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Una memoria leve

Margo Glantz

 

¡Mira, nomás!, te digo. Y tú miras. Al lado se han sentado. Ella es alta, rubia, bien vestida. Lleva, como debe de ser, el suéter colocado en el cuello como si fuera pañuelo, por si las dudas, ahora que es verano y que el tiempo parece invernal, pero a lo mejor, de repente, nos sale el sol o cae la lluvia de nuevo, y hace fresco, y además es elegante.

 

Él, con una gabardina y los cabellos recién cortados, a la moda, parece de los cincuentas, pero el traje es de los ochenta y tres, perfecto, correcto. Entre ellos y nosotros, ¿recuerdas?, hay una mesa, de esas mesas pequeñas, incómodas, preciosas, colocadas sobre la hacer, frente a la Plaza de los Vosgos, donde está la casa de Víctor Hugo y la rue du Temple. Tú y yo nos miramos a los ojos y yo devoro una tarta de fresas. Ellos ordenan. Hablan francés. Yo te digo cosas banales, ella nos mira. De repente hablan como nosotros en español, nos miran con una sonrisa cómplice, ambos son ¡tan franceses! Él la mira con cariño, pide unas salchichas, un paté, es delgado, ella también, pero pide una carne asada, un filete. Él es, como todos los hombres, me digo, egoísta. Te miro, tú también comes, llevas días sin haber comido bien, yo llevo días de haber comido demasiado y lo sigo haciendo, con remordimientos. Mi vecina come pausadamente, de vez en cuando lo mira con pasión, con enternecimiento, él la vuelve a mirar entre bocado y bocado, pero se nota que en ese momento le importa más el sabor de la salchicha; en los ojos de ella se distingue una lucecita de comprensión, ella sabe por ciertas formas de ver que para él ella no es tan importante como él para ella, la mirada brillante se opaca y hay una tristeza resignada y terrible, luego, olvida o quiere olvidar cualquier resignación, cualquier comprensión realista del momento y vuelve a mirarlo con ojos brillantes de enamorada que en la Place de Vesages come y brinda con su enamorado. Ella es sudamericana y habla francés, él es francés y habla español. Ella lo ama, él también, pero su amor es condicionado, en ese momento al sabor de la salchicha y las coles en vinagre, luego a su comodidad y ella lo entiende y lo desecha de un manotazo para no romper con su tristeza la hermosura de una tarde de verano que parece de invierno y sin embargo asoleada en un cafecito de barrio. A mí me sobreviene la tristeza como a la virgen de la iglesia que acabamos de visitar, Nuestra señora de los abrigos blancos, en ese lugarcito donde tú decías que había una división de cultos, una iglesia por un lado y una sinagoga por el otro, para poner en marcha ideales gandhianos, perfectos, de comprensión total, sin egoísmos.

Me ha dado tristeza porque el último día, nimbado de una tristeza suave, pegajosa, coqueta. Tan coqueta y pegajosa como la pastelería antigua con sus vitrinas decoradas a mano con letras y paisajes art nouveau y con su techo decorado con en flores sobre un material tan delicado y tierno como el azúcar glás que cubre algunos pasteles decorados a la moda de las novelas fin de siglo. Me toma del brazo, pasamos cerca de una tienda de antigüedades, todo es hermoso y caro, de repente veo un collar muy delicado y el precio es accesible. Entramos, me lo compras, yo veo sobre un sécretaire una servilleta de papel, de color blanco lecha con un borde rojo. Es porcelana muy fina, casi imposible, porque el doblado del papel es exacto, absoluto y el material, frágil pero preciso. No puedo contenerme, lo pago, me lo envuelven, lo traigo desde el aire enrarecido de una mirada vieja, descrita mil veces en los retratos, e las películas, en las novelas. La manoseo, la estiro, la recreo.

 

[Número 2 – Septiembre 1985]

 

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