en forma inversa
antiguas iniciadas del sinsentido
van palpando su camino por el
polvo que se espesa
en cajas prefabricadas.
Las organizadoras del laberinto
viven sometidas a una taxonomía de quejas
oran por otro más allá mientras
sus almas se sientan a esperar
un país de puertas y ventanas.
Las bibliotecarias se disuelven
en complicadas vestiduras
lloran lágrimas de tinta rascan
las orillas del conocimiento
hurgan con la lengua el fango
y retiran sus escaldados
gritos desde el mar egipcio
donde los escribas alguna vez
plantaron flores y verbo en oído.
Enceguecidas tras siglos
de listas las especialistas se reúnen
discuten la viabilidad de los dientes
numerología instantánea para evocar ese lugar donde
alguna vez deambularon sus abuelas espirituales.
Las hermanas son laboriosas y puntuales
adeptas a la disciplina de los estantes
clasifican a sus pretendientes
a morir se lamentan de la soledad
en los viejos daguerrotipos la semilla
de amor catalogada bajo el mismo
número indefenso que nunca se enfría.
En sus manos el significado muere.
Portando presentes las mujeres se acercan
a los clientes en los ochocientos
se levantan de las sillas giratorias
su mantra monótono saluda
al yo decapitado de Melvil
Dewey vaciado en yeso
su alma decimonónica
oliendo a perros.
“Gran Señor del sistema duodecimal
revélanos tus puntos” imploran
pero la cascada de números
de repente sepulta toda esperanza y
aunque luchan por preservar
la imagen de su Rostro, la gran
biblioteca desaparece en las calles
polvorientas de Alejandría.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012
Publicado originalmente en The Wardrobe Mistress, Ekstasis Editions, 2003.
Hombre, mujer, máquina
Cuando el hombre se acerca a la máquina
imagina a la mujer hecha de cuadrados
y dígitos, su boca silenciosa y húmeda.
Las estrellas se hacen visibles. Las llaves se multiplican
se curvan en un universo silencioso donde el hombre
tararea la melodía del deseo inquieto y repentino.
Hablando en lenguas extranjeras cava
cimientos nuevos para la torre de Babel
mientras sus ejércitos dejan atrás la patria.
Cuando la mujer se aproxima a la máquina su amor
vuelve al enchufe donde vive a filo con el ruido.
Loca abeja reina emplea la máquina e imagina
sus frutos transformados lentamente en acabados
manjares que parte como un interminable cuerpo de
carne cruda. Prisionera de sus funciones la mujer
se deleita ante la eficiencia de la máquina, celebra
aspirando ruidos de su compañera mecánica, al
desplazarse por el universo en expansión de la casa.
Cuando la máquina se acerca al hombre y a la mujer
súbditos de la desunión, deambula perdida golpeando
con rabia las superficies plásticas, reclamando a gritos
ante los instrumentos inalámbricos que reemplazan
la infancia con la melancolía de oscuros presagios
metales eternos que estallan en la noche. Llora
añorando esa primera felicidad, el momento
espectacular contenido en las risas de madres
y padres cuando jugaban en el origen de la dicha.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012.
Publicado originalmente en The Wardrobe Mistress, Ekstasis Editions, 2003.
Cow head
A mi padre Joseph, en memoria de István y Artur Hausner
Los antepasados han llegado
a su destino. Hilos invisibles
los guiaron hasta la playa
bañada por el sol de Cow Head.
Se tornó hueso la ceniza
que moldeó el Silencioso
cuyos himnos amortiguan el viento
con presagios que removieron esas porciones
amargas de tiniebla y de llanto.
Un hilo de sangre empuja
el pálido tren que nunca
acaba de cruzar la noche:
aullando en lo más profundo
de los engranajes del motor
que desgarra la lengua.
Su historia es la historia
de toda presa atrapada en
la mordaza del perro automatizado
su mantra de la muerte
sistemáticamente repetido
año tras año dentro
de la ballena proverbial.
Varada en la costa oeste
de Terranova su ojo nos mira
en silencio, plañideros
oramos a gritos mirando al norte
de esa otra estación en espera de respuestas.
Solo permanece su sufrimiento mudo
que resuena en silencio en el agua congelada.
Aquí están mis difuntos
presos dentro de la máquina
la precisión digital de los cálidos
tatuajes vueltos hacia adentro
vivos en el corazón que late
ante las puertas del dolor:
Un solo vaso de agua
ilumina el mundo.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012.
Publicado originalmente en Sew Him Up, Quattro Books, 2010.
Voces del más allá
para Ludwig Zeller
Los tibetanos entran al
Bar de los Apóstoles
donde se hace el amor
los miércoles y
no los martes.
El corazón se agita:
un carro más rápido
que el carro de Elías
se aproxima se me acerca
mientras el amor fluye
de sus dedos como estrellas
tarareando su música
en lo profundo.
El oído retiene
el eco de reyes jamaiquinos
legítima aristocracia
hacedores de estas caderas
que se balancean al son dulce
de Vinicius de Moraes
canciones que enterraran
las manos del olvido.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012.
Publicado originalmente en Sew Him Up, Quattro Books, 2010.
La casa de rue du Château
La llave
Las energías vegetales fueron ahí el centro de atención. Alguien predijo que las mujeres que vivían en su interior algún día desfilarían sus yos ante el juez que permanecía sentado e inmutable ante el público. Eso haría ella en orden inverso, para desconcertarlo mejor. Supuso que él era un caso aparte de las multitudes de especialistas que se habían dedicado a estudiar los objetos del archivo. Su instinto le decía que algún día entendería ese secreto, enroscado entre los seres fantasmales que llevaba dentro de sí. Mucho tiempo hacía que ella los había encerrado en una caja, ocultándolos dentro de uno de los armarios ornamentales que cubrían el desván en la casa de la Rue du Château. No sabía el paradero de la llave, ya que habían pasado muchas eternidades, dejando atrás los encajes de olanes como herencia de su desaliento. Se preguntaba si él verdaderamente comprendía que ella seguía respirando a pesar de que la ocultaban todas esas joyas y collares isabelinos. En el último minuto y antes de retirarse por la noche, bajó la vista hacia la derecha y se dio cuenta que él había echado raíces dentro de ella y que entre esas raíces yacía la llave perdida desde hacía tanto tiempo.
La vida oscura de las plantas
Así observa su vida cuando su mente trata de recordar el pasado lejano. Ella se refiere a algún momento del siglo XX cuando el rey Heliogábalo, tal como lo entendió Artaud, colmaba sus sentidos.
En el presente, sin embargo, su rey está de pie frente a un muro invisible. Ella sabe que él confía en la luna. Cuando está llena, Isis menguante cubre la selva oscura donde él yace con el sexo de otra, ese río vertical en el cual reposa su cabeza varias veces por semana.
Ella se obsesiona y se confunde.
Pasa la mayor parte de sus días languideciendo al pensar que su señor, cruel al igual que el antiguo emperador, la elevará al trono de la luna con su lengua. Se lo imagina extendiéndosele.
Pero la realidad y su desorden crecen, y sabe que su visión puede no realizarse hasta que un sol negro destruya las vestales con las que se casara anteriormente y quienes aún suspiran por él: sus cabelleras hablan de su propia ruina.
Prosigue con sus estudios inútiles, revisando citas y clasificadores caducos, y se dice quietamente: Mais le zèle d’Héliogabale pour son dieu, son goût des rites et du théâtre, ne se retrouvent jamais mieux que dans le marriage de la Pierre Noire avec une épouse digne de lui.
Ritual
Habían permanecido fusionados uno al otro durante mucho tiempo, pero la falta de memoria de ella había borrado la imagen de aquel abrazo. Un día, sin advertencia, el primer hombre le envío un mensaje claro. Venía contenido en los pliegues que una tercera mano había deshecho con cuidado, transformándolo en una historia secreta, más en sintonía con el estado de ánimo general del trabajo en curso. Alguien había planchado los pliegues con un cepillo, de modo que los significados una vez contenidos en toda esa crueldad se hacían visibles solo a los iniciados de la casa de Rue du Château.
El sacerdote que estuvo de visita ese día extendió la imagen sobre la superficie blanca del piso y procedió a reconstruir las fisuras que una vez la habían definido. “Aquí, en el centro, está el origen de su amor”, dijo. Permanecieron callados por temor de romper su extrema concentración. Él continuó impávido: “Notarás que el poder del sexo de él es directamente proporcional al de ella. Es decir: sin su poder, ella es impotente”. El sacerdote alzó la vista, sus ojos inquisitivos. La primera en levantar su mano fue una joven vestal.
“¿Cuál es el significado del extraño animal al que le crecen alas en torno a su propio cuello?”, preguntó la mujer tentativamente.
El celebrante permaneció en silencio durante un largo rato, como si temiera que las texturas pudieran adquirir vida, que saltaran del papel y cambiaran el curso de las ceremonias. Finalmente, dijo: “Es una representación del amor como un órgano físico, como un recordatorio, ya oscuro, ya alegre, de su habilidad para transformar el mundo”.
Los orígenes del lenguaje
Escrita en las paredes del vestíbulo de la casa de Rue du Château estaba esta cita del Fastos de Ovidio:
Cuando la noche ha pasado y el cielo comienza
A ruborizarse y los pájaros gorjean tocados por el rocío,
Y el viajero insomne descansa su antorcha a medio arder…
Extrañamente, y aunque la había pasado miles de veces, nunca se había preocupado de leer el contenido de la cita, asumiendo que estaba escrita en un idioma diferente al suyo. Era un idioma de imágenes y símbolos que solo ahora, tras un largo período de transición, era capaz de entender. El mensaje de bienvenida, las tonalidades lánguidas de la voz latina que viene a través del inglés, dieron a la poesía un sentimiento de lo eterno, y la hicieron pensar en “Las vocales” de Rimbaud.
Había tanto en la cadena de palabras. Para empezar, la relevancia de fechas, los comienzos de meses y años de felicidad que ellos mismos habían anunciado. De pronto se sintió cómoda en el mundo, quizá por primera vez en muchas eternidades, y dio gracias a la mano invisible que había grabado aquella revelación. Respiró profundo y se dijo: “dos de abril, día de los ángeles”.
Traducción de Julio César Aguilar en La costurera y el muñeco viviente. Mantis, 2012.
Inédito en el original inglés.
La metafísica del agua
Los mapaches son animales en extremo adaptables. Durante muchísimo tiempo han abundado en América del Norte, en áreas boscosas, y también abiertas, en lugares siempre cercanos al agua. Cuando las aguas fluían veloces, los mapaches encontraban zonas menos profundas y charcas donde el río corría más pausadamente.
Las aguas de corrientes suaves o en calma han sido y siguen siendo el lugar preferido de los mapaches que viven en el mundo silvestre.
Cuentan que Toronto tiene la mayor población urbana de mapaches del mundo. A muchos se les encuentra en las áreas más silvestres de la ciudad, ciertamente en sus barrancos. Sin embargo, los mapaches se han adaptado e instalado a sus anchas en zonas densamente pobladas donde van en constante aumento. Los mapaches viven dentro de los garajes, bajo lo techos, ocultos en cualquier lugar donde haya un hueco para acomodar a sus familias. Los mapaches cuidan con esmero a sus cachorros. Sus colas y patitas asomándose por los hoyos de alguna construcción antigua ofrecen el más enternecedor de los espectáculos.
Lo que se intenta señalar aquí es que los mapaches de Toronto no viven cerca del agua. De hecho, la población principal de estos individuos peludos de nuestra ciudad en absoluto está cerca del agua. Eso nos hace ponderar: ¿qué pudo haberla remplazado? ¿Acaso los mapaches han construido depósitos de agua que los humanos no encontramos? ¿O será que, porque son animales mágicos, los mapaches de hecho habitan paisajes invisibles en los que el agua fluye abundante y libre? ¿Será que el agua como, digamos, los virus que mutan cuando habitan como organismos huésped, en los mapaches se ha convertido en algo diferente a un elemento líquido?
Me hago estas preguntas mientras cierro este ciclo y dejo libre a Raccoon, El Mapache.
***
¿Qué hay allí?
En nuestras comunicaciones iniciales, cuando El Mapache reapareció como personaje cortés y altamente sofisticado, hablaba a menudo de agua. «El agua», escribía «es una energía femenina asociada con aspectos de Isis». Solíamos recordar tiempos anteriores, menos enredados, cuando sin saberlo jugábamos al teatro improvisado, recreando el relato de la creación, él mi Nilo y yo su tierra húmeda, aprontándome al desbordamiento al principio de la primavera.
Luego vino el sufrimiento. El mesurado henchirse del río regulado por las estaciones se detuvo. Nos asolaron grandes tormentas; las inundaciones convirtieron el agua en un elemento destructor, haciendo huir a los animales, mutar en seres hechos de diversas sustancias. El pelaje se espesó sobre El Mapache hasta ocultar por entero su piel. Sus delicados huesos devinieron en amargas capas de telas oscuras.
Aún así, la voz de El Mapache me llegaba a ratos durante el invierno, desde el poniente, el punto cardinal asociado con el agua. Sus sonidos tenían un timbre apagado y antiguo, siempre amoroso: «La carne se fusiona, borrosa, trascendental, en éxtasis impronunciable», decía.
¿Cómo es?
A pesar de los desastres, El Mapache y yo, aunque separados y sin saber el uno del otro, nos aferramos a la idea de que el agua sana, limpia, purifica. En lo oscuro, él seguía el llamado de su hermana, sacerdotisa del jardín que ella misma diseñara cuidadosamente al modo de los templos de Japón, donde El Perro Mapache reina supremo. Consciente de sus deberes cuando cuida sus pequeños, El Mapache los transportaba a las playas de ese océano primigenio y permitía que sus aguas bañasen sus pies. Por mi parte, intenté nadar en las aguas glaciales de los lagos del norte, donde jamás se pone el sol del verano.
¿Quién está allí?
Al paso de los años de silencio y distancia, las aguas más cercanas a El Mapache a menudo eran aguas quietas que tendían al estancamiento a causa del calor. Otras veces, las aguas eran a menudo oscuras, incluso salvajes. Yo soñaba con que se hundía en sueños tempestuosos que lo hacían moverse con violencia, retorcerse al imaginar que lo perseguían versiones gigantescas y monstruosas de él mismo, como las que evocara su madre embravecida.
Hoy El Mapache y yo nadamos en las aguas de una nueva orilla. Estas son aguas de corrientes suaves, refrescantes. El sol ilumina el fondo arenoso donde se mueve la vegetación, ahora en dirección de la corriente, luego siguiendo los movimientos de nuestras extremidades, mientras el y yo nos unimos en un esplendoroso abrazo.
Traducción de Susana Wald y Martha Bátiz en Historias de Toronto. Ottawa: Lugar Común, 2016.
Publicado originalmente en Enter the Raccoon, BookThug, 2012.