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Tuyo es el reino

Abilio Estévez*

 

Y por cada palabra algo se añadió a la realidad. El mundo se conformó y ordenó como yo quería o deseaba. El Herido y yo paseamos por aquel invento con alegría que no tuvimos modo de contener. Sé, o creo saber, que llegamos un lago. Debimos de habernos sentado en sus orillas (los lagos están para que nos sentemos en sus orillas). Con gesto cargado de intención, él ordenó Inclínate, mírate en las aguas azules que, cómo están acabadas de crear y como todavía somos los únicos humanos, aún no están contaminadas.

Allí, reflejado en las aguas, no me vi, lo vi a él, vi al Herido que Tingo y yo encontramos, aquella noche de finales de octubre, en la carpintería del difunto padre de Vido. Y la imagen de las aguas, titubeante y casi efímera, me permitió entender, en una iluminación, qué hacía con el cuaderno, y, lo más importante, me permitió entender quién era yo. Maestro, dije, quiero contar la historia de mi infancia, la historia de aquella Isla en que nací, en Marianao, en las afueras de La Habana, junto al cuartel de Columbia, narrar la historia de aquellos que me acompañaron e hicieron desdichado o feliz, regresar a los meses finales de 1958 en que estábamos próximos, sin saberlo, a un cambio tan definitivo en nuestras vidas, aquel ciclón que abriría puertas y ventanas y destruiría techos, y echaría abajo paredes, ignorábamos entonces el poder de la Historia en la existencia del hombre común, Maestro, ignorábamos que éramos las fichas en el tablero de un juego incomprensible, no pudimos percatarnos de que la huida del tirano con la familia hacia la República Dominicana, la entrada en La Habana de los Rebeldes victoriosos (que tomamos por enviados del Señor), transformaría tanto nuestras vidas como si hubiéramos muerto la noche del 31 de diciembre de 1958, para nacer el primero de enero de 1959 con nombres, cuerpos y almas completamente transfigurados (aunque esto, lo sé, no tendrá espacio en la novela: deberá ser narrado en otros libros).El Maestro, al parecer, no escuchó. Quedó sonriente, inmóvil. Los ojos adquirieron fulgor especial. Rejuveneció. De su cuerpo comenzó a emanar un resplandor intenso, que encegueció. Sólo entonces reaccionó. ¡Escribe, no pierdas el tiempo, escribe!, gritó mientras giraba, y noté, y ahora notarán ustedes, distinguidos y posibles lectores (por el seguro ademán que acompañó a la exclamación, el brillo de los ojos verdosos y la sonrisa tan segura como el ademán), que él (o ella) tenía justa conciencia del valor que debía imprimirle a la frase. Continuó girando y terminó por deshacerse en humo, en polvo brillante que subió a lo alto y se precipitó luego en forma de lluvia generosa sobre la tierra. Comprendí, comprendo: quedaba y queda un solo camino. Vuelvo a abrir, pues, el cuaderno. Escribo: “Se han contado y se cuentan tanas cosas sobre la isla que si uno se decide a creerlas termina por enloquecer…”

“No es la victoria lo que yo quería sino la lucha”

Strindberg

y se levantan, junto con matas de mago, de mamey y guanábanas, álamos, sauces, cipreses y hasta el espléndido sándalo rojo de Ceilán, crece una vegetación intrincada, helechos y flores, se ven estatuas el Discóbolo, la Diana, el Hermes, la Venus de Milo, el busto de Greta garbo, el Laonte con sus hijos, el Apolo de Belvedere junto a la antipara de zaguán, la fuente en el centro muestra al niño que tiene la oca en los brazos, ahí están las casas, la gran verja que da a la calle de la Línea. El Más Acá separándose del Más Allá. Regreso a una noche de finales de octubre. Frente a mí, Mercedes con su soledad. Martha con sus sueños. Lucio y su confusión, el tío Rolo en la librería, la señorita Berta que nos daba clases soñando con Dios, Tingo llorando de ignorancia, Merengue limpiando el carro de los pasteles mientras pensaba en Chavito desaparecido. Casta Diva y Chacho, Helena, Vido, Melissa, la Condesa Descalza, el profesor Kingston, doña Juana que duerme… Puedo verlos: esperan. Están listos, lo sé, para cobrar vida y repetir, transformando, el breve aunque vigoroso intervalo de tiempo que irá desde una noche de finales de octubre (amenaza, lluvia, sienten la presencia desconocida en la Isla) hasta aquella fecha histórica del 31 de diciembre de 1958 en que tuvo lugar el incendio devastador. Se animan. A medida que escribo se animan. Viven los ojos, resuenan las voces. Se escuchan pasos, susurros. Se abren y cierran puertas, ventanas. Anochece. Amanece. Las ranas croan. Vuela un búho. La brisa mueve las copas de los árboles. Despierta el olor intenso de los pinos y las casuarinas. También la tierra huele de modo especial, como si viera. Es el reino, mi reino, animado otra vez. La Isla de mi infancia de nuevo frente a mí. Y aquellos que la poblaron. Sus estados de ánimo, victorias y fracasos.

El destino de ellos dependerá de mí, de este cuaderno. Es hora de escribir: escribo. Por el momento, ocupo el lugar de Dios. Y como ahora el que crea soy yo, las cosas, por supuesto no serán no han sido, como alguna vez fueron. Rectifico. Escojo. Recompongo. Paseo por un cuarto, me asomó a la calle donde la vida resulta una alucinación. También yo soy una alucinación. No me engaño. No tengo valor material. Cuando salgo a la calle, nadie repara en mí. No existo. Luego ¿Quién soy cuando no estoy frente al papel que relumbra? Para sentir que vivo, regreso al papel. Bastarán las palabras. Aliadas, confabuladas, poderosas. ¿No es acaso justo y hasta necesario que en el principio haya sido el Verbo, que la complejidad del mundo haya comenzado por una simple palabra?

 

La Habana, 1996

 

*Nació en La Habana en 1954, publico: La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea (1987), La noche (1994), Manual de tentaciones (1989), Tuyo es el reino (1997), El horizonte y otros regresos (1998)

 

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