Tres cuentos de Carolina López Jiménez

 

 

La espera

 

 

 

 

A él simplemente no le parece. Lo que más rabia le da es no poder hacer nada. Mejor meterse al cuarto y quitarse los zapatos. No decir ni una palabra. Ponerse los guayos. Su madre tampoco está de acuerdo, eso lo consuela. Ni su abuela, ni su tía, ni el marido de su tía. Saca el balón que guarda debajo de la cama mientras repite mentalmente que nadie dice nada: ni en su casa, ni en el barrio, ni en el colegio. Los adultos creen que porque él es pequeño no entiende, pero sí que entiende. Además, tampoco es tan pequeño; no es que sea un adulto, pero un niño no es. Entiende aunque nadie le explique lo que pasa. Al colegio llegan los compañeros contando cosas parecidas que pasaron en sus barrios. Ha oído incluso de cosas peores. Pero es que a Yanira la conoce. Cuando la vio no pudo reconocerla porque estaba toda trasquilada. Pero cuando logró verle la cara, que agachaba intentando esquivar las miradas de sus vecinos, supo que era Yanira. Vio que lloraba, que las lágrimas le bajaban hasta el cuello, y dejó de mirarla en un gesto que le pareció solidario. Sale al patio y patea el balón contra la pared. Siempre le pareció linda Yanira. Le gustaba hacer los mandados en la tienda solo para verla o para escucharla hablar. Volvía a la casa recordando la risa con la que lo saludaba y se despedía o los chistes que le hacía. Patea una y otra vez el balón. ¿Qué tuvo que haber hecho alguien para que le hagan una cosa de esas? Patea duro el balón, siente el dolor en el empeine. Más rabia le dio cuando leyó el letrero que le habían colgado en el pecho: “Puta”. Patea desesperadamente y con toda la fuerza posible en un intento fútil para que el balón estalle. ¿A quién de toda esa gente que la miraba le gustaría que le hicieran lo mismo? ¿Cuál de los que se unieron al castigo gritándole cosas feas a Yanira quisiera estar en su lugar? Patea hasta sudar, hasta quedar cansado. Cualquiera se da cuenta de que eso que están haciendo con ella está mal, no hace falta ser grande para saberlo. O a lo mejor hay cosas que él no entiende, pero que tampoco quisiera entender si es que para hacerlo hay que aceptar que pasen. Patea hasta que su mamá le grita desde la cocina que no más, que la va a enloquecer con ese ruido, que ese no parece un juego, que un día de estos va a acabar con la casa.

 

 

 

 

Pero él sabe que su mamá también tiene rabia y por eso se impacienta. Lo notó en la forma en que cerró las ventanas, en la mirada de reproche que antes de cerrar la puerta le mandó a esos hombres que pusieron ahí a Yanira y que la obligaron a caminar desnuda por toda la cuadra. Su mamá tampoco puede decir nada. Se encierra en la cocina a picar cebolla, a desgranar maíz, a inventarse cualquier oficio que la haga olvidar lo que está pasando allá afuera. Ellos no admiten que nadie los contradiga. Va por el balón y vuelve al cuarto. Siente rabia también con los compañeros del colegio que llegan a contar esas cosas como si fuera cualquier chisme. Santiago, incluso, las celebra, dizque porque se lo merecían. Eso dice. Pero, claro, el tío de Santiago trabaja con esos tipos, y Santiago cree todo lo que él le dice y repite como un loro que es para que las demás mujeres aprendan a no ser infieles y sepan lo que les puede pasar. Pero ¿quiénes son esos tipos para que vengan a enseñarnos de esa forma y a imponernos sus reglas como si fueran los dueños del mundo? ¿De dónde salieron? Lanza el balón contra la pared y éste cae sobre la cama. Se quita las medias. Siente el frío del piso refrescándole los pies. Sabe que si nadie les dice nada es porque les tienen miedo. Y a él no le gusta vivir con miedo. A él le gustaba más la vida antes de que llegaran esos hombres a Barranca. Ahora todo el mundo vive con miedo de hacer algo que a ellos les parezca que está mal y terminar ganándose un castigo como el que le pusieron a Yanira, o hasta peor. Le da rabia, mucha rabia. Siente que está guardando adentro toda la rabia. Va hasta la sala, coge el control remoto y prende el televisor. Oprime el botón del volumen; no va a soltarlo hasta que el sonido del televisor cubra por completo el ruido que viene de la calle. Aunque se le revienten los oídos, no va a soltarlo. No importa cuánto tenga que esperar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Despertar nocturno

 

 

El padrastro salía de la habitación cada noche. Voy al baño, le decía a su esposa. Antes de volver pasaba siempre por la alcoba de la niña; abría la puerta e iba hasta su cama. Le subía el blusón de la pijama. La niña abría los ojos sin despertar del todo al sentir la mano espesa del marido de su madre reptando por encima de su piel. Una imagen desenfocada y confusa. El beso del padrastro muy cerca de la oreja. Y la bendición en medio de la oscuridad. Que sueñes con los angelitos, era lo último que oía la niña antes de volver al sueño que día tras día se le iba haciendo imposible.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La ciudad blanca

Aquella ciudad no ocurría en el futuro. Ocurría hoy, en simultáneo con nuestra ciudad de sol, de viento, de calles asfaltadas, cielo abierto, pantallas, árboles, edificios, casas, carros y algunos jardines y parques alrededor. Ocurría en la superficie –en las narices de la ciudad tradicional– y no en el mundo subterráneo como podría uno suponer al escuchar hablar de ella.

 

 

Herméticamente cerrada: no hay allí más que luz artificial.

 

 

Una luz tenue, lechosa y adormidera se alza hasta invadir cada rincón, cada esquina y cada cuerpo que pasa por los habitáculos y los pasillos de la laberíntica ciudad.  Así han inventado el día eterno: sin noches, ni oscuridad, ni sueños. Un día sin fin que cada cual extiende o reduce a su antojo, enmarcado en un tiempo que cada quien administra según su capacidad o voluntad.

 

 

No hay relojes en esta ciudad. Ni mugre, ni polvo, ni malos olores. Paredes blancas. Pisos blancos también –brillantísimos– que hacen las veces de calles por las que vienen y van peatones, y que, sin descanso, trapean y barren señoras de traje azul que parecieran invisibles –nadie les dirige la palabra–.

 

 

 

 

 

 

 

Carolina López Jiménez

Escritora/artista colombiana dedicada a la creación transdisciplinar. Desde hace más de diez años explora e investiga formas ampliadas de escritura. Ganadora del XI Concurso Nacional de Novela y Cuento de la Cámara de Comercio de Medellín (2013). Algunos de sus textos han sido publicados en Asedios verbales. Panorama del cuento joven colombiano (2017), Vidas de historia: una memoria literaria de la OFP (2016), El pájaro Moderno (2014 – 2015), Revista Ars301 (2019) y Revista La Palabra (2018). Ha desarrollado proyectos de literatura web (www.retratosvivosdemama.co) y de lectura corporeizada (www.carolopezj.wixsite.com/veladas). En 2018 implementó el proyecto de  escritura experimental Letraspegadas Elena/Marvel entre Ciudad de México y Bogotá (www.letraspegadas2018.wixsite.com/letraspegadas)

 

 

 

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