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Tres sorbos de café (para leer en voz alta)

 

César González “Chico”

 

Primer Sorbo.

… cuando nos poníamos insoportables mi abuelo nos sentaba frente a un televisor igualito a los que aparecen en las películas del Santo… movía la palanquita de un pesadísimo y misterioso cubo de metal que estaba en el piso –supe después que era una especie de regulador- y la cosa empezaba a zumbar… minutos después, se encendía una lucecita roja que era la señal para que mi abuelo oprimiera un botón y en el centro de la pantalla verde oscuro aparecía un minúsculo puntito de luz… el puntito iba creciendo poco a poco hasta convertirse en uno más grande, luego en una mancha que iba llenando lentamente toda la pantalla y que encerraba figuras difusas que emergían como fantasmas de entre la niebla… sólo el ritual de encender la televisión tomaba, lo juro, alrededor de cinco minutos… 

 

 

… muchas veces contemplé fascinado los complejos rituales de cocina de mi abuela… lavarse las manos, ponerse el delantal, arremangarse, acomodarse los lentes, inspeccionar minuciosamente cada ingrediente, sacar un poco del guiso con la cuchara de palo, servírselo en la palma de la mano y probarlo para ver si estaba bien de sal y cantar mientras hacía todo eso… lo vi repetirse exactamente, en el mismo orden y con matemática precisión cientos de veces… no podía ocurrir de otra manera porque seguramente el universo habría colapsado sobre sí mismo, nuestros destinos y los de futuras generaciones habrían cambiado y seguramente el guiso no habría salido igual…

… todo en estos tiempos es velocidad, vértigo y prisa… si la computadora no enciende a los diez segundos es una computadora lenta… una publicación en redes sociales, por interesante que sea, tiene entre tres y cinco segundos para capturar la atención del lector promedio… hay comida rápida, conectividad de alta velocidad y los novios hablan de echarse un rapidín  porque es lo que sus frenéticas vidas les permiten… la vida en general corre a tal velocidad que no queda tiempo para rituales…

… de niño aprendí que todo lo que vale la pena necesita un ritual… es más, me atrevo a asegurar que en ocasiones el ritual es mucho más importante que aquello que lo sucede… lo aprendí, como casi todo, de mis abuelos que eran tal vez sin proponérselo, gente que le añadía a cada cosa, no importa lo minúscula o banal que fuera, un toque de gracia… o tal vez eran sólo gente de su época que tenía muy claro que una vida significativa, está conformada por una serie infinita de pequeños, minuciosos y pacientes rituales…

 

Segundo Sorbo.

… era todo huesos y piel quemada por el sol… le faltaban casi todos los dientes y tres dedos de la mano derecha que fueron cercenados al enredarse en el sedal, un mal día que su anzuelo engancho un tiburón… supo que era un tiburón porque lo vio emerger para comerse sus dedos que quedaron flotando en el agua… —desde ese día pertenezco al mar, me dijo, y el mar tarde o temprano reclamará lo que queda de mí…

…dicen que había nacido muy lejos, al norte, en el desierto y que había llegado al puerto quién sabe cómo, siendo niño y casi desnudo… dicen que cuando llegó tenía los ojos negros pero que con los años, que ya eran muchos, se le fueron poniendo azules de tanto ver el mar…

…como cualquier otro hijo de nadie que había llegado a regalarse como un perro callejero, había tenido que hacer de todo para ganarse la comida… empezó destripando pescados en el mercado, llevando y trayendo lo que le pidieran, se había deshecho los dedos reparando redes, enderezando anzuelos y calafateando botes… solía dormir en la playa, dentro de alguna de las lanchas de pesca y dicen que por las noches se las llevaba mar adentro a fuerza de remo y que así aprendió, de algún modo, todo lo que sabía del ir y venir de los bancos de peces…

… cuando lo conocí, la guerra por el pepino de mar (ese manjar del caribe que codiciaban las grandes empresas hoteleras y que había envilecido a las comunidades pesqueras) lo había sorprendido siendo comisario ejidal y se vio obligado a tomar partido por los suyos, aunque el pepino de mar le importara literalmente, un pepino…

… como las cosas se habían complicado y hubo botes incendiados, pescadores heridos y muertos, él renunció a su cargo y se había alquilado como velador en la draga del puerto de abrigo… se había hecho de muchísimos enemigos durante la guerra del pepino y desde la bahía en la que estaba anclada la draga; decía, podía verlos venir a lo lejos…

… esa noche, mirando siempre por encima de su hombro,  destapó un par de cervezas y encendió las luces de la draga para que las jaibas del fondo salieran a la superficie… las tomaba con la mano, le daba a cada una las gracias con enorme cortesía y las depositaba delicadamente en una cacerola vieja…  sobre una parrilla eléctrica preparó en un instante un caldo de jaiba difícil de olvidar…

… con los años, y contrario a su deseo de que el mundo lo olvidara, se había convertido una especie de gurú al que acudían los pescadores cuando la pesca había estado mala… él, de algún modo sabía dónde, cuándo y a qué hora pasarían los peces y  sus devotos se reunían todas las noches en peregrinación alrededor de la draga para escucharlo… era infalible, decían, porque sus dedos que reposaban dentro de la panza de un tiburón, le señalaban por dónde iban a pasar los peces…

… todas las mañanas se zambullía en el agua aceitosa de la bahía, y nadaba hasta una lanchita minúscula en la que salía remando a pescar a lugares secretos que sólo él conocía… regresaba siempre con dos o tres pescados enormes, magníficos y se iba a venderlos a los grandes hoteles…

… un día como cualquier otro, unos pescadores encontraron su lancha flotando a la deriva… dentro había tres peces ya podridos y comidos por las gaviotas, una red, unos viejos arreos de pesca y un sombrero inconfundible…

… —lo asesinaron, dijo la prensa… — es una víctima más de las guerras del pepino, dijo la policía…

…  —era, como nosotros, un hijo del mar y el mar vino por él, dijo un pescador…

 

Tercer Sorbo.

… la casa de mis padres estaba en la cima de una calle empinada… empinada de veras… 500 metros de longitud de arriba a abajo con al menos 20 grados de inclinación… recta, sin topes, bien pavimentada…

… un día estaba con mi amigo Raúl sentado en la cima de la calle con un costalito de canicas en la mano… sacaba una canica y la echaba a rodar calle abajo, luego otra y otra… con cada canica que arrojaba veía a mi amigo transmutarse en esa especie de Dr. Jekyll en que se convertía cuando estaba a punto de ocurrírsele una idea peligrosa… 

… ni siquiera tuvimos que hablar de ello porque habíamos pensado exactamente lo mismo…  todo fue conseguir un serrucho, tornillos, una tabla, clavos, martillo, y las ruedas y el volante de un desvencijado carrito de pedales que su hermano mayor tenía arrumbado en su garaje…  para medio día teníamos el equivalente tercermundista de una Avalancha… es decir, una tabla horizontal  con ruedas y volante perfectamente diseñada para deslizarse calle abajo…

… como el sistema de frenos era bastante más complejo de construir y no había que perder el tiempo en cosas sin importancia, decidimos aprovechar el hecho de que había muchas construcciones en los alrededores para hacernos de un par de ladrillos de buen tamaño… en la Avalancha del tercer mundo cabíamos tres imprudentes perfectamente sentados… al frente el piloto encargado de la dirección, en medio el copiloto que tenía a su cargo la importante tarea de gritar desaforadamente durante la bajada y el cabús que estaba encargado de ir regulando nuestra velocidad  aplicando los ladrillos sobre el pavimento… frenado por fricción le llamábamos…

… 5,4,3,2,1 y tres moconetes pasaron velozmente calle abajo, gritando como si los acabaran de parir,  y rayando el pavimento de anaranjado… todo terminó muy rápido y nos encontramos despeinados, afónicos y con dos minúsculas tejitas de ladrillo pero sorprendentemente sanos y salvos al fondo de la calle… — él águila alunizó dijo alguien, y reímos como nunca…

… pasamos así el verano y la calle se volvió completamente anaranjada… tuvimos muchos descensos exitosos y muchos accidentes… no era raro vernos subir los 500 metros de la calle con nuestra tabla a cuestas, con rodillas y codos destrozados y sangrantes pero encantados de ir a hacerlo de nuevo…

… siempre pensé que lo mejor de deslizarnos calle abajo era todo lo que conversábamos caminando calle arriba… yo le conté a Raúl de la muerte de mi abuelo, él me contó que estaba enamorado de una de mis hermanas, su hermano Alejandro nos contó de su incipiente homosexualidad, nuestro amigo Arturo nos confesó que seguía mojando la cama y que le aterraba la oscuridad… todo era una mezcla de adrenalina, solidaridad, confianza, amistad, última infancia y cierta intuición de que no íbamos a estar mucho más tiempo juntos y que las cosas iban a ser mucho más complicadas y peligrosas que arrojarse en una tabla con ruedas cuesta abajo… 

… esa calle es uno de los muchos recuerdos que me hacen preguntarme cómo fue que sobreviví a mi infancia… sé desde entonces, porque lo aprendí con ellos, que si vas a emprender peligrosas aventuras es mejor que lo hagas con tus amigos y que la mejor parte es cuando vas en su compañía, sangrando, con una tabla pesada a cuestas y de subida…

 

El poso del café.

…— café y silencio; ambos negros, cargados y sin azúcar; pago en efectivo, me llamo César…

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